La Loca De La Casa
Taller de Escritura Creativa. Facultad de Periodimo y Comunicación Social. UNLP
15 de agosto de 2016
20 de octubre de 2015
CRÓNICAS -He visto morir
He visto Morir…
Por Roberto Arlt
Las 5 menos 3 minutos.
Rostros afanasos tras de las rejas. Cinco menos 2. Rechina el cerrojo y la
puerta de hierro se abre. Hombres que se precipitan como si corrieran a tomar
el tranvía. Sombras que dan grandes saltos por los corredores iluminados. Ruidos
de culatas. Más sombras que galopan.
Todos vamos en busca
de Severino Di Giovanni para verlo morir.
La letanía.
Espacio de cielo azul.
Adoquinado rústico. Prado verde. Una como silla de comedor en medio del prado.
Tropa. Máuseres. Lámparas cuya luz castiga la obscuridad. Un rectángulo. Parece
un ring. El ring de la muerte. Un oficial.
“..de acuerdo a las
disposiciones… por violación del bando… ley número…”
El oficial bajo la
pantalla enlozada. Frente a él, una cabeza. Un rostro que parece embadurnado en
aceite rojo. Unos ojos terribles y fijos, barnizados de fiebre. Negro círculo
de cabezas.
Es Severino Di
Giovanni. Mandíbula prominente. Frente huída hacia las sienes como la de las
panteras. Labios finos y extraordinariamente rojos. Frente roja. Mejillas rojas.
Ojos renegridos por el efecto de luz. Grueso cuello desnudo. Pecho ribeteado
por las solapas azules de la blusa. Los labios parecen llagas pulimentadas. Se
entreabren lentamente y la lengua, más roja que un pimiento, lame los labios,
los humedece. Ese cuerpo arde en temperatura. Paladea la muerte.
“..artículo número…ley
de estado de sitio… superior tribunal… visto… pásese al superior tribunal… de
guerra, tropa y suboficiales…”
Di Giovanni mira el
rostro del oficial. Proyecta sobre ese rostro la fuerza tremenda de su mirada y
de la voluntad que lo mantiene sereno.
“..estamos probando…
apercíbase al teniente… Rizzo Patrón, vocales… tenientes coroneles… bando… dése
copia… fija número…”
Di Giovanni se
humedece los labios con la lengua. Escucha con atención, parece que analizara
las cláusulas de un contrato cuyas estipulaciones son importantísimas. Mueve la
cabeza con asentimiento, frente a la propiedad de los términos con que está
redactada la sentencia.
“..Dése vista al
ministro de Guerra… sea fusilado… firmado, secretario…”
Habla el Reo.
-Quisiera pedirle
perdón al teniente defensor…
Una voz: -No puede
hablar. Llévenlo.
El condenado camina
como un pato. Los pies aherrojados con una barra de hierro a las esposas que
amarran las manos. Atraviesa la franja de adoquinado rústico. Algunos
espectadores se ríen. ¿Zoncera? ¿Nerviosidad? ¡Quien sabe!.
El reo se sienta
reposadamente en el banquillo. Apoya la espalda y saca pecho. Mira arriba.
Luego se inclina y parece, con las manos abandonadas entre las rodillas abiertas,
un hombre que cuida el fuego mientras se calienta agua para tomar el mate.
Permanece así cuatro
segundos. Un suboficial le cruza una soga al pecho, para que cuando los
proyectiles lo maten no ruede por tierra. Di Giovanni gira la cabeza de derecha
a izquierda y se deja amarrar.
Ha formado el blanco
pelotón de fusilero. El suboficial quiere vendar al condenado. Éste grita:
-Venda no.
Mira tiesamente a los
ejecutores. Emana voluntad. Si sufre o no, es un secreto. Pero permanece así,
tieso, orgulloso.
Surge una dificultad.
El temor al rebote de las balas hace que se ordena a la tropa, perpendicular al
pelotón fusilero, retirarse unos pasos.
Di Giovanni permanece
recto, apoyada la espalda en el respaldar. Sobre su cabeza, en una franja de
muralla gris, se mueven piernas de soldados. Saca pecho. ¿Será para recibir las
balas?
-Pelotón, firme.
Apunten.
La voz del reo estalla
metálica, vibrante:
-¡Viva la anarquía!
-¡Fuego!
Resplandor subitáneo.
