30 de junio de 2009

CRÓNICAS-EL asombro personal. Patricia Nieto

Todavía recuerdo la hilera de casas construidas con cartones que soportaba la lluvia durante un amanecer lúgubre de octubre.
Abrí los ojos a un paisaje de montes verdes copados por la neblina después de dormir mal dentro de un autobús que me llevaba de Medellín, en las montañas colombianas, a Cartagena de Indias, en la orilla del mar Caribe.
Frente a mi mirada luminosa de los 25 años apareció la hilera de ranchos enfrentando la lluvia y una mujer que nerviosamente estiraba la mano rogando una moneda, mientras protegía su cuerpo detrás de la puerta.
¿Por qué esa imagen se fijó en mi memoria? ¿Por qué esa escena me provocó una perturbación que aún no cesa? ¿Por qué ese cuadro se reedita incesantemente en mis recuerdos? ¿Por qué los tonos verdes y grises de ese despertar se me hacen tan íntimos? ¿Por qué a veces sueño que la mujer me mira con ojos redondos? ¿Por qué, después de trece años, sigo buscando su voz? ¿Por qué esa visión se convirtió en la motivación de mis preguntas existenciales?
No he encontrado chamán capaz de dilucidar satisfactoriamente esa experiencia casi mística en que el cuerpo y el alma –el exterior y el interior– entran en una conexión tan brutal que todo el ser se estremece y produce una fuerza capaz de crear. La epifanía es para los cronistas el momento sagrado; cuando el deseo de conocer se revela nítidamente como una posibilidad para la acción intelectual.
La mujer con la mano extendida, casi invisible bajo una casucha de tablas y plásticos maltrecha por la lluvia, es una de las miles de mujeres que el conflicto armado colombiano ha expulsado de sus campos y empujado hacia las grandes ciudades en busca de un refugio donde vivir la soledad que les queda como única propiedad después de enterrar a sus maridos asesinados.
El paisaje desolador que me sorprendió esa mañana de octubre es la síntesis de mi patria. Montañas angulosas, fértiles en aguas, rebosantes de color, mansas desde la distancia, agrestes en la cercanía; campesinos empobrecidos tirados a la vera de los caminos en un último intento por proteger sus vidas; montañas desoladas que ya no sirven de cueva a los tigres sino de campamento a los hombres en armas; campesinos entristecidos por la pérdida de las tierras que heredaron y cultivaron con sapiencia; montañas florecidas de plantaciones ilícitas que exprimen de la tierra hasta sus últimos zumos; campesinos vencidos pidiendo comida al pie de los semáforos; montañas en disputa, campesinos expulsados; montañas en arriendo, colombianos muertos, desplazados o alquilados a los capitales del narcotráfico.
Así se me reveló Colombia esa mañana de lluvia y ante esa impronta, que va de la indignación a la melancolía, he rendido mi trabajo periodístico durante más de una década.
Francisco Goldman, periodista y escritor nacido en Guatemala, cuenta de una manera llana, casi sin sobresaltos, como concibió su mirada de cronista. Era un pichón de cuentista de regreso a su país después de años en New York. Llegó a casa con la intención de recluirse en el chalet de descanso que su familia poseía cerca del lago Amatitlán. Allí, según sus sueños de literato ingenuo, podría producir una obra que lo incluyera en un selecto grupo de estudiantes de escritura creativa.
La patria ya no era la de su infancia. Guatemala le negó el chalet, el lago, la vida rústica de escritor conventual y, en cambio le puso en el camino a Fabiola, estudiante de medicina, que lo condujo como un hada a su destino: “Ella estaba tan confundida como yo, aunque tenía muchos más motivos. En su voz, se oía más de lo que sus palabras formulaban. Una vez a la semana, tenía que ir a la morgue del Hospital Roosevelt para el curso obligatorio de medicina forense. A veces en las mañanas había tantos cadáveres que no alcanzaba el lugar en las mesas y casi tenían que apilarlos en el piso. Tú tienes que ver cómo llegan, me dijo. Ideó un plan: yo me disfrazaría de médico para entrar con ella a la morgue. Usaría bata azul, los guantes en la bolsa, el estetoscopio colgado del cuello. Ni ahora podría explicar por qué la obedecí, pero lo que vi ese día con ella cambió mi vida. Era como caer en un hoyo del cual uno nunca puede salir por completo. En mí entró esa peligrosa semilla de la obligación de contar a los demás lo que yo había visto. Dejó de ser abstracta y misteriosa la información borrosa que aparecía en los periódicos: cadáver encontrado con señas de tortura y tiro de gracia”.[1]

Gobernaba el General Lucas García. Guatemala vivía una agitación clandestina que presagiaba revolución. El gobierno aplicaba la ley de la sangre y el silencio. Guatemala era país de militares, subversivos, infiltrados, desaparecidos, torturados, eliminados. Goldman sintió un deseo incontrolable de contar la verdad de lo que pasaba en ese patio trasero de los Estados Unidos y se convirtió en corresponsal de lo que él vivía en su propio país con la mirada atónita del extranjero.
Durante años sus cuentos sobre parejitas que en el invierno se dedicaban a salvar perros callejeros perdieron sentido. Se entregó a construir la crónica de un país donde las mesas de los forenses eran insuficientes para albergar los cadáveres que dejaba la guerra. Pisando ese territorio comanche que era su patria, escuchando las voces de cientos de hombres y mujeres que eran sus compatriotas, actualizando una y otra vez la escena de la que fue parte haciéndose pasar como médico en formación Goldman, no sólo se convirtió en uno de los más informados reporteros sobre Centroamérica, sino en uno de los escritores que más nítidamente ha contado la “verdad” de esa parte del mundo a través de sus novelas.
La epifanía es el momento en que el ser del cronista es tocado por un asombro personal que lo lleva a buscar el camino para entrar tiernamente en empatía con los otros. Joyce escribió que la epifanía es la revelación de la realidad interna de una experiencia acompañada de un sentimiento de júbilo tal y como se da en una experiencia mística. El júbilo da la energía necesaria para emprender la acción periodística, para pasar de la contemplación de la imagen reveladora al descubrimiento de lo que está más allá de la apariencia.
