19 de noviembre de 2009

CRONICAS-Operación ja ja_Carolina Reymúndez

Crónica publicada en la revista Etiqueta negra. Septiembre de 2004.

Los empleados de seguridad no se ríen. Por lo menos, los de canal 9, Buenos Aires, Argentina. Son tres y para dejarme pasar hacen llamados, verifican, revisan, anotan. Mientras tanto miran de reojo «Policías en acción», en Reality TV. Después de todo, trabajan en televisión y aprendieron que los minutos valen. Atravieso un largo pasadizo empedrado y oscuro que desemboca en un túnel luminoso. A partir de ahora, todo es luz, aunque afuera sea de- nuche. A partir de ahora, todo lo que no sea el canal, la producción, el programa, será un vago recuerdo. Esto ya no es el mundo real. Esto es la televisión.
—Nena, ¿vos sos la periodista? —me pregunta un hombre que podría tener cincuenta o setenta años. Un hombre teñido de castaño claro, sin edad, un bicho de la tele,
—Eh. Sí.
—Ahí están los de la clac —dice y señala un puñado de seis personas, sentadas en un rincón, en sillas de plástico.
—¿la clac?
—Si, los reidores, en el ambiente los llamamos la clac.
Claque viene del francés, aplauso, pero en Argentina mutó en clac. Así se les dice a las risas y aplausos, a los reidores de televisión. Ellos mismos no saben por qué se llaman así ni de dónde viene el nombre, pero llevan la clac en el pecho, con la pasión de un hincha.
Volvamos al estudio, donde ahora se está grabando «La Peluquería de Los Mateos», una nueva versión de «La Peluquería de Don Mateo», la comedia que hacía «el gordo» Jorge Porcel por los años ochenta y que siguen copiando. La clac está en un costado del estudio, lejos de los reflectores y frente a un monitor. Tiene una pequeña trinchera de quince sillas aunque ellos son cinco o seis, como máximo, según me dijo más tarde el productor del programa «por un tema de presupuesto». También me contó que Canal 9 «obviamente» no tiene el dinero de la Sony, que para hacer la serie Friends usa un coro de cuatrocientos reidores. Lo graba una vez y después sólo se aprieta el play.
—Acordate que estamos en Argentina —remató Daniel Pereira, levantando las cejas con una resignación levemente indignada.
Los reidores cumplen horario como cualquier empleado de banco. Entran al mediodía y se quedan hasta las nueve de la noche. Cobran entre veinte y treinta pesos por una jornada de carcajadas. Pero no todos van todos los días. Las sillas son su refu¬gio. Apoyan el almuerzo que traen de casa, un libro, el tejido, el café de la máquina que está en el pasillo. Conversan, se cuentan las vidas, esperan. Que pase un ensayo y otro y uno más. Ahora, sí, va con risas.
«Éste es Telebroche, el noticiero de la noche. Y yo soy Queti Pairó. En esta foto de la boda real vemos a la familia española posando junto a Alejandro Toledo, el presidente del Perú y su esposa, vestida en technicolor. Como se ve, el presidente Toledo subió un escalón, comentando a su mujer: A mí estos lungos no me van a cagar.»
Juaaaaaajujujujajujajajajajajajajajujajajuujaaaaajujujaja. La risa de un reidor es como una canción: tiene un principio, un medio, un final. También tiene alguien que la guía con gestos, con miradas. Más suave, más fuerte, clamorosa, murmullada, contagiosa. En este programa ese alguien es Daniel Pereira, un hombre orquesta: es productor, se encarga de la publicidad, dirige las risas y es la mano derecha de Gerardo Sofovich, empresario, productor, director y creador de ésta y muchas comedias. Pereira tiene unos treinta y cinco años, cara de profesor de matemáticas, gafas con el vidrio sucio y actitud grave. Después de conversar un rato me dice, a la volada, que es técnico electrónico, pero por las vueltas de la vida, terminó en la tele.
Pereira se sienta frente a los reidores, con unos auriculares por .donde escucha el programa. Porque en esta historia insólita los reidores muchas veces ni escuchan los chistes. Él marca cuándo empieza la risa. Con una risa, claro. Los demás lo siguen. Me dice sobre él un hombre de la clac:
—¿Viste los pollitos, que si la mamá no les grita se van para cualquier lado? Él es nuestra mamá, nosotros seguimos sus manos, sus indicaciones.