Un cuerpo recio se ha convertido en una doblada lámina de papel. Las balas
rompen la soga. El cuerpo cae de cabeza y queda en el pasto verde con las manos
tocando las rodillas.
Fogonazo del tiro de
gracia.
Muerto.
Las balas han escrito
la última palabra en el cuerpo del reo. El rostro permanece sereno. Pálido. Los
ojos entreabiertos. Un herrero a los pies del cadáver. Quita los remaches del
grillete y de la barra de hierro. Un médico lo observa. Certifica que el
condenado ha muerto. Un señor, que ha venido de frac y zapatos de baile, se
retira con la galera en la coronilla. Parece que saliera del cabaret. Otro dice
una mala palabra.
Veo cuatro muchachos
pálidos como muertos y desfigurados que se muerden los labios; son: Gauna, de
La Razón, Álvarez de Última hora, Enrique Gonzáles Tuñón, de Crítica y Gómez,
de El Mundo. Yo estoy como borracho. Pienso en los que se reían. Pienso que a
la entrada de la penitenciaría debería ponerse un cartel que rezara:
-Está prohibido
reírse.
-Está prohibido
concurrir con zapatos de baile.
12 de agosto de 2015
RECURSOS-El peligro de una sola historia, de Chimamanda Adichie
Chimamanda Adichie, escritora nigeriana, narra cómo contar una sola historia de las cosas, un sólo punto de vista, una sola idea de una sociedad o personas, nos lleva a crear estereotipos de ellas que no reflejan la realidad e incluso pueden ser causantes de exclusión o marginación de ciertos grupos sociales.
Para acceder, hacer click en el título.
22 de julio de 2015
27 de noviembre de 2014
CRONICA ALUMNOS - El afuera está lleno de encierro
El afuera está lleno de encierro
Por Alida Dagnino
Contini
Jony avanza a paso lento por la calle
3 del barrio Nueva York, de Berisso. Todos los días patea los adoquines viejos
del lugar que lo vio crecer. Va a la escuela a la mañana,
cuando le pinta. A la tarde se junta en la esquina con los pibes del barrio.
Escuchan música, toman una gaseosa. Fuman porro y a veces cortan botellas de
coca y se arman fernet o gancia. Jony va a un taller en Mansión Obrera, un
centro cultural que queda justo en frente de su casa. Rara vez falta. Usa una
gorra de Puma. A veces consigue unas changas, volantea por 10 pesos la hora. Cuando
lo veo, lo saludo. No entiendo la relación entre su altura actual y el tiempo
que pasó desde que lo conozco.
Lucas “el cabe” Carovatti camina por
los largos y oscuros pasillos de Nuevo Dique, de pabellón en pabellón,
celebrando el paseo. Tiene aires de grandeza, siente que hoy le ganó a la yuta:
lo dejaron participar de uno de los talleres.
-
¡Me bajaron! – celebra.
-
¡Hace mucho que no venías, Lucas! –
-
¿Sabés lo que me costó que me bajen? –
Hace poco lo visitaron los hermanos más chicos, que
viven en Rosario. Le trajeron de regalo una gorra gris. De esas que se ajustan al
tamaño de la cabeza, porque Lucas es bastante cabezón, de ahí su apodo. Los
guardias a veces le ofrecen limpiar sus autos a cambio de una feta más de jamón
en el sánguche de la cena. El trabajo allí es una puerta de acceso a algunos
beneficios.
El barrio Nueva York queda a unas
pocas cuadras del centro de Berisso. Sin embargo, lo que se sabe de él lo aleja
mucho más. “Ese barrio es peligroso”, “entrá si querés, salí si podés”, rumorean
los berissenses. Hace unos años fue declarado ‘patrimonio histórico’.
Históricamente fue dejado de lado, el olor a mierda termina alejando a los
turistas que se acercan para sacar fotografías de la pobreza.
El complejo Abasto –donde está
ubicado el Centro cerrado de detención Nuevo Dique- aparece en el mapa de la
ciudad de La Plata a varios kilómetros del ‘cuadrado’, zona donde ocurre todo,
la gran reliquia de los gobernantes. A una hora en cole se distancia del
epicentro urbano, del quilombo, de los colectivos, de los ministerios y los
maxi quioscos. Ubicado allí donde se deposita todo lo que se sale de la norma:
lxs locxs, lxs chorrxs, lxs pobres. Tapado por unos portones grises y alambre
de púa que anuncian la llegada allí con un cartel verde pintado con letras blancas:
“Complejo Nueva Esperanza”. Los segundos previos a la entrada ensayamos unas
palabras preliminares. Se abre la puertita gris y un gordo canoso saluda. Me
pregunto cómo entrará por esa abertura diminuta.