Silvia Luz Gutiérrez, una de mis alumnas de periodismo de la Universidad de Antioquia, cuenta así su conexión con el tema de su trabajo de grado: “Poco antes de mis 8 años los juegos de mesa eran todavía una novedad; en uno de ellos, creo que era una versión colombiana de Monopolio, recuerdo que a quienes incurrían en ciertas faltas o caían en la casilla equivocada se les mandaba de inmediato para la prisión. Se trataba de un pequeño y oscuro recuadro al que se le llamaba la Isla Prisión de Gorgona. Muchos años después de haber sido prisionera en aquel recuadro, escuché una conversación que sostenían mi hermano y una compañera de su carrera de Biología. Ella le hablaba de algo relacionado con ser guarda-parques; la primera imagen que se vino a mi mente fue la de un conocido guarda-parque de Estados Unidos, cuya principal misión era evitar que el Oso Yogui hurtara los alimentos de quienes visitaban el lugar. Ni la imagen de esa prisión de cartón, ni la de ser guarda-parques se alejaron de mi mente. Lo que nunca me imaginé era cómo estas dos situaciones podrían unirse en una sola. Pasó el tiempo y a mi tranquila vida universitaria se le unieron una ganas enormes de algo de aventura. De mis recuerdos viajaron a ese presente las imágenes de un oso comelón que vivía en un parque de Estados Unidos. Fue entonces cuando quise una misión para mí y me inscribí en el Programa de Guarda-parques Voluntarios de la Unidad de Parques Nacionales Naturales. La lista de lugares para prestar el servicio era enorme y creí que la decisión iba a ser bastante difícil. Miré el mapa con atención, y allí, en medio de las dibujadas aguas del océano Pacífico me hizo ojitos el parque Nacional Natural Isla de Gorgona. Aunque ahora me avergüenza un poco decirlo, hasta ese momento tuve dudas de si la prisión del Monopolio existía en la realidad o era un invento de los creadores del juego.
Me subí en un barco hacia la isla, y en mi cuaderno de notas llevaba las primeras pautas de un reportaje del que esperaba mucho menos de lo que realmente fue. Cuando pisé tierra firme, luego de unas 15 horas de viaje desde el Puerto de Buenaventura, pedí que me llevaran a conocer las ruinas de la prisión. Cuando las vi, ahí en medio de una selva enorme y espesa, se activó, por primera vez en mi vida, el chip de la investigación periodística”.
La epifanía está antecedida por una “cierta mirada”, como podríamos llamar a la actitud siempre observadora de un cronista. Una mirada que se ha refinado durante años de ejercer con obstinación la contemplación de la vida. Raúl Osorio, colombiano estudioso de los géneros, avanza en la epistemología del reportaje al referir doce sentidos que intervienen en el proceso creativo de un periodista: Tacto, vida, movimiento, equilibrio, olfato, paladar, visión, calor, audición, palabra, pensar y el yo. Del sentido de la vida dice: “en un espacio del organismo humano, aún más interno que el proceso del sentido del tacto, se encuentra lo que podemos denominar el sentido de la vida. Sin embargo ese sentido (por cuyo intermedio sentimos la vida en nosotros) existe nítidamente de la misma manera como vemos con nuestros ojos un poco de lo que nos rodea. No tendríamos noción alguna de nuestro proceso vital sino poseyésemos ese sentido de la vida”[2].
No puedo determinar cuál es el lugar dentro del organismo donde se instala el sentido de la vida que expone Osorio. Tal vez valdría pensar que no es un lugar (espacio, órgano, tejido) donde sucede el saberse y pensarse como ser vivo, sino un ámbito, quizá extracorpóreo, donde interioridad y exterioridad se funden. No tiene sentido en este texto preguntarse el lugar de habitación de esa maravillosa fusión, pero sí disponerse a la embriaguez que produce el sentido de la vida cuando emerge con energía en nuestro ser.
La joven que era yo miraba el paisaje mientras el bus se esforzaba por avanzar sobre una carretera empinada, amenazada por barrancas a punto de rodar y cubierta por una masa de neblina que ocultaba el azul del cielo. La hilera de ranchos apareció ante mi vista y mi ser completo se turbó. La epifanía me presentó a esa mujer con la mano tendida y su silueta tomó un brillo inolvidable.

Cruzar la puerta
De regreso a Medellín, la ciudad asentada sobre un gran tazón que se hunde en la cordillera de los Andes, comprobé que la imagen de la mujer de la neblina aparecía de tanto en tanto en las calles céntricas. Cambiaba de traje; el color del cabello se encanecía a veces, y otras se tornaba rubio; se abría paso con dificultad entre la multitud y las decenas de ventas ambulantes que ocupan las aceras; estiraba tímidamente su brazo y llevaba su mano a semejar una vasija pequeñita en la cual, esperaba ella, alguien depositara una moneda; caminaba sin rumbo aparente y cuando se sentaba a la sombra de algún semáforo, sus zapatos gastados, teñidos de tierra amarilla, tomaban una presencia contundente.
En Medellín, situada en un valle con un poco más de 3 millones de habitantes, solo queda tierra amarilla en las bordes de las montañas. Era de allá, de los barrios altos ubicados en El Limbo –la franja limítrofe entre la zona urbana y la rural– de donde venían esas caminantes silenciosas, de mirada baja y manos vacías.
A El Limbo lo conocía desde mis días de reportera en el diario local El Mundo. Entre 1990 y 1993 recorrí barrios tapizados de barro con nombres sonoros: La Esperanza, La Avanzada, Carambolas, Bello Oriente y La Cruz. Algunas de aquellas crónicas, resultado de intensas jornadas de trabajo de campo, permanecen cariñosamente en mi recuerdo. “Como dueles tu, Amapolita” narra la vida cotidiana de la escuela más pobre de Medellín. Construida con tablas y techada con plásticos, La Amapolita apenas soportaba en pie los vendavales y aguaceros propios de la parte alta de las montañas. Después de cada diluvio quedaba tan maltrecha que maestro, alumnos y vecinos gastaban días sacando el barro, remendando agujeros y enderezando los maderos que servían de cargueros. “Un fantasma con olor a gasolina” reconstruye el camino que día a día recorría el único bus, oxidado e inclinado a la derecha, entre El Limbo y el centro de Medellín. También narré el esfuerzo diario de las mujeres en busca de agua potable, los juegos que todavía los niños podían disfrutar en esos barrios donde aún no llegaba el recolector de basuras, ni el cemento, ni las normas de tránsito. Después, me asignaron la labor de contar los asesinatos de los líderes. Recuerdo especialmente las muertes del conductor del bus ruinoso y del hombre elegido por todos como conciliador en La Esperanza.
En 1995 regresé a El Limbo. Volví a caminar por sus callecitas de tierra y, de nuevo, mis zapatos tomaron el tono amarillo de “los tierrudos”, como llamaban en los barrios bajos a quienes descendían de la montaña con la indumentaria y la timidez propia de los recién llegados. El barro en los zapatos era para “los tierrudos”, la marca de su exclusión y de su estigma; para mí significaba la entrada en un mundo en el que tardé algunos días para sentirme cómoda.
