15 de agosto de 2016

Modos de ver, John Berger

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20 de octubre de 2015

CRÓNICAS -He visto morir

He visto Morir…

Por Roberto Arlt

Las 5 menos 3 minutos. Rostros afanasos tras de las rejas. Cinco menos 2. Rechina el cerrojo y la puerta de hierro se abre. Hombres que se precipitan como si corrieran a tomar el tranvía. Sombras que dan grandes saltos por los corredores iluminados. Ruidos de culatas. Más sombras que galopan.
Todos vamos en busca de Severino Di Giovanni para verlo morir.

La letanía.

Espacio de cielo azul. Adoquinado rústico. Prado verde. Una como silla de comedor en medio del prado. Tropa. Máuseres. Lámparas cuya luz castiga la obscuridad. Un rectángulo. Parece un ring. El ring de la muerte. Un oficial.
“..de acuerdo a las disposiciones… por violación del bando… ley número…”
El oficial bajo la pantalla enlozada. Frente a él, una cabeza. Un rostro que parece embadurnado en aceite rojo. Unos ojos terribles y fijos, barnizados de fiebre. Negro círculo de cabezas.
Es Severino Di Giovanni. Mandíbula prominente. Frente huída hacia las sienes como la de las panteras. Labios finos y extraordinariamente rojos. Frente roja. Mejillas rojas. Ojos renegridos por el efecto de luz. Grueso cuello desnudo. Pecho ribeteado por las solapas azules de la blusa. Los labios parecen llagas pulimentadas. Se entreabren lentamente y la lengua, más roja que un pimiento, lame los labios, los humedece. Ese cuerpo arde en temperatura. Paladea la muerte.
“..artículo número…ley de estado de sitio… superior tribunal… visto… pásese al superior tribunal… de guerra, tropa y suboficiales…”
Di Giovanni mira el rostro del oficial. Proyecta sobre ese rostro la fuerza tremenda de su mirada y de la voluntad que lo mantiene sereno.
“..estamos probando… apercíbase al teniente… Rizzo Patrón, vocales… tenientes coroneles… bando… dése copia… fija número…”
Di Giovanni se humedece los labios con la lengua. Escucha con atención, parece que analizara las cláusulas de un contrato cuyas estipulaciones son importantísimas. Mueve la cabeza con asentimiento, frente a la propiedad de los términos con que está redactada la sentencia.
“..Dése vista al ministro de Guerra… sea fusilado… firmado, secretario…”

Habla el Reo.

-Quisiera pedirle perdón al teniente defensor…
Una voz: -No puede hablar. Llévenlo.
El condenado camina como un pato. Los pies aherrojados con una barra de hierro a las esposas que amarran las manos. Atraviesa la franja de adoquinado rústico. Algunos espectadores se ríen. ¿Zoncera? ¿Nerviosidad? ¡Quien sabe!.
El reo se sienta reposadamente en el banquillo. Apoya la espalda y saca pecho. Mira arriba. Luego se inclina y parece, con las manos abandonadas entre las rodillas abiertas, un hombre que cuida el fuego mientras se calienta agua para tomar el mate.
Permanece así cuatro segundos. Un suboficial le cruza una soga al pecho, para que cuando los proyectiles lo maten no ruede por tierra. Di Giovanni gira la cabeza de derecha a izquierda y se deja amarrar.
Ha formado el blanco pelotón de fusilero. El suboficial quiere vendar al condenado. Éste grita:
-Venda no.

Mira tiesamente a los ejecutores. Emana voluntad. Si sufre o no, es un secreto. Pero permanece así, tieso, orgulloso.
Surge una dificultad. El temor al rebote de las balas hace que se ordena a la tropa, perpendicular al pelotón fusilero, retirarse unos pasos.
Di Giovanni permanece recto, apoyada la espalda en el respaldar. Sobre su cabeza, en una franja de muralla gris, se mueven piernas de soldados. Saca pecho. ¿Será para recibir las balas?
-Pelotón, firme. Apunten.
La voz del reo estalla metálica, vibrante:
-¡Viva la anarquía!
-¡Fuego!