-
Buenos días. Somos las del taller de comunicación -.
-
¡Ah! ¡Son las chicas de periodismo! – grita el gordo
desde la entrada.
Parece que atravesar muros disminuye la temperatura.
Hace más frío del lado de adentro. El camino al aire libre –que ya huele a encierro-
es corto. Enseguida aparece el edificio del instituto, con sus paredes pintadas
de varios tonos de grises y blanco, que mantienen una calma desde lo estético y
se camuflan con el deterioro a la vista. Paredes descascaradas, tres o cuatro
goteras a la pasada y, a un costadito, una oficina administrativa con cientos
de expedientes y legajos. Busco algún nombre conocido pero solo hay apellidos. Tres
tipos sentados tomando mate, levantan la mirada y siguen charlando. El camino continúa:
pasillo de por medio, aparece la puerta 1; luego de menos de un metro la puerta
2. Gigantes de hierro y polietileno en vez de vidrios (algunos pintados de
blanco) que no tienen picaportes. Pues allí ninguna puerta los tiene. Los
picaportes son las llaves de los guardias, así que aparecen fragmentos de acero
asomados de sus bolsillos. Puerta 3 y salida al exterior nuevamente. Patio
verde, tierra húmeda y un alambrado perimetral de más de 3 metros de alto. Dos
puertas más –de alambre y metal- nos separan de lo que un cartel nombra como
‘servicio educativo’. Pronto está la entrada que es del tamaño de dos puertas
–que no están puestas-. Adentro, cinco aulas esperan ser llenadas. Una de cada
color: verde, amarilla, roja, azul y naranja. Dos baños chicos, una canilla
rota. Un olor a meo terrible, papeles en el piso, paredes rotas y sucias. Un
rayito de luz ingresa por un cuadrado que algunos denominarían ventana, yo
agujerito. El aula que nos toca hoy está sucia, las mesas de la escuela
hundidas. Una caja pegada a la pared con botones del manejo eléctrico del
espacio, totalmente abierta. Justo en frente, una pequeña sala cerrada con
candado. Me asomo: bibliotecas llenas de libros que parecen viejos.
-
Carovatti, ¡vos estás en el taller de adicciones!
¡Vení! -.
La calle Nueva York es la principal
del barrio, ya nadie la llama por su número. El olor de las bolsas de basura
rotas se mezcla con las aguas servidas que salen de los desechos de cada uno de
los habitantes del barrio. El aroma hediondo que se impregna en los mamelucos
de los trabajadores del puerto ya es reconocido por las fosas nasales de cualquiera
transite el lugar asiduamente. Entre los adoquines nacen pequeños yuyos,
víctimas de cada 214 que pasa una y otra vez, sin pasarse de las 20 horas, hora
del toque de queda para los ajenos. Las casas de material son las más viejas.
Llenas de grietas y hongos que compiten con las babosas por entrar a las viejas
casonas que alojaban a los obreros del Swift y el Armour. Las más nuevas son de
chapas. Chapas pintadas de varios colores para disimular la imposibilidad de una
vivienda digna.
Lucas nos mira con cara desentendida,
él siempre vino al taller de comunicación. Le explicamos al guardia, se queda
pensando unos instantes.
-
Está bien, que se quede. Pero termina y lo busco -.
Al lado del aula del taller, hay otra que está enrejada.
La reja tiene un candado y adentro hay un chico, a veces más. Una televisión
grande colgada de la pared mira de arriba hacia abajo. Y desde abajo siempre
hay alguien que la mira también, con la boca un poco abierta. Al costado
izquierdo de la puerta hay un cartel: “Recreación”. Caminando unos metros más,
aparece una mesa de ping pong. Tres, cuatro o cinco chicos se sorprenden de que
pasemos por ahí, saludan.