La Cruz, el barrio situado más al sur entre los que conforman El Limbo, fue el territorio para comenzar el trabajo de campo. Lo elegí porque una simple encuesta aplicada a los padres de familia de la escuela Bello Oriente mostró que la mayoría de las familias expulsadas del campo por la violencia, asentadas en El Limbo, vivían allí. De Bello Oriente pasé a La Cruz arrastrándome algunos metros por debajo del gigantesco tubo plateado que lleva agua potable desde una represa hasta la ciudad.
Marta Uribe, la única habitante de La Cruz que en ese momento estudiaba en la universidad, se convirtió en mi guía. Visitamos todas las casas de La Cruz en busca de quienes compartían la misma suerte de la mujer de la neblina. Las vi aparecer bajo los umbrales de sus puertas, en los marcos de sus ventanas, en el bosque de los pinos, camino a la cancha de fútbol, al regreso de largas caminatas por el centro de la ciudad. Rosmira, Ofelia, Virgelina, Diocelina, María de los Santos, Marisol, Eloida, Eloisa permitieron que lentamente me acercara a sus casas, a sus vidas.
Fue una tarde de domingo cuando, sentada al lado de Eloisa en una banqueta de madera instalada en el corredor, observé cómo la lluvia se acercaba desde el occidente, golpeaba con fuerza los techos de latón y convertía el polvo en pantano. Mientras veía caer la lluvia, en completo silencio, comprendí que me acercaba al mundo de Eloisa. Mucho después me enteré que contemplar la tarde, soleada o lluviosa, era uno de los rituales que la conectaban con su vida anterior cuando era una campesina feliz en Urabá.
Se me hace fácil recontar los eventos de esa inmersión –como llama Norman Sims a la metodología esencial del periodismo literario– pero me es casi imposible explicar por qué, cómo, en qué momento la puerta del otro se abre para permitir entrar.[3]
John Berger, el famoso pintor y escritor londinense, expresa bellamente el momento en que surge la empatía: “Soñé que era un extraño marchante: era un marchante de aspectos y apariencias.
Los coleccionaba y los distribuía. En el sueño acababa de descubrir un secreto. Lo había descubierto solo, sin ayuda ni consejo de nadie.
El secreto era entrar en lo que estuviera mirando en ese momento –un cubo de agua, una vaca, una ciudad (como Toledo) vista desde arriba, un roble–, y una vez dentro disponer del mejor modo posible su apariencia. Mejor no quería decir más bonito o más armonioso, ni tampoco más típico, a fin de que el roble representara a todos los robles. Sencillamente quería decir hacerlo más suyo, de modo que la vaca o la ciudad o el cubo de agua se convirtieran en algo claramente único.
Hacer esto me agradaba, y tenía la impresión de que los pequeños cambios que realicé desde dentro agradaban a los otros.
El secreto para introducirse en el objeto y reordenar su apariencia era tan sencillo como abrir la puerta de un armario. Tal vez se trataba de estar allí cuando la puerta de abriera sola. Pero cuando me desperté, no pude recordar cómo se hacía y me quedé sin saber cómo se entra en las cosas”.[4]
Una vez crucé la puerta del hogar de Eloisa, sus palabras adquirieron un sentido renovado para mí. Además de referir una historia, me permitían, ya en la intimidad, dotarla de un sentido. No se trataba ahora de testimonios guardados en una grabadora, ni de pasajes de un relato lanzados al paso. El encuentro entre personaje y cronista era, en ese momento, un encuentro solidario, amoroso entre dos seres iguales en el lenguaje. Ryszard Kapuscinski, el viejo cronista polaco, escribió en uno de sus primero libros: “Es erróneo escribir sobre alguien con quien no se ha compartido al menos un poco de su vida”[5]. Y agregó en un de los talleres que dirigió en la Fundación Nuevo Periodismo: “Insisto en la necesidad de desarrollar un sentimiento de empatía: tenemos que tratar de estar un cien por ciento dentro del medio al que nos enviaron, porque para entender algo de otras culturas hay que tratar de vivirlas. Un reportero debe estar entre la gente sobre la cual va a escribir. La mayoría de los habitantes del mundo viven en condiciones muy duras y terribles, y si no las compartimos no tenemos derecho –según mi moral y mi filosofía, al menos– a escribir”.[6]
Todos los domingos de 1995 y 1996, después de la misa del medio día, me senté con Eloisa en su banqueta y la escuché hablar. Por ahí también pasaron sus hijos, sus nietas, sus yernos, sus vecinos, su hermano y su cuñado. Al recontar la historia cada recién llegado agregaba datos, corregía detalles, dotaba de color y picardía las escenas de una vida familiar marcada por el conflicto armado.
Mark Kramer, cronista nacido en Estados Unidos, trató de explicar el sentido profundo del encuentro entre el cronista y los personajes: “El objetivo de estas largas inmersiones es comprender a nuestros sujetos en el nivel de lo que Henry James denominó ‘vida sentida’, o sea, el nivel franco, no idealizado, que reúne la diferencia, la fragilidad, la ternura, la maldad, la vanidad, la generosidad, la pomposidad, la humildad de los individuos, todo en proporción adecuada. Esta perspectiva pasa por alto las explicaciones oficiales y burocráticas de las cosas. Expone y deja intactas las peculiaridades y los autoengaños, las hipocresías y las gracias: de hecho, las usa para ahondar el entendimiento”[7].Juan José Hoyos, mi maestro de periodismo, dice que la inmersión es el único camino para encontrar una historia. Ir al sitio de los hechos, encontrar la historia que permitirá narrar la situación, acercarse afectuosamente a los personajes con la intención de preguntar y volver a preguntar cuando las dudas aparezcan, leer en los documentos evidencias de los antecedentes, construir el contexto interpretativo, exponerse en cuerpo y alma al acontecimiento con el fin comprenderlo; en síntesis, en palabras de Hoyos en una de sus clases, el periodista debe ir al mundo con el corazón abierto para obtener el poder de narrar la vida en toda su complejidad. [8]

Entrar y salir
Antes de que el reloj marcara las siete y la oscuridad convirtiera el descenso de La Cruz en una ruta fantasmagórica, yo emprendía el regreso al centro de la ciudad. Casi siempre, los cuarenta minutos de caminata se convertían en el inicio de una serie de reflexiones que se extendían durante toda la semana y, generalmente, se concretaban en nuevas preguntas. Al principio sólo quería saber si las mujeres de los zapatos embarrados que caminaban por las avenidas eran campesinas desplazadas de sus tierras por los grupos armados. Después me interesó cómo sucedió el desplazamiento, quiénes las obligaron a salir, cómo encontraron un lugar en la ciudad, de qué manera establecieron vínculos con los nuevos vecinos.
