30 de junio de 2009

CUENTOS-Los pasos perdidos.Alejo Carpentier

En torno mío cada cual estaba entregado a las ocupaciones que le fueran propias, en un apacible concierto de tareas que eran las de una vida sometida a los ritmos primordiales. Aquellos indios que yo siempre había visto a través de relatos más o menos fantasiosos, considerándolos como seres situados al margen de la existencia real del hombre, me resultaban, en su ámbito, en su medio, absolutamente dueños de su cultura. No era más ajeno a su realidad que el absurdo concepto del salvaje. La evidencia de que desconocían cosas que eran para mí esenciales y necesarias, estaba muy lejos de vestirlos de primitivismo. La soberana precisión con que éste flechaba peces en el remanso, la prestancia de coreógrafo con que el otro embocaba la cerbatana, la concertada técnica de aquel grupo que iba recubriendo de fibras el maderamen de una casa común, me revelaban la presencia de un ser humano llegado a maestro en la totalidad de oficios propiciados por el teatro de su existencia. Bajo la autoridad de un viejo tan arrugado que ya no le quedaba carne lisa, los mozos se ejercitaban con severa disciplina en el manejo del arco. Los varones movían potentes dorsales, esculpidos por los remos; las mujeres tenían el vientre hecho para la maternidad, con fuertes caderas que enmarcaban un pubis ancho y alzado. Había perfiles de una singular nobleza, por lo aguileño de las narices y la espesura de las cabelleras. Por lo demás, el desarrollo de los cuerpos estaba cumplido en función de utilidad. Los dedos, instrumentos para asir, eran fuertes y ásperos; las piernas, instrumentos para andar, eran de sólidos tobillos. Cada cual llevaba su esqueleto dentro, envueltos en carnes eficientes. Por lo menos, aquí no había oficios inútiles, como los que yo hubiera desempeñado durante tantos años. Pensando en esto me dirigía hacia donde estaba Rosario, cuando el Adelantado apareció en la puerta de una choza, llamándome con jubilosas exclamaciones. Acababa de dar con lo que yo buscaba en este viaje: con el objeto y término de mi misión. Allí, en el suelo, junto a una suerte de anafre, estaban los instrumentos musicales cuya colección me hubiera sido encomendada al comienzo del mes. Con la emoción del peregrino que alcanza la reliquia por la que hubiera recorrido a pie veinte países extraños, puse la mano sobre el cilindro ornamentado al fuego, con empuñadura en forma de cruz, que señalaba el paso del bastón de ritmo al más primitivo de los tambores. Vi luego la maraca ritual, atravesada por una rama emplumada, las trompas de cuerno de venado las sonajeras de adornos y el botuto de barro para llamar a los pescado-res extraviados en los pantanos. Ahí estaban los juegos de caramillos, en su condición primordial de antepasados del órgano. Y ahí estaba, sobre todo, dotada de la cierta gravedad desagradable que reviste todo aquello que de cerca toca a la muerte, la jarra de sonido bronco y siniestro, con algo ya de resonancia de sepultura, con sus dos cañas encajadas en los costados, tal cual estaba representada en el libro que la describiera por vez primera. Al concluir los trueques que me pusieron en posesión de aquel arsenal de cosas creadas por el más noble instinto del hombre, me pareció que entraba en un nuevo ciclo de mi existencia. El objeto crecía en mi propia estimación, ligado a mi destino. La misión estaba cumplida. En quince días justo había alcanzado mi objeto de modo realmente laudable, y, orgulloso de ello, palpaba deleitosamente los trofeos del deber cumplido. El rescate de la jarra sonora -pieza magnífica- era el primer acto excepcional, memorable, que se hubiera inscrito hasta ahora en mi existencia. El objeto crecía en mi propia estimación, ligado a mi destino, aboliendo, en aquel instante, la distancia que me separaba de quien me había confiado esta
tarea, y tal vez pensaba en mí ahora, sopesando algún instrumento primitivo con gesto parecido al mío. Permanecí en silencio durante un tiempo que el contento interior liberó de toda medida. Cuando regresé a la idea de transcurso, con desperezo de durmiente que abre los ojos, me pareció que algo, dentro de mí, había madurado enormemente, manifestándose bajo la forma singular de un gran contrapunto de Palestrina, que resonaba en mi cabeza con la presente majestad de todas sus voces.