30 de junio de 2009

CUENTOS-La señorita Wilson.Pedro Orgambide

Los vecinos dicen que es una vergüenza. No es posible, dicen, tener esa pieza de madera en la terraza, sobre lodo ahora que vamos a comprar los departamentos en propiedad horizontal. Es como tener una mancha de grasa en el smoking. Así piensa Luchini. el importador de géneros, aunque es poco probable que haya usado smoking alguna vez. Pero lo dice y los vecinos asienten. Sí, es una verdadera vergüenza, opina la señora de Guzmán, y también Magda (no lo hubiera creído) esa chica que pasa avisos por televisión. Estamos reunidos en el departamento del arquitecto y hablamos de una pieza de madera. Estamos todos o casi todos los vecinos de la casa. Todos, menos la señorita Wilson. No la hemos invitado. Ella no va a comprar su departamento. Y además, ¿se puede llamar departamento a esa pieza de madera? La señorita Wilson vive allí desde hace quince años. "Es inconcebible —dice el arquitecto- que en una casa como ésta se haya permitido edificar una covacha sólo para beneficiar a esa mujer". Pero parece que el dueño tenía buen corazón o quería ganar un poco más. Vaya uno a saber. Lo cierto es que la señorita Wilson vive allí, entre nosotros y el cielo.
"¡Oh, no, es imposible tener ese adefesio, allí!", opina Ruiz, el muchacho del cuarto piso. Se acaba de casar y escucha hermosos conciertos en su tocadiscos. ¿Cómo? ¿También él? Yo he visto a la señorita Wilson en la tenaza, escuchando una sinfonía de Mozart que se empinaba por las paredes grises y subía hasta los cables tendidos y las antenas de televisión y las nubes de un atardecer en Buenos Aires. Y me pareció que la señorita Wilson sonreía. No con la sonrisa de sus sesenta años, sino -¿cómo decirlo?- con una sonrisa joven, la que tendría cuando estudiaba, cuando leía a Marlowe sin entenderlo o cuando veía cruzar, por la pradera inglesa a uno de esos jinetes como los que tiene en los cuadritos. Pero Ruiz dice que es un adefesio (ella o su casa, ya es lo mismo) y apenas si oigo lo que dice Magda.
Ah, sí, las medias, la señorita Wilson no respeta la ordenanza municipal. Tiene un perrito. Y el perro, dice Magda, un día le destrozó las medias que había colgado en la terraza. Luchini la mira. Magda tiene hermosas piernas. Cada vez que pasa un aviso por televisión la cámara las enfoca. Deben estar aseguradas en un millón de pesos, por lo menos. Claro, ahora no cuelga más sus ropas en la terraza. Las manda al lavadero. ¡Hay tanto trabajo en la TV! Y, según dice, muy poca gente de confianza para el servicio doméstico. Las mujeres asienten. Se han olvidado del perro de la señorita Wilson. ¿Qué importancia tiene un perro comparado con la TV?
Pero para ¡a señorita Wilson tal vez el perro sea una de las pocas cosas que importan en su vida. La señorita Wilson le dice: "¡Tony! ¡Tony! ¡Come here, Tony!". Y el peno va hacia ella, deja de jugar y de mover la cola y siente la caricia de unos dedos demasiado finos, una caricia que pareciera volver sobre sí misma.
"Podríamos comprar el departamento entre todos y buscarle una comodidad a la inglesa". ¿Quién dice eso? No lo sé. Alguien opina que en una pensión estaría mejor que en esta casa. Hay una señora que habla de pensiones para señoritas. Son lugares "correctos". Pero también son "correctos" los asilos y son tristes. Lo digo y los demás me miran como a un loco.