Cada vez que entraba en la casa de alguna de las mujeres todos mis sentidos se concentraban en captar de la manera más fiel la ebullición de la vida allí adentro. Las preguntas se tornaron más complejas: cómo cambió la vida cotidiana de las familias, cuáles fueron las pérdidas simbólicas que produjo el desplazamiento, cómo cambiaron los lazos familiares, cómo adaptaron sus prácticas originales al nuevo territorio, qué dilucidaban como futuro en la nueva situación. Interrogantes que sólo encontrarían respuesta una vez los datos dieran paso a los significados.
“Meditar” es el verbo que prefiero para expresar cómo un reportero conoce el universo al que se aproxima. A esa práctica reflexiva se llega al contrastar los datos que obtiene en la investigación con el propio sentido de la vida que el cronista guarda en su interior. La información se obtiene por medio de una diversidad de mecanismos que el propio reportero imagina, ensaya, adapta, crea y aprende para entrar en comunicación con las fuentes. El sentido de la vida es el principio que nutre el pensamiento y la acción de cada hombre y, por supuesto, el origen de la mirada y el estilo particulares.
Entre las múltiples estrategias de investigación que el cronista pueda idear, las fundamentales siempre serán la observación y la entrevista. La observación nos lleva a estar allí, en el lugar de los hechos y entre las personas que son testigos del acontecimiento o que viven los procesos. La entrevista es una conversación abierta en la que el entrevistador intenta obtener relatos de la voz del entrevistado con miras a conocer y comprender la especialidad de su mundo.
La observación me permitió reconocer los espacios de La Cruz, identificar los gestos de las mujeres, registrar los giros del habla de los desplazados, dibujar la cotidianidad de los escenarios y los personajes. Una escena como la siguiente sólo se logra por medio de un silencioso, paciente y delicado proceso de observación:
“Una nube de polvo levantada por el viento del mediodía envuelve la casa de las Oliveros. Pese al calor de estas mañanas septembrinas lloverá irremediablemente en las colinas agrestes y en algunos rincones del Valle del Aburrá. El agua fijará como pantano el polvo que ahora se levanta y por eso los caminos serán cloacas. Las Oliveros, que conocen desde niñas las señales de los vientos, se preparan para evitar los estragos de la tempestad: encierran los pollos bajo techo, amarran la perra cazadora al portillo, aseguran el techo de zinc con las piedras que sirven de base al fogón, recogen la ropa húmeda de las tendederas, y se disponen a mirar cómo las nubes negras se acercan por el occidente.
Sentadas en el banco de madera y con los pies posados sobre la tierra desnuda, parecen gemelas unidas por la sangre y la tragedia. María nació siete años antes que Eloisa en las resecas montañas de Peque, un pueblo mísero por donde corrió la sangre de los viejos liberales. A los setenta años conserva el cuerpo delgado y alto que sintió crecer en su vereda natal y uno de los zarcillos de oro que estrenó el día de su boda. Lo demás es un vestido azul cielo que le tapa las rodillas y un manojo de cabello blanco que cuelga trenzado por la espalda. Eloisa es, por el contrario, pequeña. El traje rojo que se agita con el viento aumenta su volumen. No sabe lo que es una cana porque se baña con hierbas los domingos, y por las noches, mientras reza, desliza cien veces el cepillo desde la coronilla hasta las puntas que le caen a la cintura”.[9]
La observación es simplemente la contemplación de la escena real que se presenta ante nuestra presencia. Los doce sentidos que señala Raúl Osorio entran en acción mientras que el cronista divaga en actitud, aparentemente, pasiva. La prudencia es la mayor virtud del buen observador quien además es atento, sensible y respetuoso frente al territorio que explora.
Doce años después de mis excusiones por La Cruz repaso mis notas de campo. Están escritas en libretas argolladas, de formato vertical que, según recuerdo, se acomodaban perfectamente en el bolsillo de mi mochila. Ahí están las letras verdes que invaden los renglones y describen algún gesto, las rayas azules con las que pretendí trazar el mapa del centro del barrio donde todavía se distingue la puerta metálica de la capilla y el trazado de la cancha de fútbol, las anotaciones sobre olores particulares y hasta la rama verde y larga que los niños usaban como proyectil en sus guerras imaginarias está ahí, ya reseca.
Con la entrevista, la otra metodología básica, se acaba la aparente soledad y pasividad del observador. La entrevista en profundidad implica un encuentro amoroso con ese otro dispuesto a contarnos su vida. Por lo tanto, ninguna práctica de campo requiere del periodista tanto esfuerzo físico e intelectual. Y es tal vez por dejar la piel en ella, que la entrevista se convierte para nosotros en un ritual donde los participantes pulsan por la igualdad.
La desigualdad entre los sujetos de la entrevista parte de que uno de los dos pide la entrevista, orienta la conversación, retoma el sentido cuando se ha desviado, elige los aspectos para registrar en su libreta, trabaja para mantener la comunicación constantemente amenazada por la posibilidad de la interrupción del diálogo. El juego de poder dentro de la entrevista, también se inclina a favor del entrevistado. Él es el dueño de la palabra, de la historia, de la opinión que nos interesa. Por eso sus estados de ansiedad, distracción, miedo o inseguridad frente a la conversación determinan los logros de cada encuentro.
Durante un trabajo de investigación muchas citas se malogran por la situación personal de ambos participantes, pero esto no debe considerarse como un problema. Los altibajos suelen presentarse cuando se ha llegado al momento ideal de la relación entre entrevistador y entrevistado, momento en el que cada uno puede expresar su temores, sus dudas, sus ansiedades, sus problemas cotidianos; cuando el investigador reconoce al entrevistado como un sujeto y viceversa. Ello quiere decir que la entrevista ha logrado construir un lugar de narración, de reflexión, de autoafirmación, de reconstrucción de las experiencias.
La única circunstancia que determina la igualdad de los participantes en la entrevista, está dada por su reconocimiento como sujetos. De ahí en adelante se puede hablar de empatía en el proceso de la comunicación. En una conversación establecida después de ese reconocimiento, se puede decir que el investigador logra entrever, ver a través de otro. Ver a través de la voz de otro el hecho que no pudo presenciar; escuchar a través de la voz de otro el sonido que no pudo apreciar; distinguir a través de la voz de otro los rasgos físicos de quien no pudo ver; presentir a través de la voz de otro el dolor.