Resplandor subitáneo. Un cuerpo recio se ha convertido en una doblada lámina de papel. Las balas rompen la soga. El cuerpo cae de cabeza y queda en el pasto verde con las manos tocando las rodillas.
Fogonazo del tiro de gracia.

Muerto.

Las balas han escrito la última palabra en el cuerpo del reo. El rostro permanece sereno. Pálido. Los ojos entreabiertos. Un herrero a los pies del cadáver. Quita los remaches del grillete y de la barra de hierro. Un médico lo observa. Certifica que el condenado ha muerto. Un señor, que ha venido de frac y zapatos de baile, se retira con la galera en la coronilla. Parece que saliera del cabaret. Otro dice una mala palabra.
Veo cuatro muchachos pálidos como muertos y desfigurados que se muerden los labios; son: Gauna, de La Razón, Álvarez de Última hora, Enrique Gonzáles Tuñón, de Crítica y Gómez, de El Mundo. Yo estoy como borracho. Pienso en los que se reían. Pienso que a la entrada de la penitenciaría debería ponerse un cartel que rezara:

-Está prohibido reírse.

-Está prohibido concurrir con zapatos de baile.

12 de agosto de 2015

RECURSOS-El peligro de una sola historia, de Chimamanda Adichie

Chimamanda Adichie, escritora nigeriana, narra cómo contar una sola historia de las cosas, un sólo punto de vista, una sola idea de una sociedad o personas, nos lleva a crear estereotipos de ellas que no reflejan la realidad e incluso pueden ser causantes de exclusión o marginación de ciertos grupos sociales. 