"No nos trate de desalmados", se defiende el arquitecto y se acerca para despejar el malentendido. "Vamos, vamos, somos vecinos, nunca hubo una palabra más alta que otra entre nosotros. ¿Es así o no? Nadie quiere mal a esa mujer. Pero a usted mismo, a usted que le gustan las cosas bellas de la vida, le tiene que molestar esa covacha encima de su departamento. Porque no puede negar que la señorita Wilson tiene costumbres raras. Es espiritista o algo parecido. Y hay días en que viene gente muy rara a visitarla, gente que canta salmos o cosas por el estilo; en fin, gente que no es como nosotros". Le explico que la señorita Wilson es evangelista. Y que la oí predicar en una plaza. Los vecinos callan, divertidos. ¡Eso sí que no lo sabían! La inglesa predicando en una plaza. Nunca lo hubieran imaginado. Si un grupo de hombres y mujeres canta, y de pronto uno de ellos dice que la hermana Wilson (no sé si la llaman por su apellido o le dicen simplemente hermana) hablará para todos.
-¿Y qué dice? ¿Qué dice? -pregunta Magda, curiosa. Porque al fin
es casi colega suya. También la señorita Wilson tiene su público
conscriptos aburridos que no encuentran muchachas en el parque, un
matrimonio "haciendo tiempo" antes de entrar en el cine, algún ocio
so como yo, y unos cuantos viejos, más preocupados que nosotros
por las cosas del cielo.
¿Y qué dice la señorita Wilson? Habla de la bondad, de Jesús, de los pecadores, del pan, de la sal y del vino, habla con los ojos fijos en el cielo. Y dice; "Yo he sido pecadora".
-¿Dice eso? -interrumpe Magda.
-Dice eso.
Es imposible imaginar a la señorita Wilson pecadora. Y menos en los pecados de la carne, que son los primeros en los que pensamos. Quizá la señorita Wilson se refiera a sus años de mujer joven, cuando trabajaba como institutriz en casas de familias importantes, en algún vago amor con el padre de un alumno. O en la avaricia. En un tiempo ganaba su dinero con placer. O en la gula. Hubo una época en que comía dulces y bombones hasta el hartazgo. Es cómico. Después tuvo diabetes y el médico la condenó a un régimen frugal. Ahora es delgada, ascética y, como dicen las mujeres, nada femenina. Me parece verla en el parque: alta, con el cabello recogido sobre la nuca, el cuello emergiendo de una blusa monacal, la pollera lisa contra las piernas Unos ridículos botines. Y esa voz, esa voz de pájaro que hace reír a Magda.
-¿Y qué dice? ¿Qué dice? -preguntan los vecinos.
La señorita Wilson, con toda su voz y ante las risas sofocadas de algún intruso, dice:
Las que confían en sus haciendas, y de sus riquezas se jactan.
Ninguno de ellos podrá de manera alguna redimir al hermano y dar a Dios su rescate.
-No entendí nada -comenta Magda. -¿Pero qué hora es?
Es tarde, sí, y tiene que ir al estudio. Es una lástima que no pueda quedarse. Se ha divertido tanto con el cuento de la inglesa! Me lo agradece como si yo hubiera inventado a la señorita Wilson.
-¡Miren que ponerse a hablar en la plaza! ¡Es rarísima!
"Habría que ayudar de alguna forma a esa pobre mujer", comenta alguien. Y todos estamos de acuerdo. Hay que ayudar a la señorita Wilson. Los buenos vecinos proponemos una indemnización si ella se va. Una parte el dueño y otra nosotros. Tal vez la señorita Wilson pueda vivir en un templo evangelista. Pero algún entendido explica que no hay que confundir esos templos con los albergues del Ejército de Salvación. Allí sí tienen camas. No, no vamos a discutir eso. La señorita Wilson ya va a encontrar un lugar. Lo importante es que acepte. ¿De acuerdo? La generosidad, como la risa, es contagiosa. No, yo no estoy de acuerdó. ¿Pero cómo explicarles? ¿Cómo decirles que la señorita Wilson no puede llevar a cualquier parte sus muebles viejos, las mantelerías que no usa, la caja de los remedios, las manías, los hábitos, los cuadritos con los jinetes que corren por la pradera inglesa? Y Tony ¿O no han pensado en Tony?
La muerte vino en ayuda de la señorita Wilson. Magda se llevó a Tony. Le rompe las medias pero la divierte. Los demás vivimos sin zozobras. El mundo está lleno de pequeños e inocentes asesinos como nosotros. La señorita Wilson fue la elegida. Por eso su corazón, al enterarse de nuestros proyectos, tuvo la delicadeza de dejarse morir.