Pereira es la madre de los reidores y por propiedad transitiva es madre de su propia madre, que hace unos años es parte de la clac. Cuenta él que la trajo porque «siempre se rió bien y estaba sin laburo». Y su madre dice que él la trata como a cualquiera. «Si me tiene que llamar la atención, no tiene ningún problema. ¿No, Susana?», le pregunta a una compañera.
Susana Pazos es una rubia de salón de belleza, con piernas de jirafa y la nariz finita como la punta de un lápiz recién afilado. Tiene labios de los que pidieron ayuda para ser más gruesos y unas medias negras caladas que, me confiesa orgullosa, usa desde 1986. Empezó como secretaria del canal cuando tenía veintidós años. Más tarde fue figurita del legendario cómico argentino Tato Bores y vedette en el teatro Astros con Eddie Pequenino, actor y músico que no faltaba en el elenco de las revistas de los setenta. De las plumas de aquellos años, hoy queda su risa. Susana es viuda, tiene unos sesenta años y forma parte del sindicato de extras de televisión. Hace quince años que trabaja como reidora, incluso después del misterioso asesinato de su marido.
—Vivir es una comedia —me dice mientras teje un suéter para su hija—. Esto de reír es un arte. Me acuerdo el día que se murió mi papá. Era un viernes, yo lo enterré un sábado y el lunes me estaba riendo. Y mi papá fue lo más importante de mi vida —dice ella, tan alta, tan rubia, tan reidora.
Piden silencio en el piso. Siguen grabando el Telebroche, el último bloque de «La Peluquería». Atentas las risas. Susana Pazos se da vuelta y lo mira al maestro reidor. Ahora habla el conductor del noticiero. «Resulta que una familia de negros consigue una pomada mágica para cambiarse el color de la piel. El padre se la aplica a la mujer y ella queda blanca al instante. Después a la hija. P¬ero el hijo no quiere. Le dice: yo nací, vivo y moriré negro. No me quiero teñir. El padre, resignado, la mira a la madre, tan blanca como él, y le dice: ¿ves? hace cinco minutos que somos blancos y ya tenemos problemas con estos negros de mierda.»
Juajuajua. jijijiji, jejejejejeje, jooo jua jua jijijaajaaa jajaja. Carcajada feroz, blanca, abierta, trotando sobre el remate de la broma. Ja ja ja hasta que Pereira baja su mano lentamente frenando en el aire, como un mimo. También como un mago porque tiene que lograr que seis risas suenen como una tribuna. No cualquiera se ríe bien. En Argentina, para formar parte de la clac hay que ser miembro del SUTEP (Sindicato Único de Trabajadores del Espectáculo Público) y pasar una prueba de risas. Uno de los encargados de tomarla es Norberto Esperanza, alias Uvita, también conocido como el «Decano de los Reidores». Él se jacta de ser el único en el país que se ríe con las cinco vocales. Es decir, una misma risa va desde la ja hasta la ju y si quiere- puede volver, desde la ju hasta la ja. Dice que es una técnica, que la clave está en reírse con el diafragma, no con la garganta. Me contará más tarde que lo avalan treinta años de risas y aplausos.
En Buenos Aires hay unos cuatrocientos extras calificados que trabajan como reidores y pululan por los canales, de programa en programa, esperando que algún día un productor, un actor, un director, alguien los descubra y den un brinco ganador que los saque del lado oscuro de la tevé. Se escuchan unos golpes al estilo cacerolazo y alguien dice que hay veinte minutos de descanso. Aprovecho para acercarme a un reidor de unos cuarenta años, con un buzo polar con cuello alto.
—¿No te cansas de reírte?
—No, si me cuido la garganta no hay problema. Por eso como pastillas de miel a cada rato.

Se llama Ángel Valenzuela, tiene modales suaves y dice que no pierde la esperanza de ser alguien. Esa íntima esperanza vale para todos los reidores. La mayoría de ellos con los que hablo me dicen que quiere ser alguien. Alguien con mayúsculas. Como si ser reidor fuera un paso hacia ese destino de gloria. Existen mitos entre los reidores. Uno de los más escuchados es que el gran cómico Alberto Olmedo tuvo su época de reidor, que «por un sánguche y una coca», como me dice uno de la clac, lanzaba increíbles carcajadas, que alguien escuchó. A Valenzuela le gustaría mucho que el señor (Gerardo Sofovich) lo llamara para actuar, para hacer un bolo aunque sea. Se le llama bolo a la actuación de un extra, con o sin parlamento. Con Gerardo, como se lo conoce en el medio, tiene una relación de mucho respeto.
