He visto Morir…
Por Roberto Arlt
Las 5 menos 3 minutos.
Rostros afanasos tras de las rejas. Cinco menos 2. Rechina el cerrojo y la
puerta de hierro se abre. Hombres que se precipitan como si corrieran a tomar
el tranvía. Sombras que dan grandes saltos por los corredores iluminados. Ruidos
de culatas. Más sombras que galopan.
Todos vamos en busca
de Severino Di Giovanni para verlo morir.
La letanía.
Espacio de cielo azul.
Adoquinado rústico. Prado verde. Una como silla de comedor en medio del prado.
Tropa. Máuseres. Lámparas cuya luz castiga la obscuridad. Un rectángulo. Parece
un ring. El ring de la muerte. Un oficial.
“..de acuerdo a las
disposiciones… por violación del bando… ley número…”
El oficial bajo la
pantalla enlozada. Frente a él, una cabeza. Un rostro que parece embadurnado en
aceite rojo. Unos ojos terribles y fijos, barnizados de fiebre. Negro círculo
de cabezas.
Es Severino Di
Giovanni. Mandíbula prominente. Frente huída hacia las sienes como la de las
panteras. Labios finos y extraordinariamente rojos. Frente roja. Mejillas rojas.
Ojos renegridos por el efecto de luz. Grueso cuello desnudo. Pecho ribeteado
por las solapas azules de la blusa. Los labios parecen llagas pulimentadas. Se
entreabren lentamente y la lengua, más roja que un pimiento, lame los labios,
los humedece. Ese cuerpo arde en temperatura. Paladea la muerte.
“..artículo número…ley
de estado de sitio… superior tribunal… visto… pásese al superior tribunal… de
guerra, tropa y suboficiales…”
Di Giovanni mira el
rostro del oficial. Proyecta sobre ese rostro la fuerza tremenda de su mirada y
de la voluntad que lo mantiene sereno.
“..estamos probando…
apercíbase al teniente… Rizzo Patrón, vocales… tenientes coroneles… bando… dése
copia… fija número…”
Di Giovanni se
humedece los labios con la lengua. Escucha con atención, parece que analizara
las cláusulas de un contrato cuyas estipulaciones son importantísimas. Mueve la
cabeza con asentimiento, frente a la propiedad de los términos con que está
redactada la sentencia.
“..Dése vista al
ministro de Guerra… sea fusilado… firmado, secretario…”
Habla el Reo.
-Quisiera pedirle
perdón al teniente defensor…
Una voz: -No puede
hablar. Llévenlo.
El condenado camina
como un pato. Los pies aherrojados con una barra de hierro a las esposas que
amarran las manos. Atraviesa la franja de adoquinado rústico. Algunos
espectadores se ríen. ¿Zoncera? ¿Nerviosidad? ¡Quien sabe!.
El reo se sienta
reposadamente en el banquillo. Apoya la espalda y saca pecho. Mira arriba.
Luego se inclina y parece, con las manos abandonadas entre las rodillas abiertas,
un hombre que cuida el fuego mientras se calienta agua para tomar el mate.
Permanece así cuatro
segundos. Un suboficial le cruza una soga al pecho, para que cuando los
proyectiles lo maten no ruede por tierra. Di Giovanni gira la cabeza de derecha
a izquierda y se deja amarrar.
Ha formado el blanco
pelotón de fusilero. El suboficial quiere vendar al condenado. Éste grita:
-Venda no.
Mira tiesamente a los
ejecutores. Emana voluntad. Si sufre o no, es un secreto. Pero permanece así,
tieso, orgulloso.
Surge una dificultad.
El temor al rebote de las balas hace que se ordena a la tropa, perpendicular al
pelotón fusilero, retirarse unos pasos.
Di Giovanni permanece
recto, apoyada la espalda en el respaldar. Sobre su cabeza, en una franja de
muralla gris, se mueven piernas de soldados. Saca pecho. ¿Será para recibir las
balas?
-Pelotón, firme.
Apunten.
La voz del reo estalla
metálica, vibrante:
-¡Viva la anarquía!
-¡Fuego!
Resplandor subitáneo.
Un cuerpo recio se ha convertido en una doblada lámina de papel. Las balas
rompen la soga. El cuerpo cae de cabeza y queda en el pasto verde con las manos
tocando las rodillas.
Fogonazo del tiro de
gracia.
Muerto.
Las balas han escrito
la última palabra en el cuerpo del reo. El rostro permanece sereno. Pálido. Los
ojos entreabiertos. Un herrero a los pies del cadáver. Quita los remaches del
grillete y de la barra de hierro. Un médico lo observa. Certifica que el
condenado ha muerto. Un señor, que ha venido de frac y zapatos de baile, se
retira con la galera en la coronilla. Parece que saliera del cabaret. Otro dice
una mala palabra.
Veo cuatro muchachos
pálidos como muertos y desfigurados que se muerden los labios; son: Gauna, de
La Razón, Álvarez de Última hora, Enrique Gonzáles Tuñón, de Crítica y Gómez,
de El Mundo. Yo estoy como borracho. Pienso en los que se reían. Pienso que a
la entrada de la penitenciaría debería ponerse un cartel que rezara:
-Está prohibido
reírse.
-Está prohibido
concurrir con zapatos de baile.