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22 de julio de 2015

CRONICA-Pollita en fuga

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27 de noviembre de 2014

CRONICA ALUMNOS - El afuera está lleno de encierro

El afuera está lleno de encierro

Por Alida Dagnino Contini

Jony avanza a paso lento por la calle 3 del barrio Nueva York, de Berisso. Todos los días patea los adoquines viejos del lugar que lo vio crecer. Va a la escuela a la mañana, cuando le pinta. A la tarde se junta en la esquina con los pibes del barrio. Escuchan música, toman una gaseosa. Fuman porro y a veces cortan botellas de coca y se arman fernet o gancia. Jony va a un taller en Mansión Obrera, un centro cultural que queda justo en frente de su casa. Rara vez falta. Usa una gorra de Puma. A veces consigue unas changas, volantea por 10 pesos la hora. Cuando lo veo, lo saludo. No entiendo la relación entre su altura actual y el tiempo que pasó desde que lo conozco.
Lucas “el cabe” Carovatti camina por los largos y oscuros pasillos de Nuevo Dique, de pabellón en pabellón, celebrando el paseo. Tiene aires de grandeza, siente que hoy le ganó a la yuta: lo dejaron participar de uno de los talleres.
-          ¡Me bajaron! – celebra.
-          ¡Hace mucho que no venías, Lucas! –
-          ¿Sabés lo que me costó que me bajen? –
Hace poco lo visitaron los hermanos más chicos, que viven en Rosario. Le trajeron de regalo una gorra gris. De esas que se ajustan al tamaño de la cabeza, porque Lucas es bastante cabezón, de ahí su apodo. Los guardias a veces le ofrecen limpiar sus autos a cambio de una feta más de jamón en el sánguche de la cena. El trabajo allí es una puerta de acceso a algunos beneficios. 
El barrio Nueva York queda a unas pocas cuadras del centro de Berisso. Sin embargo, lo que se sabe de él lo aleja mucho más. “Ese barrio es peligroso”, “entrá si querés, salí si podés”, rumorean los berissenses. Hace unos años fue declarado ‘patrimonio histórico’. Históricamente fue dejado de lado, el olor a mierda termina alejando a los turistas que se acercan para sacar fotografías de la pobreza.
El complejo Abasto –donde está ubicado el Centro cerrado de detención Nuevo Dique- aparece en el mapa de la ciudad de La Plata a varios kilómetros del ‘cuadrado’, zona donde ocurre todo, la gran reliquia de los gobernantes. A una hora en cole se distancia del epicentro urbano, del quilombo, de los colectivos, de los ministerios y los maxi quioscos. Ubicado allí donde se deposita todo lo que se sale de la norma: lxs locxs, lxs chorrxs, lxs pobres. Tapado por unos portones grises y alambre de púa que anuncian la llegada allí con un cartel verde pintado con letras blancas: “Complejo Nueva Esperanza”. Los segundos previos a la entrada ensayamos unas palabras preliminares. Se abre la puertita gris y un gordo canoso saluda. Me pregunto cómo entrará por esa abertura diminuta.
-          Buenos días. Somos las del taller de comunicación -.
-          ¡Ah! ¡Son las chicas de periodismo! – grita el gordo desde la entrada.
Parece que atravesar muros disminuye la temperatura. Hace más frío del lado de adentro. El camino al aire libre –que ya huele a encierro- es corto. Enseguida aparece el edificio del instituto, con sus paredes pintadas de varios tonos de grises y blanco, que mantienen una calma desde lo estético y se camuflan con el deterioro a la vista. Paredes descascaradas, tres o cuatro goteras a la pasada y, a un costadito, una oficina administrativa con cientos de expedientes y legajos. Busco algún nombre conocido pero solo hay apellidos. Tres tipos sentados tomando mate, levantan la mirada y siguen charlando. El camino continúa: pasillo de por medio, aparece la puerta 1; luego de menos de un metro la puerta 2. Gigantes de hierro y polietileno en vez de vidrios (algunos pintados de blanco) que no tienen picaportes. Pues allí ninguna puerta los tiene. Los picaportes son las llaves de los guardias, así que aparecen fragmentos de acero asomados de sus bolsillos. Puerta 3 y salida al exterior nuevamente. Patio verde, tierra húmeda y un alambrado perimetral de más de 3 metros de alto. Dos puertas más –de alambre y metal- nos separan de lo que un cartel nombra como ‘servicio educativo’. Pronto está la entrada que es del tamaño de dos puertas –que no están puestas-. Adentro, cinco aulas esperan ser llenadas. Una de cada color: verde, amarilla, roja, azul y naranja. Dos baños chicos, una canilla rota. Un olor a meo terrible, papeles en el piso, paredes rotas y sucias. Un rayito de luz ingresa por un cuadrado que algunos denominarían ventana, yo agujerito. El aula que nos toca hoy está sucia, las mesas de la escuela hundidas. Una caja pegada a la pared con botones del manejo eléctrico del espacio, totalmente abierta. Justo en frente, una pequeña sala cerrada con candado. Me asomo: bibliotecas llenas de libros que parecen viejos.
-          Carovatti, ¡vos estás en el taller de adicciones! ¡Vení! -.
La calle Nueva York es la principal del barrio, ya nadie la llama por su número. El olor de las bolsas de basura rotas se mezcla con las aguas servidas que salen de los desechos de cada uno de los habitantes del barrio. El aroma hediondo que se impregna en los mamelucos de los trabajadores del puerto ya es reconocido por las fosas nasales de cualquiera transite el lugar asiduamente. Entre los adoquines nacen pequeños yuyos, víctimas de cada 214 que pasa una y otra vez, sin pasarse de las 20 horas, hora del toque de queda para los ajenos. Las casas de material son las más viejas. Llenas de grietas y hongos que compiten con las babosas por entrar a las viejas casonas que alojaban a los obreros del Swift y el Armour. Las más nuevas son de chapas. Chapas pintadas de varios colores para disimular la imposibilidad de una vivienda digna.
Lucas nos mira con cara desentendida, él siempre vino al taller de comunicación. Le explicamos al guardia, se queda pensando unos instantes.
-          Está bien, que se quede. Pero termina y lo busco -.
Al lado del aula del taller, hay otra que está enrejada. La reja tiene un candado y adentro hay un chico, a veces más. Una televisión grande colgada de la pared mira de arriba hacia abajo. Y desde abajo siempre hay alguien que la mira también, con la boca un poco abierta. Al costado izquierdo de la puerta hay un cartel: “Recreación”. Caminando unos metros más, aparece una mesa de ping pong. Tres, cuatro o cinco chicos se sorprenden de que pasemos por ahí, saludan.
            Jony es conocido en el barrio, pero cuando sale unas pocas cuadras de la Nueva York, la señora que espera el 214 se agarra la cartera. Seguramente el kiosquero de la esquina le repita dos veces que no, que no tiene esa marca de puchos que busca. Aunque sepa que su depósito está lleno de Marlboro. Tal vez, el chancho no lo deje subir al bondi, aunque vea que tiene la SUBE en la mano, dispuesto a pagar la fortuna para viajar 15 minutos. Jony usa gorrita y se mete el pantalón de Adidas en las medias, se siente re cool. Para la cana no es tan cool su forma de vestirse. Es más bien una señal de que algo puede pasar. Algo malo puede pasar. Jony agarra atajos para salir del barrio, ya sabe por dónde no pasar para que no lo pare la yuta puta.
Para salir de Nuevo Dique, hay un atajo. Por el costado de todo el instituto. Por donde se ven oficinas y cocinas con gente adentro. Por fuera y alrededor del área educativa, están los pabellones de detenidos, que parecen cajas de cemento enrejadas. Divididos por la arbitraria ‘conducta’ de lxs jóvenes que los habitan e imponentes desde donde se los mire. No hay nadie que nos abra. Esperamos uno, dos, tres minutos y entramos de nuevo a la primera oficina.
-          ¿Nos pueden abrir? -.
-          Va a tener que ser dentro de un rato, chicas. Ahora estamos comiendo. No creo que les moleste quedarse media hora más acá adentro, ¿no? – se empiezan a escuchar risas de los otros tres guardias.