—Cuando lo veo pasar tiemblo como una hoja. Nunca hablamos, sólo lo saludo. Buenos días, señor; buenas tardes, señor.
— ¿Y de qué te gustaría actuar?
—Lo que me diga él. Él sabe cuándo va punto y cuándo va coma. Él sabe.
Parece que una vez, tiempo atrás, Valenzuela hizo un bolo y Sofovich lo felicitó. «Te juro que este estudio me quedó chico de lo feliz que estaba», cuenta con los ojos brillantes. Mientras hablamos, sentados en la trinchera de la clac, hay gente que va y viene. Hay un par de mellizas con faldas que apenas les cubren las nalgas y camisetas diseñadas para que sus pechos rebasen. Hay una productora con algo en brazos. ¿Un bebé? ¿Tan diminuto? Ahora que se da vuelta veo que es un perro pequinés. Después me enteraré de que es el pequinés enano de una de las actrices. Se llamaba Donatella, pero Gerardo lo rebautizó «Mierdita». Y todos le dicen así. En una esquina del estudio hay un joven, sin piernas, en una silla de ruedas, pero nadie sabe decirme quién es. Hay hombres cámara, que se pasan doce horas grabando, mirando buena parte de la vida por una pantalla de quince centímetros. Hay apuntadores, que corren con carteles gigantes y productoras de veinte años más preocupadas que el ministro de Economía. Mientras hablo con los reidores hay un hombre que me mira, que pasa y vuelve a pasar. Hasta que se acerca. Ahora entra en cuadro. Parece que le dieron un bolo en esta crónica. Y dice:
—¿Vos sos la que escribe? ¿Vos sabes todo lo que vi pasar por acá en cuarenta años? ¿Vos sabes quién soy? Cuando leas iluminación Hugo Lettieri, ése soy yo. Yo las escracho a todas —me dice y se ríe como el Guasón.
Una verdadera actuación. Y no espera respuesta, no le interesa. Escupe su bolo y sigue viaje. Justo cuando se da vuelta, se termina la pausa y continúa la grabación.
El esquema de «La Peluquería de Los Mateos» es más o menos así. El actor Rolo Puente y su peluquero conversan en la peluquería mientras entran y salen personajes, que les dan letra. Por lo general, chicas rubias y pulposas a las que Gerardo sí les dio el bolo. Ahora aparece una de ellas, las tetas descomunales y envuelta en un vestido azul, apretado como ropa de ciclista.

—Hola Roque, ¿Cómo le va? ¿Sabe que mis papás salieron y voy a necesitar que me presten un poco de plata? —le dice ella al cliente, que la mira con ganas, recostado en el sillón.
—Me imagino que vas a necesitar un par—dice él y ella pone cara de « Ay, Roque, no te hagas»
—Un par de billetes de cien, digo —remata Roque.

Juaaaaaaaa Jua jua jua ja ja jejajejejejajaja. Pereira manda una carcajada, lo sigue su madre y atrás va la risa contagiosa de Susana, que trabajó como vedette en la antigua versión de «La Peluquería» y en «Operación Ja Ja» y en todo lo que hiciera Gerardo, su padrino artístico. Susana se ríe con una risa contagiosa, que dispara las carcajadas de los hombres cámara. Ella se ríe. Más tarde pensará en los trece gatos que la esperan en la casa, en su marido asesinado hace algunos años, en su hija de veinte, que quiere estudiar criminalística. Eso será más tarde, ahora está en la tele y como me dijo hace unos minutos, «Acá te olvidas de todo».