Jony
es conocido en el barrio, pero cuando sale unas pocas cuadras de la Nueva York,
la señora que espera el 214 se agarra la cartera. Seguramente el kiosquero de
la esquina le repita dos veces que no, que no tiene esa marca de puchos que
busca. Aunque sepa que su depósito está lleno de Marlboro. Tal vez, el chancho
no lo deje subir al bondi, aunque vea que tiene la SUBE en la mano, dispuesto a
pagar la fortuna para viajar 15 minutos. Jony usa gorrita y se mete el pantalón
de Adidas en las medias, se siente re cool.
Para la cana no es tan cool su forma
de vestirse. Es más bien una señal de que algo puede pasar. Algo malo puede
pasar. Jony agarra atajos para salir del barrio, ya sabe por dónde no pasar
para que no lo pare la yuta puta.
Para salir de Nuevo Dique, hay un
atajo. Por el costado de todo el instituto. Por donde se ven oficinas y cocinas
con gente adentro. Por fuera y alrededor del área educativa, están los
pabellones de detenidos, que parecen cajas de cemento enrejadas. Divididos por
la arbitraria ‘conducta’ de lxs jóvenes que los habitan e imponentes desde
donde se los mire. No hay nadie que nos abra. Esperamos uno, dos, tres minutos
y entramos de nuevo a la primera oficina.
-
¿Nos pueden abrir? -.
-
Va a tener que ser dentro de un rato, chicas. Ahora
estamos comiendo. No creo que les moleste quedarse media hora más acá adentro,
¿no? – se empiezan a escuchar risas de los otros tres guardias.
De repente aparece una chica con las llaves, también
se está riendo. Siento un escalofríos que me recorre toda la espalda. Pienso que
para Lucas ese chiste es la realidad. Pienso que Jony está como Lucas, un poco
más libre. Quizás el afuera no sea tan libre como pensamos. Quizás el afuera
está lleno de encierro.
15 de noviembre de 2014
CRONICA ALUMNOS- Ganó el 8
Ganó el 8
Por Santiago Codina
El servicio metereológico
anunció: Nubosidad variable. Tiempo desmejorando. Probabilidad de chaparrones y
tormentas aisladas. Algunos apostadores precavidos sostienen el paraguas bajo
el brazo, como un objeto molesto de cargar pero que servirá en la vuelta a
casa. Una apuesta a futuro. Otros en cambio, miran el cielo encapotado desde
las tribunas con un aire de preocupación.
Las carreras de caballos no están de moda,
como sí lo están las máquinas tragamonedas en los lujosos bingos de alfombras
rojas y sonidos electrónicos, con melodías de fantasía. La convocatoria ya no
es lo que supo ser en los años dorados donde en las tribunas no había donde
sentarse.
Tristeza. Los jockeys desfilan
con caballos exaltados. Algunos tienen los ojos fuera de órbita y golpean la
cabeza bruscamente con el aire. Los jinetes sonríen y saludan al escaso público
que se acerca a la pista para ver con mejores ojos su caballo favorito, aquel
que les alegrará la tarde nublada. Los animales caminan domados con una mezcla
de molestia y violencia reprimida, se van a comer la pista. Arriba un hombre
pequeño con chaqueta azul y roja y un casco de montar, se para sobre los
estribos y sonríe mientras se menea al compás del caballo. Da la impresión que
hombre-animal son uno solo, por la coordinación del movimientos al andar.
Abajo, el purasangre es llevado a la fuerza cerca de la reja con cerco vivo,
ahí donde los apostadores saludan con revistas enrolladas bajo el brazo, como
un arrollado de dulce de leche, sin más relleno que números y nombres como
Lucky Day o Rue Royal.
En la tribuna oficial hay una
veintena de personas, cincuentones y bien vestidos. “Valor de la entrada a la
tribuna oficial 5$” advierte un cartel impreso en hoja A4 pegado con cinta
scotch en una de las columnas de entrada. Al ingresar, un guardia sentado al
costado de una mesita de plástico se concentra en su revista de autodefinidos,
no mira a quien entra sin pagar lo que dice el cartel. El hall es un lugar
limpio, amplio, de grandes espejos con marcos de madera dura y varias filas de
asientos de plaza. Ocho televisores de pantalla plana transmiten en vivo lo que
sucede a unos metros. Aquí no hay mujeres, salvo las que venden los boletos de
apuesta.