La entrevista mejor lograda de toda mi experiencia periodística incluye el siguiente apartado: “Cuando nos devolvimos para la casa, Lina me dijo: —mamá, yo estoy muy maluca de esa caída que me pegué, estoy bien mal. Esa muchacha enferma de parto. Y yo: ‘Ahora yo qué hago’. Le hacía bebidas de cositas, porque a uno no le faltan las bebiditas de piedra de vaco, de almidón de yuca. Eso le daba y la muchacha lo mismo. Yo le untaba alcohol y nada, yo le untaba chachaguasa en la cintura y en el estómago y no mejoraba. Ese muchachito se había zafado.
¿Entonces que tocó? Que la muchacha se quedara ahí. Ese resto de día, esa noche y al otro día todo el día y toda la noche. Cuando como a las once de la noche la muchacha fue al baño y cuando se le vino el bebecito. Se había desgarrado con todo y carne.
No lo medimos pero vi yo que tenía tres meses de embarazo, estaba grande y era un niño hombre. Uno le veía las manitos, los ojitos, donde le iban a salir las cejitas, todas las varicitas, los labios gruesos, el niño iba a ser de labios gruesos, sus testículos, su pene. Todo, todo. El niño parejito, y yo: qué pesar. Nosotros nos pusimos a ver este niño y a llorar.
Esa noche y al otro día yo guardé el niño, yo lo guardé entre trapitos blancos, busqué unos trapitos blancos y lo guardé. Esa muchacha seguía enferma, vaciándose, con mucha hemorragia. Al otro día, a las dos de la tarde, yo le dije: ‘Bueno m’hija yo la voy a dejar aquí, voy a darle entierro al bebecito’. Me lo llevé para otro lado, allá donde estábamos haciendo el ranchito. Allá lo enterré como a metro, y yo: ‘yo no puedo sacarle tierra a esta casa porque mi niño está aquí enterrado’”.
La entrevista exige que el investigador sea un maestro en dos saberes que sólo se consiguen con erudición humanística y con práctica experimental: el arte de preguntar y el arte de escuchar. En general los manuales de periodismo y de metodología presentan abundantes capítulos sobre cómo entrevistar. Explican cómo elegir el entrevistado y hasta la manera de vestirse para los encuentros. Pocos libros dedican un apartado a preguntar y escuchar. La síntesis de lo que expresa el profesor mexicano Francisco Sierra dice que el arte de preguntar es llevar al sujeto entrevistado a que exprese lo que siente, y no sólo lo que piensa y recuerda. El arte de preguntar es el arte de verbalizar, sondeando lo más íntimamente humano. Se trata de pasar del nivel lógico racional al nivel subconsciente donde se manifiestan las necesidades emocionales con mayor tranquilidad. La clave de cómo llegar a la profundidad del entrevistado es reconocer las marcas de los temas importantes para quien habla. Este es el punto en el que las entrevistas alcanzan un nivel diferente al de las conversaciones cotidianas.
El arte de escuchar es saber leer el sentido del discurso del entrevistado. Consiste en la atención prestada a las palabras que se dicen, a la concentración en la conducta del sujeto, en la percepción clara de lo enfocado y en la asimilación y análisis de lo que se ha percibido durante la conversación. Es decir, el entrevistador debe desarrollar su capacidad de leer entre líneas.[10]

Construir un mundo
El cronista es un arquitecto de la verdad. No la verdad objetiva que enseñaban las viejas escuelas de periodismo, sí de una verdad construida en el intercambio inter-subjetivo que sirve de sostén a todo el proceso de investigación. Narrar en periodismo es el oficio de construir versiones de los sucesos del mundo exterior a partir de un juego de equilibrio entre los recuerdos y la voz de los testigos, los datos dormidos en los documentos, los signos alojados en los contextos, y la mirada contemplativa, creativa, reflexiva y comprometida del autor. Así, el perfil del periodista narrador se delinea en torno a su condición de autor, denominación que supone una nueva complejidad epistemológica para quien ha sido considerado como el simple ejecutor del oficio de informar.
Durante el trabajo de campo el cronista construye interrogantes en todo momento y espera que los personajes y el paisaje contemplado le develen las respuestas. Pero en el intenso proceso de reflexión, de meditación, las preguntas regresan al periodista, un sujeto impelido a construir una versión sobre el mundo que investiga. Es ese yo problematizado el que debe descubrir significados. Esa es la lucha por el conocimiento –no el que se memoriza en la biblioteca– sino el que se construye en lo que llamamos la inmersión: esa técnica de investigación que nos lleva de la superficie a las aguas más profundas y que permite llegar a una narración memorable: que se recuerda, que construye la memoria. Mónica Bernabé, investigadora argentina, sostiene que “la crónica actual funciona, entonces, como una especie de espacio discursivo en el que, a la manera de un campo de fuerzas, un sujeto mira a su alrededor y se mira a sí mismo. Como dice Agamben en relación con el discurso testimonial, ser sujeto es ser testigo de nosotros mismos, de nuestra propia incapacidad para romper con uno mismo”[11].
Juan Miguel Villegas, un joven cronista ilustra su lucha en pos de una verdad durante su año como estudiante de unos de mis cursos de periodismo: “Sentado por fin frente a la pantalla, aún sentía ese olor suave pero agotador que me había saturado la nariz durante las últimas semanas. Eran pequeñas ráfagas de gas metano y butano que se fugaban desde la corriente de agua hundida tras las casas del otro lado de la calle, y que para un olfateador incauto podrían no ser una molestia, pero que a mí me devolvían de repente a mi escritorio, sacándome del túnel de palabras con el que intentaba explicar la desazón que sentía –y siento– al saber que el riachuelo junto al que nació mi ciudad se muere frente a la indiferencia de casi todo el mundo.
Había comenzado a investigar un tema que seducía al mismo tiempo mi imaginación y mi curiosidad: ‘la vida subterránea en la ciudad’. Pensaba, sí, en hordas de ratas, cucarachas hacinadas, y batallones de murciélagos, pero también en alguna que otra criatura enrevesada que yo sería el encargado de revelar al mundo.
Pero la minería periodística suele descubrirnos vetas inesperadas, y resulté metido hasta el cuello en algo que me hacía doler el alma –y aún lo hace– cada vez que caminaba por el centro de Medellín. Sucede que en esa, mi ciudad natal, el riachuelo que fuera su primera fuente de agua potable, de pesca, de materiales de construcción, de diversión y con el tiempo hasta de energía eléctrica, a su paso por la zona urbana es ahora completamente invisible, pues la recubre una avenida serpenteante que lleva el nostálgico nombre de ‘La Playa’.
