Ganó el 8
Por Santiago Codina
El servicio metereológico
anunció: Nubosidad variable. Tiempo desmejorando. Probabilidad de chaparrones y
tormentas aisladas. Algunos apostadores precavidos sostienen el paraguas bajo
el brazo, como un objeto molesto de cargar pero que servirá en la vuelta a
casa. Una apuesta a futuro. Otros en cambio, miran el cielo encapotado desde
las tribunas con un aire de preocupación.
Las carreras de caballos no están de moda,
como sí lo están las máquinas tragamonedas en los lujosos bingos de alfombras
rojas y sonidos electrónicos, con melodías de fantasía. La convocatoria ya no
es lo que supo ser en los años dorados donde en las tribunas no había donde
sentarse.
Tristeza. Los jockeys desfilan
con caballos exaltados. Algunos tienen los ojos fuera de órbita y golpean la
cabeza bruscamente con el aire. Los jinetes sonríen y saludan al escaso público
que se acerca a la pista para ver con mejores ojos su caballo favorito, aquel
que les alegrará la tarde nublada. Los animales caminan domados con una mezcla
de molestia y violencia reprimida, se van a comer la pista. Arriba un hombre
pequeño con chaqueta azul y roja y un casco de montar, se para sobre los
estribos y sonríe mientras se menea al compás del caballo. Da la impresión que
hombre-animal son uno solo, por la coordinación del movimientos al andar.
Abajo, el purasangre es llevado a la fuerza cerca de la reja con cerco vivo,
ahí donde los apostadores saludan con revistas enrolladas bajo el brazo, como
un arrollado de dulce de leche, sin más relleno que números y nombres como
Lucky Day o Rue Royal.
En la tribuna oficial hay una
veintena de personas, cincuentones y bien vestidos. “Valor de la entrada a la
tribuna oficial 5$” advierte un cartel impreso en hoja A4 pegado con cinta
scotch en una de las columnas de entrada. Al ingresar, un guardia sentado al
costado de una mesita de plástico se concentra en su revista de autodefinidos,
no mira a quien entra sin pagar lo que dice el cartel. El hall es un lugar
limpio, amplio, de grandes espejos con marcos de madera dura y varias filas de
asientos de plaza. Ocho televisores de pantalla plana transmiten en vivo lo que
sucede a unos metros. Aquí no hay mujeres, salvo las que venden los boletos de
apuesta.
Campana de largada
Ancianos que apenas pueden caminar
intentan trotar hacia la boletería. Otros, con unos años menos suben la
escalera, hacia la pista para ver la carrera desde la tribuna. El resto se
acomoda en los bancos de madera blancos y se frotan las manos o prenden un
cigarrillo o charlan con su vecino apostador. En los escalones de cemento hay
varias filas de asientos individuales de plástico, la gran mayoría vacíos. Los
caballos no están de moda.
Desde la tribuna oficial se ve
la tribuna “Padock”, que significa “lugar donde se exhiben o desfilan los animales”.
Allí el panorama es bien distinto. En las gradas hay dos personas mayores. Por
debajo, en el playón que lleva a la cercanía con los caballos una familia:
padre, madre y cuatro hermanas. Él analiza una revista de apuestas, mientras la
madre amamanta a la más pequeña o pequeño. Los bebés no parecen tener género
los primeros meses de vida. Tres niñas de no menos de diez años corretean entre
las baldosas flojas atrás de una pelota de tenis.
Suena una bachata de fondo
Adentro, atrás de la tribuna
popular, la gente se agolpa frente a los televisores. No hay asientos como en
la otra tribuna y los televisores son de tubo. Desde la puerta de entrada al
hall no se ve ninguna mujer y el penetrante olor a pis recuerda los pasillos
del sector visitante de la bombonera. Hay más gente adentro frente a las
pantallas que en la tribuna.
La música desaparece
repentinamente. En los altoparlantes oxidados se anuncia la largada.
Un instante de silencio, el
viento intenso y el amenazante cielo gris toman protagonismo. Una voz se lo
quita. El relato en su conjunto es indescifrable. Palabras sueltas como “toma
la delantera” o “el número cinco” aparecen entre un ruido arrastrado e
incentiva los gritos.
-¡Vamowalterviejonomá!,
¡Vamowalterviejonomá!- grita un cincuentón con la camisa desprendida mientras
golpea su revista enrollada contra la reja.
Los caballos se acercan a la
recta final, golpeados violentamente por sus jinetes. Se escucha el choque de
los cascos contra la tierra, como tambores in crescendo. La ambulancia sigue la
estampida por las dudas. El cincuentón grita, el padre del niño sin sexo se
levanta y festeja, la madre se aleja protegiendo al bebé, un grupo de
apostadores se queja, los dos solitarios hombres desde la tribuna se muestran
eufóricos, los niños olvidan la pelota de tenis y enloquecen, las palomas
revolotean, los caballos corren ciegos golpeados por rebenques, los tambores
golpean cada vez más fuerte, el polvo en la pista se levanta, la voz del
estadio sube cada vez más el tono y parece que el relator se queda sin aire. Cruzan
el disco.
Ganó el 8
-¡El 11 lo quebraba! Reclama un
hombre canoso.
-Aflojó al final- le responde otro con anteojos de culo de
botella
-¡Vos callate si no ves nada! Lo
acusa levantando el brazo un tercero en discordia
Los ánimos se calman. Aparece
nuevamente el viento. Los niños retoman su juego y la bachata vuelve a sonar.
El padre entra a cobrar su premio mientras que los caballos se alejan ya sin
galopar.