Hasta que empecé a investigar sobre los reidores, no le había prestado atención a las risas de televisión, las pensaba corno una masa amorfa que incita y euforiza a la audiencia. Hasta hace poco no sabía si las risas eran grabadas o en vivo. Ahora, no puedo dejar de escuchar las risas, de clasificarlas. Incluso creo que sin la clac, la televisión sería un fracaso. Los chistes suelen ser tan malos, que sin esa cosquilla, estos programas olerían a bochorno. Dejarían de existir. Hace poco leí que el profesor Robert Provine, un neurobiólogo y psicólogo de la Universidad de Maryland, concluía que la gente es treinta veces más propensa a reírse cuando está acompañada. Por eso en el cine no hay clac, porque todos estamos bien pegaditos, y si se ríe el de al lado, ¿por qué no me voy a reír yo? Pero las estadísticas dicen que la mayoría de la gente que mira televisión lo hace sola. Si a esto le sumamos la creencia de que reírse a solas es acercarse a la locura, nadie se reiría. La clac le hace un favor a la audiencia, que tiene el cerebro cansado cuando llega a la casa y no quiere pensar. Como Daniel Pereira les marca a ellos dónde hay que reírse, la clac hace lo mismo con los televidentes.
Y habría que agradecerles. La comunidad científica del mundo está de acuerdo: la risa es salud. Entérese: reírse incrementa el latido cardíaco y la tolerancia al dolor, acelera el pulso, masajea los órganos internos y defiende al organismo de enfermedades respiratorias. Una carcajada mueve más de trescientos músculos de todo el cuerpo y libera endorfina, la hormona del placer. Jeje, hasta me dan ganas de reírme. Hay más. La Universidad de California publicó un estudio en el que un grupo de pacientes que miró un video de humor de una hora producía menos hormona del estrés y mostraba niveles más bajos de tensión, depresión, enojo, fatiga y confusión. Quizá por eso, la terapia de la risa está ganando en todo el mundo miles de preocupados pacientes que sueñan con reírse de por vida. Una hora de carcajadas es tan saludable como ir al gimnasio o llevar una dieta sana. En la Argentina hasta hay una escuela que enseña técnicas para autoprovocar la risa. For¬zándola. Haga la prueba. Ríase de nada y verá cómo aflora un hormigueo de bienestar. La filosofía de esta escuela de la risa es así: ¿tiene un problema? Suelte una buena carcajada y vea cómo se siente. El Método RH (Risa Holística), que rescata el poder curativo de la risa, ya está patentado. Porque esta gente además de reírse es buena para los negocios. Los reidores de televisión pueden tener mil dramas, pero con seis horas diarias de risa, seguramente los llevan más que bien.
La veo a Susana riendo con la boca abierta y la lengua ancha, y me da miedo. Ahora me parecen unos dictadores. Sí, la clac. Sus carcajadas dominan a ejércitos de personas sentadas frente a sus televisores, que necesitan reírse y no saben de qué ni cómo ni cuándo. Los reidores autorizan al chiste, decretan qué es digno de risotada y qué no. Cuando entré al canal, me parecían pobres criaturas condenadas a vomitar carcajadas para ganarse la vida. Ahora me parecen Hitleres dela risa. Me dan ganas de salir corriendo, pero prefiero olvidarme un momento de los reidores y pensar en por qué nos reímos. Según Freud, el chiste se salta con garrocha la censura del inconsciente. Se burla de ella con la destreza de un ladrón de cajafuerte. Y la carcajada es la consecuencia de esa travesura.
Me olvido de Freud y se me ocurre que el chiste es también una forma de decir y no decir. Una licencia para deslizar verdades que mejor suenan en broma que en serio. A través del doble sentido, de esa sentencia que no se atreve. El chiste es una descarga de liberación, una necesidad. Nos reímos para ridiculizar a la vida. Para que la tragedia sea comedia. La frontera que las divide es tan oscura como la noche de un ciego. Como la vida de José Roldán, un reidor que ahora está sentado a mi lado. Cabeza llena de rulos y dientes exagerados. Tiene cuarenta y dos años y más veinte actuando de extra. Su risa es abierta, de las que vi, la más seria.
—Me río como si me gustara, como si me divirtiera, pero en verdad soy bastante abúlico, no me rio de nada—me dice con una sonrisa que trata de arrancar para risa pero se ahoga en seco, como el motor de un auto viejo.
—¿Trabajas en otra cosa?
—No, no podría. Éste es mi mundo. Yo estoy rondando mi sueño, algún día voy a dar en el blanco.
Roldán es el reidor más triste. En cualquier momento podría convertirse en llorona. Me cuenta que en el mundo de la televisión todo se maneja por conexiones y él las tiene por eso está donde está.
—Antes me movía más para ver si podía actuar, incluso hice algunos bolos. Pero desde que murió mi mamá, hace seis años, me quedé paralizado.
