1 de julio de 2009

CUENTOS-Las vacas pastan fuera del infierno. Gustavo larussi

Las vacas pastan tranquilas en el campo. De improviso aparecen dos hombres a caballo y las arrean. Lentamente las conducen a una rampa y de a una pasan por el sello de fuego. Se quejan y tiran patadas contra el cerco de madera. Pasa un día.
Los mismos hombres aparecen y vuelven a arriarlas. Lentamente se enfilan y suben a otra rampa. Ahora las encierran y el camión emprende un camino que las vacas desconocen. Una de ellas voltea hacia atrás y ve cómo algunas de sus hermanas se transforman en pequeños puntos perdidos en el campo. Pasan unas horas.
El camión se detiene frente a un enorme galpón con un cartel aún más grande que dice: Matadero Municipal. Las vacas no saben leer. Bajan lentamente y se descomprimen. Algunas respiran con dificul¬tad y otras estiran sus músculos o lo que queda de ellos. Varios hom¬bres las conducen por un sendero rojo y resbaladizo. Entran al galpón. Las separan en dos grupos
Las primeras son ubicadas en celdas individuales y una a una son electrocutadas. Sangran por la nariz y sacan la lengua. Las patas se les abren y se derrumban. Los ojos parecen salirse de sus cuencas y se detienen. Las que quedan, las del segundo grupo, también son encerradas en celdas, varios hombres se les acercan y las derriban a mazazos. Generalmente les apuntan a la cabeza. Las vacas se desploman y las patas tiran golpes casados y temblorosos. Se superponen los mugidos y las exhalaciones. Finalmente se rinden.
Los hombres les sacan el cuero y las cuelgan de unos ganchos. Algunas todavía sangran. Pasan unos días.
Las suben a un camión. Pasan unas horas. Llegan a un local enorme con un cartel luminoso que dice Carnicería. Allí son descuartizadas y sus partes puestas en exhibición. Las que quedan son subidas a un carrilín que las conduce al puerto. Allí son cargadas en un buque de bandera alemana. Destino final: Danzig. Pasan veinte días. Son descargadas en el puerto.
Una porción de ellas es llevada a Varsovia. Las que quedan son embaladas en cajas herméticas y un hombre escribe sobre ellas un mensaje: "Obergruppenfhürer, Klaus Heinkel Comandante de campo. Obsequio de la Embajada Argentina en Berlín". Pasan unos días.
Heinkel supervisa el último envío. Un tren se detiene. Un tumulto de uniformes negros y ojos azules abren las puertas de los vagones y ladran. A culatazos bajan hombres, mujeres, niños y ancianos. Otros no bajan porque ya no pueden. Los hombres de negro los arrojan fuera del tren como si fuesen trapos.
El contingente es dividido en dos grupos. Mujeres, niños y ancianos por un lado y hombres jóvenes y fuertes por el otro. A los primeros los conducen a un galpón al que le cuelgan duchas y a los segundos los visten a rayas, les ponen un sello en el brazo y se los llevan a cavar fosas gigantescas.
Heinkel se retira de la escena. Sube a su despacho y pide a su asistente que cocine esa carne venida de Buenos Aires. Pasa una hora.
Heinkel destroza la carne entre sus dientes y parece disfrutarlo. Heinkel detiene su almuerzo. Un joven de traje a rayas lo mira. El comandante se irrita. Baja de su despacho masticando esa carne con furia. Deja ver sus dientes enrojecidos y entre insultos le ordena al esclavo que voltee. Saca su pistola y le mete un tiro en la nuca. Dos
asistentes se llevan el cuerpo y lo cargan en una carretilla con oíros tantos más. Heinkel vuelve a su despacho.

Se abren las puertas de las duchas y una montaña de cu aparece. Los cargan en camiones y se los llevan al bosque. Heinkel enciende un cigarrillo después del almuerzo y deja que su mirada trasponga los alambres. A lo lejos ve un pequeño grupo de vacas que pastan tranquilas fuera del infierno.