De repente aparece una chica con las llaves, también se está riendo. Siento un escalofríos que me recorre toda la espalda. Pienso que para Lucas ese chiste es la realidad. Pienso que Jony está como Lucas, un poco más libre. Quizás el afuera no sea tan libre como pensamos. Quizás el afuera está lleno de encierro. 

15 de noviembre de 2014

CRONICA ALUMNOS- Ganó el 8


Ganó el 8
Por Santiago Codina

El servicio metereológico anunció: Nubosidad variable. Tiempo desmejorando. Probabilidad de chaparrones y tormentas aisladas. Algunos apostadores precavidos sostienen el paraguas bajo el brazo, como un objeto molesto de cargar pero que servirá en la vuelta a casa. Una apuesta a futuro. Otros en cambio, miran el cielo encapotado desde las tribunas con un aire de preocupación.
 Las carreras de caballos no están de moda, como sí lo están las máquinas tragamonedas en los lujosos bingos de alfombras rojas y sonidos electrónicos, con melodías de fantasía. La convocatoria ya no es lo que supo ser en los años dorados donde en las tribunas no había donde sentarse.

Tristeza. Los jockeys desfilan con caballos exaltados. Algunos tienen los ojos fuera de órbita y golpean la cabeza bruscamente con el aire. Los jinetes sonríen y saludan al escaso público que se acerca a la pista para ver con mejores ojos su caballo favorito, aquel que les alegrará la tarde nublada. Los animales caminan domados con una mezcla de molestia y violencia reprimida, se van a comer la pista. Arriba un hombre pequeño con chaqueta azul y roja y un casco de montar, se para sobre los estribos y sonríe mientras se menea al compás del caballo. Da la impresión que hombre-animal son uno solo, por la coordinación del movimientos al andar. Abajo, el purasangre es llevado a la fuerza cerca de la reja con cerco vivo, ahí donde los apostadores saludan con revistas enrolladas bajo el brazo, como un arrollado de dulce de leche, sin más relleno que números y nombres como Lucky Day o Rue Royal.
En la tribuna oficial hay una veintena de personas, cincuentones y bien vestidos. “Valor de la entrada a la tribuna oficial 5$” advierte un cartel impreso en hoja A4 pegado con cinta scotch en una de las columnas de entrada. Al ingresar, un guardia sentado al costado de una mesita de plástico se concentra en su revista de autodefinidos, no mira a quien entra sin pagar lo que dice el cartel. El hall es un lugar limpio, amplio, de grandes espejos con marcos de madera dura y varias filas de asientos de plaza. Ocho televisores de pantalla plana transmiten en vivo lo que sucede a unos metros. Aquí no hay mujeres, salvo las que venden los boletos de apuesta.