Roldan se pone mal, como si creyera que habló demasiado. Su horario terminó. Toma su mochila, saluda y se va. Cabizbajo y serio, como el protagonista del cuento «El Reidor», del alemán Heinrich Boíl, que cuando no estaba trabajando, era un hombre solemne, casi inexpresivo:
«Todo el mundo comprenderá que, después del trabajo o durante las vacaciones, tengo poca tendencia a reírme: el que ordeña vacas se siente feliz cuando las pierde de vista y el albañil desea olvidar el mortero; los carpinteros suelen tener en su casa puertas que no funcionan o cajones que sólo se abren con gran dificultad; a los pasteleros les gustan los pepinillos en vinagre, a los carniceros el mazapán, y el panadero prefiere el chorizo al pan; los toreros acostumbran a tener afición a las palomas y palidecen cuando a sus hijos les sangran las narices: lo comprendo perfectamente, porque en los días de asueto no me río nunca. Soy un hombre mortalmente serio y la gente me considera —quizá con razón— un pesimista.»
De qué se reirá Roldan cuando deja la televisión. Hace unos segundos que se fue y en el estudio nadie nota su ausencia. La risa debe seguir, a toda orquesta. Y con buen volumen, porque algunos reidores ya terminaron su horario. En los Estados Unidos todas las sitcoms usan risas. Pero risas fielmente grabadas. Hace poco, Cartoon Network remasterizó antiguas versiones de «Los Picapiedras» y les sacó los laughs tracks o «tracks de risas», y los chistes valen la mitad, se desinflan. Además de «Friends» y «Seinfeld», me vienen antiguas series a la cabeza, desde el «Superagente 86» y «El Crucero del Amor» hasta «Hechizada» o «El Show de Abbott y Costello». Todas con risas, y muchas veces las mismas. Los «tracks de risas» no comenzaron en la tele, sino en la radio norteamericana, en los años cuarenta. Los programas se hacían con audiencia en vivo y cuando había poco público se usaban risas grabadas de emisiones anteriores. Los laugh tracks saltaron a la televisión en los años cincuenta. Por esa época, un tal Charles Douglass, ingeniero en sonido, inventó una máquina de risas, la Laff Box. Funcionaba como un órgano. Se apretaban distintos botones para elegir el sexo y la edad de la risa. Con los pedales se controlaba la duración de la carcajada. Hoy, los productores yanquis pueden elegir entre cientos de discos compactos grabados de risas. Sin embargo, la máquina de risas todavía existe. Es digital, por supuesto, y tan pequeña como una laptop. Las vende el hijo de Douglass, Bob.
Hace ya varios años, el cómico argentino Tato Bores quiso introducir la risa grabada en el país. No funcionó. Me cuenta Uvita, el «Decano de la Risa», que las grabaciones eran metálicas, anti naturales, que no se reía nadie, que enseguida volvieron a los reidores en vivo. Uvita trabaja como coordinador de risas en la versión local de la sitcom «La Niñera», una de las emisiones con más rating de la noche. Se cuidaron todos los detalles para que fuera igual a la serie de Sony, desde la historia de la Señorita Finkel hasta los más mínimos movimientos de la actriz. Todo es igual, menos las risas, que no son grabadas. Me dice Uvita con orgullo—y cada reidor con el que hablo— que hubo una polémica con La gente de la Sony. Parece que ellos querían poner las risas grabadas pero el sindicato se opuso.
—No pueden hacer eso, ésta es nuestra fuente de trabajo. ¿Y qué pasó? —le pregunto.
—Creo que llegamos a grabar una vez con un disco de risas, pero quedó tan desprolijo, tan feo, que no les quedó otra que aceptar las risas en vivo.
En el estudio falta poco para que comience la grabación de «Polémica en el Bar», una comedia que empezó hace cuatro décadas con Fidel Pintos y Sofovich se encargó de hacer nuevas versiones. Siempre con risas en vivo, siempre con chistes que no serían nada sin la clac. Ahora mismo Gerardo, el hombre todopoderoso de la televisión, el que no usa guiones porque, como me dicen los reidores «tiene todo en la cabeza», está a uno metros de mí. Comento en voz alta que leí en un reportaje que Gerardo promovió las risas en vivo porque las gringas grabadas le parecían demasiado frías. Susana enseguida dice: «Pero pregúntaselo a él» y lo llama: «¡Gerardo!» Pero él sigue caminando. Es imposible que no haya escuchado, pero es posible que esté de mal humor. Cuando Gerardo está de mal humor no hay risa que lo haga reír. «El Ruso», como le dicen algunos, camina lento y seguro, como quien sabe sobre su poder. Pienso que su goce pasa por el control, por sentir que dicta el humor de un país. Si los reidores son marionetas, él las maneja.