Campana de largada
Ancianos que apenas pueden caminar
intentan trotar hacia la boletería. Otros, con unos años menos suben la
escalera, hacia la pista para ver la carrera desde la tribuna. El resto se
acomoda en los bancos de madera blancos y se frotan las manos o prenden un
cigarrillo o charlan con su vecino apostador. En los escalones de cemento hay
varias filas de asientos individuales de plástico, la gran mayoría vacíos. Los
caballos no están de moda.
Desde la tribuna oficial se ve
la tribuna “Padock”, que significa “lugar donde se exhiben o desfilan los animales”.
Allí el panorama es bien distinto. En las gradas hay dos personas mayores. Por
debajo, en el playón que lleva a la cercanía con los caballos una familia:
padre, madre y cuatro hermanas. Él analiza una revista de apuestas, mientras la
madre amamanta a la más pequeña o pequeño. Los bebés no parecen tener género
los primeros meses de vida. Tres niñas de no menos de diez años corretean entre
las baldosas flojas atrás de una pelota de tenis.
Suena una bachata de fondo
Adentro, atrás de la tribuna
popular, la gente se agolpa frente a los televisores. No hay asientos como en
la otra tribuna y los televisores son de tubo. Desde la puerta de entrada al
hall no se ve ninguna mujer y el penetrante olor a pis recuerda los pasillos
del sector visitante de la bombonera. Hay más gente adentro frente a las
pantallas que en la tribuna.
La música desaparece
repentinamente. En los altoparlantes oxidados se anuncia la largada.
Un instante de silencio, el
viento intenso y el amenazante cielo gris toman protagonismo. Una voz se lo
quita. El relato en su conjunto es indescifrable. Palabras sueltas como “toma
la delantera” o “el número cinco” aparecen entre un ruido arrastrado e
incentiva los gritos.
-¡Vamowalterviejonomá!,
¡Vamowalterviejonomá!- grita un cincuentón con la camisa desprendida mientras
golpea su revista enrollada contra la reja.
Los caballos se acercan a la
recta final, golpeados violentamente por sus jinetes. Se escucha el choque de
los cascos contra la tierra, como tambores in crescendo. La ambulancia sigue la
estampida por las dudas. El cincuentón grita, el padre del niño sin sexo se
levanta y festeja, la madre se aleja protegiendo al bebé, un grupo de
apostadores se queja, los dos solitarios hombres desde la tribuna se muestran
eufóricos, los niños olvidan la pelota de tenis y enloquecen, las palomas
revolotean, los caballos corren ciegos golpeados por rebenques, los tambores
golpean cada vez más fuerte, el polvo en la pista se levanta, la voz del
estadio sube cada vez más el tono y parece que el relator se queda sin aire. Cruzan
el disco.
Ganó el 8
-¡El 11 lo quebraba! Reclama un
hombre canoso.
-Aflojó al final- le responde otro con anteojos de culo de
botella
-¡Vos callate si no ves nada! Lo
acusa levantando el brazo un tercero en discordia
Los ánimos se calman. Aparece
nuevamente el viento. Los niños retoman su juego y la bachata vuelve a sonar.
El padre entra a cobrar su premio mientras que los caballos se alejan ya sin
galopar.
CRONICA ALUMNOS- La dimensión desconocida: luces, billetes y máquinas parlantes
La dimensión
desconocida: luces, billetes y máquinas parlantes
Por Mirta
Taboada
El
remisero fuma la última pitada antes de subir al auto, y aplasta la colilla con
la punta de la zapatilla. Cuando se sienta, el espejo retrovisor refleja sus
ojos que miran hacia la izquierda, hacia el letrero que centellea con luces
blancas.
—A veces veo que a la mañana van las viejas a
comprar el pan, entran y chau, se olvidaron de la panadería. Como en la
dimensión desconocida, como si esa puerta de vidrio pesada llevara a una
realidad paralela donde nunca se sabe cuando ni cómo se va a salir.
Hay dos morochos grandes en la puerta. —Por
favor, deje la mochila. (¿Las viejas dejarán la bolsa del pan también?) Ahora
hay que atravesar un detector de metales. Que la suerte, y no la fuerza, los
acompañe. Un sonido repetitivo como la
musiquita de los juegos del Family sale de todas las máquinas tragamonedas. Es
un loop, un bucle infinito. Es el sonido de la nueva dimensión.