Campana de largada

Ancianos que apenas pueden caminar intentan trotar hacia la boletería. Otros, con unos años menos suben la escalera, hacia la pista para ver la carrera desde la tribuna. El resto se acomoda en los bancos de madera blancos y se frotan las manos o prenden un cigarrillo o charlan con su vecino apostador. En los escalones de cemento hay varias filas de asientos individuales de plástico, la gran mayoría vacíos. Los caballos no están de moda.
Desde la tribuna oficial se ve la tribuna “Padock”, que significa “lugar donde se exhiben o desfilan los animales”. Allí el panorama es bien distinto. En las gradas hay dos personas mayores. Por debajo, en el playón que lleva a la cercanía con los caballos una familia: padre, madre y cuatro hermanas. Él analiza una revista de apuestas, mientras la madre amamanta a la más pequeña o pequeño. Los bebés no parecen tener género los primeros meses de vida. Tres niñas de no menos de diez años corretean entre las baldosas flojas atrás de una pelota de tenis.

Suena una bachata de fondo

Adentro, atrás de la tribuna popular, la gente se agolpa frente a los televisores. No hay asientos como en la otra tribuna y los televisores son de tubo. Desde la puerta de entrada al hall no se ve ninguna mujer y el penetrante olor a pis recuerda los pasillos del sector visitante de la bombonera. Hay más gente adentro frente a las pantallas que en la tribuna.
La música desaparece repentinamente. En los altoparlantes oxidados se anuncia la largada.
Un instante de silencio, el viento intenso y el amenazante cielo gris toman protagonismo. Una voz se lo quita. El relato en su conjunto es indescifrable. Palabras sueltas como “toma la delantera” o “el número cinco” aparecen entre un ruido arrastrado e incentiva los gritos.
-¡Vamowalterviejonomá!, ¡Vamowalterviejonomá!- grita un cincuentón con la camisa desprendida mientras golpea su revista enrollada contra la reja.
Los caballos se acercan a la recta final, golpeados violentamente por sus jinetes. Se escucha el choque de los cascos contra la tierra, como tambores in crescendo. La ambulancia sigue la estampida por las dudas. El cincuentón grita, el padre del niño sin sexo se levanta y festeja, la madre se aleja protegiendo al bebé, un grupo de apostadores se queja, los dos solitarios hombres desde la tribuna se muestran eufóricos, los niños olvidan la pelota de tenis y enloquecen, las palomas revolotean, los caballos corren ciegos golpeados por rebenques, los tambores golpean cada vez más fuerte, el polvo en la pista se levanta, la voz del estadio sube cada vez más el tono y parece que el relator se queda sin aire. Cruzan el disco.

Ganó el 8

-¡El 11 lo quebraba! Reclama un hombre canoso.
-Aflojó al final-  le responde otro con anteojos de culo de botella
-¡Vos callate si no ves nada! Lo acusa levantando el brazo un tercero en discordia


Los ánimos se calman. Aparece nuevamente el viento. Los niños retoman su juego y la bachata vuelve a sonar. El padre entra a cobrar su premio mientras que los caballos se alejan ya sin galopar.

CRONICA ALUMNOS- La dimensión desconocida: luces, billetes y máquinas parlantes

La dimensión desconocida: luces, billetes y máquinas parlantes
Por Mirta Taboada

El remisero fuma la última pitada antes de subir al auto, y aplasta la colilla con la punta de la zapatilla. Cuando se sienta, el espejo retrovisor refleja sus ojos que miran hacia la izquierda, hacia el letrero que centellea con luces blancas.

 —A veces veo que a la mañana van las viejas a comprar el pan, entran y chau, se olvidaron de la panadería. Como en la dimensión desconocida, como si esa puerta de vidrio pesada llevara a una realidad paralela donde nunca se sabe cuando ni cómo se va a salir.

      Hay dos morochos grandes en la puerta. —Por favor, deje la mochila. (¿Las viejas dejarán la bolsa del pan también?) Ahora hay que atravesar un detector de metales. Que la suerte, y no la fuerza, los acompañe.  Un sonido repetitivo como la musiquita de los juegos del Family sale de todas las máquinas tragamonedas. Es un loop, un bucle infinito. Es el sonido de la nueva dimensión.