Así que, por andar persiguiendo cucarachas y ratones, había terminado formulando un proyecto extraño y en apariencia forzado: ‘Relación de algunos ciudadanos con los animales que viven el tramo cubierto de la quebrada Santa Elena, bajo la Avenida La Playa en el centro de Medellín’. Cuando comencé a investigar, mi casa quedaba al otro lado de la ciudad. Unos meses después vivía a treinta metros de esa quebrada. Y junto al computador se apilaban documentos históricos, fotografías, libretas de varios tamaños, recortes de periódico, casetes y varias tazas con restos de café frío en el fondo.
Había conocido personas a las que se les partía el corazón por el estado de los antaño ríos y quebradas transparentes. Ecologistas empíricos, enamorados de la fauna a punta de ponerle atención a cuanto animal se les cruzaba por el frente. Soñadoras que rompían el asfalto con la mente y transformaban la Santa Elena en un cordón verde rondado por tigres e iguanas. Y aparte había recorrido las entrañas podridas del túnel en que ahora estaba encerrada, visto obreros trabajar ahí adentro todo un día, y sentido el cuerpo a punto de abandonarme por obra de los mismos gases que a esa hora se colaban hasta mi mesa... Pero no sabía por dónde empezar a contar todo eso.
Intenté volver hasta los mastodontes que alguna vez cruzaron el valle, o a los primeros pobladores, indios precolombinos ‘viciosos del baño’. Probé narrando mis encuentros con cada personaje, o haciendo detallados recuentos de la historia medellinense, pero nada de eso generaba la sensación de recorrido que quería transmitir. Tenía la obsesión de escribir una crónica que renunciara a exhibir un dato a cada paso, y que en lugar de eso se la jugara por mostrar en escenas el nacimiento, vida y sepultura de la Santa Elena. Notas de campo tenía de sobra, pero la observación sin los documentos que ceñudos me miraban de reojo tampoco tendría el peso suficiente y la historia sería superflua. Probé escribir en tercera persona, que me facilitaba narrar la historia de los personajes en los que decidí centrarme, pero lo que había visto y sentido me exigía usar el yo. Ensayé intercalar la tercera y la primera persona, pero me sentía torpe para incluir la información documental, que aparecía entonces aislada y grandilocuente.
Decidí salir a andar, a mirar por última vez la quebrada antes de volver a las teclas, y por suerte tuve suerte. El sitio exacto en el que la quebrada se hunde en el cajón de concreto está a dos cuadras de mi casa. Y aunque sabía que ahí encima alguien tenía su hogar, nunca antes me habían abierto la puerta o dado alguna respuesta del otro lado. Pero ese día una mujer abrió. Y me mostró sin pudor su desorden y su pequeño zoológico casero a varios metros sobre el agua sucia, amenazado siempre por un roedor enorme que le mataba sus pollos y conejos.
Salí emocionado, con los dedos ansiosos, pero no sé por qué me dejé arrastrar por la corriente y bajé por la avenida, siguiendo sus curvas y calculando desde arriba mi recorrido subterráneo. Y de pronto en uno de los cruces encontré un hombre que ofrecía unas cuarenta especies diferentes de animales, todos de caucho, y entre ellos una iguana, ese bicho verde y de aspecto prehistórico que ya se había convertido en un símbolo de todo lo que había averiguado. Y si en la mujer encontré el comienzo, la iguana era sin duda el final. Sólo esas dos cosas me faltaban.
Compré el animal y lo puse junto al teclado como un amuleto. Y para pasar rápido sobre el conflicto entre primeras y terceras personas, opté por la segunda persona del singular, y en presente, tal como se usa en Medellín, con el ‘vos’: ‘entrás, mirás, escuchás, pensás...’. Y supuse que le estaba dando a algún vecino de confianza las instrucciones para descubrir paso a paso la historia de esa quebrada que la ciudad estaba perdiendo –que aún lo hace– y que yo había encontrado por andar buscando algún engendro imaginario.
El resultado es un poco fatigante para el lector. Y tiene torpezas. Pero al fin y al cabo fue un experimento, y me permitió mostrar, recordar y citar, y contar así la historia de ‘Los bichos invisibles de la vieja Elena’ con dos botas de caucho calzadas en los pies”.
Releyendo a Juan Miguel recuerdo a mis alumnos dibujando en el tablero las estructuras de sus crónicas y la timidez a la hora de darles nombres: cruz, caracol, carrilera, espiral, vía láctea, trenza, camándula, burbuja, cien pies, libro, mariposa, catedral, cadena, pirámide, reloj, zigzag. Con palabras como éstas, que refieren a una forma, los chicos construyen la estructura de su texto que es el sostén de la versión de la realidad que cada uno propone. Dibujar la estructura, que puede parecer un juego de niños es, en verdad, el resultado de un proceso complejo: búsqueda de información, ordenamiento de los datos, contrastación de las informaciones, análisis del material recolectado, disposición del material, interpretación de las situaciones, elaboración de una respuesta, construcción de un relato verdadero sobre la vida real. Cuando el narrador descubre que su crónica se llamará, por ejemplo “trenza”, ya ha tomado las decisiones fundamentales en cuanto a la jerarquía de los elementos, los puntos de conexión entre ellos, la voz que los anudará y la intencionalidad de la narración.
La crónica pretende ser una huella escrita para un público lector. Es en ese sentido que se pasa de lo periodístico a lo literario. La vigencia histórica de la crónica si bien está atada en muchos casos a la importancia del hecho que se narra, lo está la mayoría de las veces al encanto y la atracción que el texto ejerce sobre el lector. Estamos hablando de escribir la literatura de la realidad. Allí lo representado adquiere valor estético por la búsqueda de voces inéditas, por el juego de las temporalidades y por los sentidos que produce la estructura narrativa.
Hay textos periodísticos que sin tener un valor literario y estético son inolvidables y son trascendentales por la historia misma que cuentan. Hay otras crónicas, las mejores, que hablan de hechos simples de la vida diaria y que después de leerlas jamás se olvidan por la fuerza que le imprimió el periodista al escribirla.
La crónica –para decirlo con justicia periodística– es una autoría múltiple. Allí aparecen versiones que son narradas por voces diversas que hacen parte de lo que llamamos el inconsciente colectivo. Además el lector sigue el texto dejando que hablen en él otras voces importantes y olvidadas que están estrechamente ligadas a sus recuerdos, a sus deseos, a sus imaginarios. Es ahí, en ese encuentro de muchas formas del decir que la crónica es una narrativa estética que permite diálogos y polifonías.