A
las personas se les ilumina la cara por la pantalla. Una luz azulada les devela
el gesto inmutable, concentrado. La máquina les habla con una voz femenina y
ellos hablan con la máquina. Aunque casi todo esté en inglés, se entienden. Antes
sus ojos ven desfilar diamantes, personajes de Playboy, animales exóticos, las
pirámides de Egipto.
La vista es el sentido esencial para
manejarse: bolillas, ruletas electrónicas, premios con números de cinco cifras,
luces de colores, carteles que muestran un plato con una milanesa y papas
fritas, con colores de otro mundo.
En
esta otra realidad el espacio se extiende más allá de sus límites. En lo alto
de las paredes hay espejos que dan una sensación de que todo continúa, de que
las máquinas pasan de ser 400
a 800. Hay escaleras que ascienden y descienden, hay
portales que llevan a otros lugares.
París y El Cairo
A
Paris se llega atravesando uno de esos portales. Es más chico de lo que se
piensa, como una habitación. En sus paredes se pueden ver todas las vistas que
hay que ver: desde la torre Eiffel hasta el jardín de Versailles. Incluso la
alfombra desapareció, hay baldosas que simulan un empedrado, y mesitas como la
de los cafés. Pero ni un gato maullando o un músico con un acordeón.
En el centro del pequeño salón, hay una
pantalla que muestra una carrera de caballos sobre arenas imaginarias y, frente
a ella, filas con lugares de apuestas individuales. Un tipo con campera de
River grita—¡Dale, morocho, dale, corré! Y otro con rasgos orientales mira
concentrado su pantalla, con las zapatillas blancas salidas en el talón como si
fueran chancletas y un billete de cincuenta listo para insertarlo en una ranura.
En
el primer piso está África: El Cairo. Para entrar hay que firmar una
declaración jurada. La casa no se hace responsable por los daños que provoca en
la salud la exposición al humo. Adentro, el aroma a shopping que está hasta en
los baños se esfuma con una nube densa de humo que los mozos y mozas atraviesan
como si no existiera. Una mujer rubia con un reloj de fantasía y uñas pintadas
de rojo golpea el botón de apuestas de una máquina y tose. En la otra mano
sostiene el cigarrillo; en el tablero está la caja ya casi vacía de Phillip
Morris.
A
este universo lo rigen sus propias normas: no sentarse en la máquina donde
alguien acaba de ganar un premio importante. No detenerse a observar la jugada
de otros. En la sala de bingo, comprar por lo menos dos cartones por persona.
Si se lo gana, invitar a los compañeros de mesa una jugada. No hay castigo;
nadie será condenado al ostracismo social por transgredirlas, pero son
necesarias para formar parte del deber-ser de esa realidad. Para pertenecer,
hay que jugar de acuerdo a sus reglas.
La forma del tiempo
En
la realidad del entretenimiento no importa el tiempo. El tiempo está asociado
al trabajo, y salvo los empleados con chalecos de diferentes colores que rotan
cada ocho horas, no se entra a esta realidad para trabajar. Todo rota en un
movimiento casi imperceptible. Las chicas que limpian el baño cada media hora,
los mozos, los empleados de servicio, los que arreglan las roturas, los de
seguridad.
Los
empleados deben estar atentos por si alguien los llama. Nunca por el nombre,
salvo que se lo pregunten. Son anónimos que se definen por el color de la ropa.
Toda una nueva organización social. Celeste para los mozos, amarillo para los
que cambian billetes, blanco para los recepcionistas, rojo para los de
limpieza, bordó para los que arreglan los desperfectos técnicos.
Los hombres vestidos de negro, como
guardianes de la dimensión desconocida, están apostados cerca del ascensor o
caminando, con cables que parecen de teléfono fijo atrás de la oreja y un handy
que de vez en cuando llevan a la boca.
El
día y la noche son circulares. Cuando se sale de la puerta de vidrio, la
realidad anterior golpea. El aire no acondicionado envuelve la cara y el sol
cae en los ojos y ya no hay luz azulada. Quizás hay luna llena y la lluvia
moja.
Una
mujer sale de la dimensión desconocida y la puerta de vidrio se cierra sola
detrás de ella. Cruza hacia la remisería que está enfrente, esquivando charcos.
—Se
me hizo re tarde, mirá la hora que es, ¿tenés un auto?
El
remisero apura el cigarrillo y lo aplasta con la punta del pie.
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