A las personas se les ilumina la cara por la pantalla. Una luz azulada les devela el gesto inmutable, concentrado. La máquina les habla con una voz femenina y ellos hablan con la máquina. Aunque casi todo esté en inglés, se entienden. Antes sus ojos ven desfilar diamantes, personajes de Playboy, animales exóticos, las pirámides de Egipto.

          La vista es el sentido esencial para manejarse: bolillas, ruletas electrónicas, premios con números de cinco cifras, luces de colores, carteles que muestran un plato con una milanesa y papas fritas, con colores de otro mundo.

En esta otra realidad el espacio se extiende más allá de sus límites. En lo alto de las paredes hay espejos que dan una sensación de que todo continúa, de que las máquinas pasan de ser 400 a 800. Hay escaleras que ascienden y descienden, hay portales que llevan a otros lugares.

París y El Cairo
A Paris se llega atravesando uno de esos portales. Es más chico de lo que se piensa, como una habitación. En sus paredes se pueden ver todas las vistas que hay que ver: desde la torre Eiffel hasta el jardín de Versailles. Incluso la alfombra desapareció, hay baldosas que simulan un empedrado, y mesitas como la de los cafés. Pero ni un gato maullando o un músico con un acordeón.

 En el centro del pequeño salón, hay una pantalla que muestra una carrera de caballos sobre arenas imaginarias y, frente a ella, filas con lugares de apuestas individuales. Un tipo con campera de River grita—¡Dale, morocho, dale, corré! Y otro con rasgos orientales mira concentrado su pantalla, con las zapatillas blancas salidas en el talón como si fueran chancletas y un billete de cincuenta listo para insertarlo en una ranura. 

En el primer piso está África: El Cairo. Para entrar hay que firmar una declaración jurada. La casa no se hace responsable por los daños que provoca en la salud la exposición al humo. Adentro, el aroma a shopping que está hasta en los baños se esfuma con una nube densa de humo que los mozos y mozas atraviesan como si no existiera. Una mujer rubia con un reloj de fantasía y uñas pintadas de rojo golpea el botón de apuestas de una máquina y tose. En la otra mano sostiene el cigarrillo; en el tablero está la caja ya casi vacía de Phillip Morris.

A este universo lo rigen sus propias normas: no sentarse en la máquina donde alguien acaba de ganar un premio importante. No detenerse a observar la jugada de otros. En la sala de bingo, comprar por lo menos dos cartones por persona. Si se lo gana, invitar a los compañeros de mesa una jugada. No hay castigo; nadie será condenado al ostracismo social por transgredirlas, pero son necesarias para formar parte del deber-ser de esa realidad. Para pertenecer, hay que jugar de acuerdo a sus reglas.

La forma del tiempo
En la realidad del entretenimiento no importa el tiempo. El tiempo está asociado al trabajo, y salvo los empleados con chalecos de diferentes colores que rotan cada ocho horas, no se entra a esta realidad para trabajar. Todo rota en un movimiento casi imperceptible. Las chicas que limpian el baño cada media hora, los mozos, los empleados de servicio, los que arreglan las roturas, los de seguridad.  

Los empleados deben estar atentos por si alguien los llama. Nunca por el nombre, salvo que se lo pregunten. Son anónimos que se definen por el color de la ropa. Toda una nueva organización social. Celeste para los mozos, amarillo para los que cambian billetes, blanco para los recepcionistas, rojo para los de limpieza, bordó para los que arreglan los desperfectos técnicos.

         Los hombres vestidos de negro, como guardianes de la dimensión desconocida, están apostados cerca del ascensor o caminando, con cables que parecen de teléfono fijo atrás de la oreja y un handy que de vez en cuando llevan a la boca.

El día y la noche son circulares. Cuando se sale de la puerta de vidrio, la realidad anterior golpea. El aire no acondicionado envuelve la cara y el sol cae en los ojos y ya no hay luz azulada. Quizás hay luna llena y la lluvia moja.

Una mujer sale de la dimensión desconocida y la puerta de vidrio se cierra sola detrás de ella. Cruza hacia la remisería que está enfrente, esquivando charcos.

—Se me hizo re tarde, mirá la hora que es, ¿tenés un auto?


El remisero apura el cigarrillo y lo aplasta con la punta del pie.