En el mundo de la televisión argentina Sofovich es Dios. No, va de nuevo, la oración anterior fue un ensayo: en el mundo de las risas argentinas, Sofovich es más que Dios. Y no es chiste.
La televisión vuelve loca a la gente. Me lo dijo un amigo que trabajó muchos años en la tele. Pero no es una frase de él. A él se la dijo, a manera de no lo olvides nunca, Samuel «Chiche» Gelblung, un conductor inteligente y amarillo, en su primer día de trabajo. Mi amigo no la olvidó y no bien pudo dejó de trabajar en la tele. «Chiche» Gelblung no sólo sigue trabajando sino que hoy tiene tres emisiones semanales, además de una en cable y otra en la radio. Una de ellas es «Polémica en el Bar». Chiche es uno de los que comparte la mesa con Gerardo Sofovich. No bien termina la grabación de «La Peluquería» se prenden las luces del decorado que está justo atrás y se graba «Polémica». La mitad de los reidores se va, ya son más de las seis de la tarde. Para «Polémica» quedan tres, Susana, Marta, más uno nuevo, joven, alegre, con barba candado y chaqueta de aviador. Susana y Marta están cansadas igual que sus risas. Pero al joven que acaba de llegar se lo ve fresco, con la risa en la gatera de sus maxilares.
—¿Hace mucho que sos reidor ? —le pregunto.
—No, en realidad hace poco. Soy motoquero del canal pero caí acá.
—¿Cómo?
Vine a reemplazar a un compañero porque tenían que operarlo. Y bueno, era mayor, falleció en la operación y me quedé yo.
Silencio otra vez. Se está grabando. La mesa de «Polémica» es la mesa de un cafetín de Buenos Aires, donde cuatro o cinco hombres trajeados se reúnen a discutir. Entre ellos Gerardo, pulsera de oro, traje negro y canas. Ahora dicen, por ejemplo, que el mundo está enfermo de falta de deseo y se preguntan entre ellos si se vestirían de mujer para excitar a su pareja. Si se pondrían tacos altos, cómo sería el vestido, de qué color. Cada tanto entra una promotora apenas vestida y les trae una picada, un café. Ellos le preguntan, por ejemplo: ¿Qué harías si conoces a un hombre que tiene dinero y pinta y te pide hacer un pecadito de vez en cuando? ¿Eh?
La fantasía de la conversación vuelve locas a Susana y a Marta, que recuperaron vigor y ahora se ríen como hienas. Tanto, ni me hacen reír a mí y de repente soy una más de la clac. Pero me estoy riendo de la risa de ellas, no del chiste de Gerardo. ¿Quedará claro? ¡No soy un títere! No, no lo graben, quiero borrar mi risa. Pregunto la hora. Las nueve y veinte, qué tarde se ha hecho. Antes de partir saludo a los reidores y le comento a Susana que en «Polémica» se ríe con más ganas. «Sí, me divierto. Cuando llego a casa, lo veo por la tele y me sigo riendo», dice mirándome debajo de sus anteojos de mosca de sus años de diva. La grabación todavía no terminó, así que salgo en puntas de pie para que dios no me escuche. A lo lejos escucho Cafetín de Buenos Aires, el tango que sirve de cortina a «Polémica».
Camino por el pasadizo que rae devolverá a la oscuridad de la calle y me entran ganas de llorar. No sé, quizá la letra del tango, quizás esos límites borrosos entre la tragedia y la comedia, quizá la sobredosis de chistes malos. Quiero llorar. Pero la lágrima no me sale. ¿Habrá una escuela del llanto? Si del llanto a la risa hay un paso, mejor lo doy. Intento una carcajada, pero se ahoga en su viaje hacia la garganta. Fuerzo otra carcajada, más libre que feliz. Descontrolada. No sé si pasaría el examen para entrar en la clac. Igual me siento mejor. Atravieso la caseta de los hombres de seguridad, esos que no se ríen. Ni con la clac ni con cosquillas. A ellos les tocó el papel más amargo en esta historia. Pero no pro-testan. De alguna manera, tienen su tajada en el show de la televisión.