Tomás Eloy Martínez, periodista y escritor argentino, dice que “el periodismo encuentra su sistema actual de representación y la verdad de su lenguaje en el momento que se impone una nueva ética. Según esta ética, el periodista no es un agente pasivo que observa la realidad y la comunica… es una voz a través de la cual se puede pensar la realidad, reconocer las emociones y las tensiones secretas de la realidad, entender el por qué y el para qué y el cómo de las cosas con el deslumbramiento de quien las está viendo por primera vez”[12].
Las palabras de Martínez me llevan a mi propia imagen de cronista limpiando una y otra vez mis lentes. Cada visita a La Cruz era una nueva aventura de mi ser y, confieso, las palabras no me alcanzaron para narrar a cabalidad ese mundo. Durante 1997 y 1998 experimenté tres veces la escritura de ese relato. En el primero decidí que Eloisa sería la única protagonista. Sin duda con ella compartí la mayor parte del tiempo del trabajo de campo y ello, seguramente, me llevó a considerarla el personaje que mejor transmitía la experiencia del desplazamiento forzado. Su mano me llevó por sesenta cuartillas que reconstruían su historia según mis palabras: “El cabello recogido en la base de la nuca, los ojos hundidos en su piel cuarteada, la boca abriéndose paso entre incontables pecas, los brazos gruesos manchados por el sol, el cuerpo rollizo y moreno envuelto en un traje que fue negro y los pies posados sobre la tierra desnuda le daban un aire de viudez conmovedor”.[13]
Algunos meses después de descargar el punto final, releí la crónica. Comprendí que el carácter masivo del desplazamiento de población no se representaba en el texto. La historia de Eloisa era, a mis ojos, grandiosa en su particularidad pero corría el riesgo de hacerse única en un país poblado por desplazados. Así que emprendí la segunda escritura. En ella reconstruí el itinerario de cinco mujeres viudas que emprendieron la huída del campo y el asentamiento en la ciudad: “Diocelina y Virgelina esperaron a que todos los niños se durmieran, a que el barrio quedara cubierto por la oscuridad. A la media noche salieron armadas de herramientas, cargaron la casa que los dueños del solar dejaron en ruinas, y con el primer golpe a la tierra tomaron posesión de un lotecito plano, de tres metros por cuatro, ubicado a la vera de un camino, codiciado por muchos y solamente invadido por ellas.
Al amanecer, el nuevo rancho estaba casi concluido: paredes de teleras: tablas gruesas y largas que la ensambladora de Renault regalaba a quien se acercara a su puerta, techo de fieltro y piso de tierra. En él se metieron Diocelina, Rigo y las seis niñas, la séptima ya venía en camino, y nacería con toda seguridad en Medellín.
En sus casitas de madera y tierra hicieron su nueva vida los Guerra. Cuando lograron traer hasta sus casas cables de energía de los cientos, que como patas de araña subían ilegalmente por el morro desde Manrique; cuando un hilo de agua llegó a través de una manguera unida a decenas que se arrastraban por la tierra como serpientes para chupar agua de un tanque de Empresas Públicas; cuando cavaron hoyos que sirvieran de letrinas; y cuando pasó el primer aguacero y los ranchos se mantuvieron firmes, los hombres decidieron volver a Mulatos a recoger la cosecha que habían dejado en flor, y las mujeres se quedaron criando una hilera de hijos en una tierra desconocida, donde se sentían extranjeras.
Así las encontró Eloísa Oliveros unos días después de su llegada. Cuando se atrevió a salir de su rancho para conocer el nuevo territorio, caminó unos minutos siguiendo las vueltas del camino. Fue un poco hacia el norte, y a pocos metros de su casa encontró a Diocelina y juntas caminaron un poco más para visitar a Virgelina y a María de los Santos.
Fue una bienvenida simple, con sonrisas y abrazos tímidos, pero muy reconfortante para las tres. De la visita de aquella tarde, que duró hasta que el sol cayó y las bombillas comenzaron a echar luz sobre los caminos de tierra, quedó claro que, a pesar de la extraña guerra que se libraba en esas calles, se sentían seguras. Y también, que a pesar de los años en La Cruz –nueve Virgelina y ocho Diocelina– seguían siendo extranjeras en una tierra que ya habían afirmado con sus pies y sembrado con sus manos. Sentían pertenecer a las entrañas mismas de las montañas de Mulatos, a donde ya sabían que no regresarían. Ni siquiera a morir”.[14]
Unos seis meses pasaron antes de que volviera sobre las líneas de la segunda versión. Su lectura me dejó un amargo sabor. Si bien el texto crecía en voces y vivencias no lograba, a mi modo de ver, describir los múltiples cruces de historias. La vida de una persona no es un recorrido lineal. Y menos, las de estas mujeres que crecieron como vecinas en el mismo campo y llegaron al mismo barrio citadino desplazadas por los actores armados. Así que la estructura uno fallaba por su simpleza y la segunda, por su falta de conexión entre la vida de los protagonistas. Por esto emprendí la tercera escritura.
Un mapa ocupa varias hojas de mi libreta. En él intenté construir los recorridos de los personajes y marcar los puntos de intersección. Esa estructura, que podría llamarse “Huellas del agua en la playa”, daba cabida a una polifonía de voces que narran el hecho continuo, sorpresivo, fuerte y aparentemente caótico que es el desplazamiento masivo de población. Una vez ordené cronológicamente los hechos, contemplé una línea sinuosa dibujándose en mi libreta. De pronto, recordé cómo se veía la playa desde la terraza de uno de los edificios más altos de Bocagrande, en Cartagena, durante un atardecer de “mar picado”, como llamamos los montañeros a la marea alta. El agua salada dejaba una estela brillante sobre la arena a la que pronto se sumaba otra y otra haciéndose confusos los contornos de cada una.
Un fragmento de la crónica permite intuir esas huellas del agua en la playa: “También María Rosmira Ramírez sintió el vértigo que produce trepar a toda velocidad por las calles laberínticas del barrio Manrique de Medellín. El segundo piso de una casa iluminada y amplia fue el primer hogar que Medellín le entregó a ella, a sus cinco hijos y su esposo, que sólo allí pudo empezar a recuperarse de las heridas que le produjo su estancia forzosa de quince días entre las filas del ejército.
María Rosmira como Eloísa Oliveros, vivió los mejores años de su vida en las orillas del río Mulatos un poco más al centro, en las tierras que ya son de Turbo. Altos de San José de Mulatos se llama su vereda, y ese es, también, el nombre que le recuerda la atrocidad. ‘A veces avisaban que iban a hacer una batida o que nos saliéramos mientras hacían un operativo. Nos tocaba salir, y dejar la casa sola y dejar todos los animales. El ejército alzaba con todo. Se comía las gallinas y los marranos. No dejaban nada’. Fue en una de esas batidas, cuando María Rosmira no alcanzó a empacar la ropa de los niños, que se llevaron al marido.
Ella lo vio emprender la marcha con morrales de soldados al hombro y una palidez que Rosmira no olvidó en los quince días que duró su ausencia. Cuando los soldados dejaron la casa, deshizo el equipaje y decidió esperar el regreso de su esposo. ‘Lo cogieron con otros hombres de la vereda y se lo llevaron detenido para los montes. A unos los torturaban y les hacían males. A unos los chuzaban con un alfiler’, recuerda con pesadumbre. La misma noche que el esposo regresó a la casa, después de caminar más de dos días intentando encontrar el camino de regreso, empacaron todo y buscaron una posada en la vereda de San José de Mulatos. Después de unos días allí empezaron a creer que la tranquilidad estaba en Medellín y, sin consultarlo con nadie, tomaron un bus que los trajo a la ciudad.
Apenas llevaba dos meses en la nueva casa ubicada en el corazón de Manrique, cuando ocurrió lo que tanto temía. En la bolsita del dinero, apenas quedaban dos mil pesos que alcanzaban para comer mal durante una semana. Esa mañana, Rosmira empezó a mirar para el cerro repleto de casas apiñadas que se veía desde su ventana. Sintió miedo al comprender que ese era su destino final. Buscó a viejos amigos de Mulatos que ella había visto una o dos veces, y ellos la llevaron a su nuevo rancho de tablas levantado sobre la tierra pelada.
También del Alto de Mulatos llegó en 1989 Germán Oquendo. Traía el corazón partido por haber dejado a la mamá en la soledad de su vereda y por haberse despedido para siempre de la tierra a la que sentía pertenecer. Germán fue de los que viajaron de Peque a Urabá metidos entre canasticas a principios de la década de los setenta. Así que era de Peque, como todas las mujeres que acompañaron a sus maridos en ese primer éxodo, pero se sentía de Mulatos porque esa fue la tierra que sus pies sintieron por primera vez.
Todavía sentía miedo a las tinieblas cuando escuchó la voz de un hombre que hablaba como dando órdenes y los pasos de muchos otros, tal vez diez, tal vez veinte. Cuando se tiró de la cama ya sus hermanos mayores intentaban tumbar una de las tablas de la casa para no salir por la puerta principal. En calzoncillos, sin camisa y con los zapatos en la mano lograron salir y esconderse en el monte. Así recuerda Germán el final de esa noche: ‘Pero a un hermano mío, Jesús Arley, lo cogieron en el patio y lo mataron. O al menos eso creemos nosotros, porque ellos se lo llevaron y nunca volvimos a saber de él, ni vivo ni muerto’”.
El profesor argentino Damián Fernádez Pedemonte dice que “el relato es un analogado del acontecer. La manera más inteligible de articular acontecimientos, salvando las lagunas documentales con la imaginación y con pruebas conceptuales, es el relato interpretativo. La verdad de ese relato no es una cuestión de juicios y referencias, referencias que cuando el periodista narra ya no están, si no de la adecuación del mundo promovido por el texto con los documentos de los que se parte, de un lado –relación del relato con la historia– y de los mundos propuestos como lo deseable, de otro lado, relación del relato con la ética y con la sociedad–”[15].
La cita anterior me ha dado pie a sostener que la tercera versión de “Los Vencidos”, calificada por los primeros lectores como avasalladora por la cantidad de nombres y lugares, es la que mejor construye el mundo de las desplazadas que conocí. Al fin, la vida de estas mujeres está llena de trampas, nudos y encrucijadas que encontraron un lugar en mi relato. Al fin de cuentas, el desplazamiento forzado de población es un proceso que debe golpear el alma; y una buena crónica debe lograr, como nos enseñaron los maestros, que el lector piense, al menos por un momento, en la suerte de los demás.
Patricia Nieto. Universidad de Antioquia, Colombia.

[1] Goldman, Francisco, (1999) Un mundo sin verdad, Madrid, Casa de América.
[2] Osorio, Raúl, (2000) “Polifonía de saberes. Por una epistemología del reportaje”, en revista Folios nº 5, Facultad de Comunicaciones. Universidad de Antioquia, julio, p.61.
[3] Sims, Norman, (1996) Los periodistas literarios o el arte del reportaje personal, Bogotá, El Áncora editores.
[4] Berger, John, (2004) El tamaño de una bolsa, Buenos Aires, Taurus, p. 19.
[5] Kapuscinski, Ryzard, (1987) Another Day of Life, Londres, s.e. p. 66.
[6] Kapuscinski, Ryzard, (2003) Los cinco sentidos del periodista (estar, ver, oír, compartir, pensar), México, Fondo de Cultura Económica, Fundación Para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, Fundación Proa, p. 82.
[7] Kramer, Mark, (2001) “Reglas inquebrantables para los periodistas literarios”, en: El Malpensante, nº 32, Bogotá, agosto-septiembre, p. 78.
[8] Hoyos, Juan José, (2003) Escribiendo historias. El arte y el oficio de narrar en el periodismo, Medellín, Editorial Universidad de Antioquia.
[9] Nieto, Patricia, “Los vencidos: cuando el hogar es otro país”. Inédito.
[10] Sierra, Francisco, “Función y sentido de la entrevista cualitativa en investigación social”, en Galindo Cáceres, Jesús, (1998) Técnicas de investigación en sociedad, cultura y comunicación, México, Addison Wesley Longman.
[11]Bernabé, Mónica, “Prólogo” a Cristoff, María Sonia, (comp.) (2006) Idea Crónica. Literatura de no ficción iberoamericana, Buenos Aires, Beatriz Viterbo Editora/Fundación TyPA, p. 12.

[12] Martínez, Tomás Eloy, “Defensa de la Utopía”. Discurso ofrecido en el Seminario Taller Situaciones de Crisis en medios impresos. Santa Fe de Bogotá. Marzo de 1996.
[13] Nieto, Patricia., “Los Vencidos”. Primera versión. Inédito.
[14] Nieto, Patricia, “Los vencidos: Cuando el hogar es otro país”. Inédito.
[15] Fernández Pedemonte, Damián, (2001) La violencia del relato. Discurso periodístico y casos policiales, Buenos Aires, Ediciones la Crujía, p. 93.