10 de agosto de 2010

CRONICAS-Biografía Lectora

Del ser escritor
Natalia Moret

Con ustedes, la "ponencia" que leí en Mérida:

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La consigna decía: “Una ponencia en la que, a partir de su propia experiencia como escritores, concentren su poética narrativa, su particular manera de concebir la relación de la escritura con lo real, las razones de su escritura, su relación con la tradición literaria (narrativa o no) de su país de origen y asimismo su relación con la tradición literaria en lengua castellana u otras tradiciones en lenguas distintas.” No me dejan, entonces, mucha más opción que hablar de mí.
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Sin exagerar, en mi familia no leía nadie, salvo mamá, que fue la que me inició y que hace 9 años ya no lee, no come, no habla, no hace nada de nada. Llegué a los libros gracias a ella; ella, gracias al padre que con su abandono la mandó a Buenos Aires, a la casa de una tía muy rusa muy malvada y muy lectora, pero ese es otro cuento. Y por hechos de ese otro cuento, se hizo adulta a los golpes y a las corridas. Marcada, como las que vinieron antes, para volverse la reina suicida de lo doméstico, mamá se volvió una militante de la disidencia familiar. No es que se haya conseguido un buen marido, ni tampoco es que mi padre nos haya abandonado; no exactamente. Como buena estratega, mamá atacó todos los símbolos: el césped lo cortaba ella, el asado lo hacía ella, las telenovelas y las barbies estaban prohibidas, y el dinero, el símbolo por excelencia, lo traía ella. Y se educó, para no confinarse a lo privado. Ni Alicia ni Gulliver ni la colección amarilla Robin Hood; lo primero que me pasó, que recuerdo que me leyó, fue La metamorfosis. En parte, creo, porque pudo ser chica recién cuando mi hermano y yo éramos más grandes, y en parte para terminar de instalarme una certeza y una pregunta: aquella sobre la incomodidad. Su última desobediencia fue morirse muy joven y dejar a sus hijos, nunca visto en la familia, a cargo de un hombre.
Mi yo lector nace más o menos ahí, de mano de una madre inadaptada leyéndole a su hija un relato incómodo y, como todos los relatos que me perturban –y esto viene a ser lo mismo que que me gustan-, un relato inconcluso. Yo no entendía casi nada, y eso era lo alucinante: el desconcierto. La cantidad de preguntas con las que hostigaba a mi lectora y que ella, consecuente con su programa educativo, dejaba sin responder. Calculo que vendrá de ahí esta idea de la literatura como dispositivo de representación, siempre fallido, de lo inadecuado; y de ahí también mi relación con la escritura, un rodeo necesariamente trunco que nunca llega a dar de lleno en el centro de lo incómodo.
La metamorfosis, y también que éramos pobres, claro. Porque mi casa era tan chica que el único lugar en el que podía estar sola era el baño, y me encerraba largos ratos resistiendo las quejas de los que querían ducharse o lavarse los dientes, y me llevaba un libro, y leía sentada sobre el inodoro o arqueada en la bañadera minúscula, como una guirnalda encajada a presión en un sobre, de más está decirlo, perfectamente incómoda.
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Entre mis ocho y doce años, dos amigas y yo nos juntábamos después del almuerzo, con nuestros "cuadernos de poesía", algunos libros, y la mochila llena de cosas para el picnic. El "cuaderno de poesía" fue mi segundo cuaderno en blanco. El primero, un diario con candado, que guardaba en mi mesita de luz. El entusiasmo por escribir en soledad, para mí misma, me duró bastante poco. Quería tomar nota de todo lo que me pasaba porque estaba segura de que iba a olvidarme, y no quería olvidar. Mi diario, y, según mi abuela, comer mucha manzana, iban a guardar intacta mi memoria. En esa época, cuando todavía me guardaba en burbuja, mamá decía que su hermano era una persona muy sufrida porque sólo podía recordar los peores momentos de su infancia, no como ella, que sólo tenía de los buenos. Mi tío le respondía que no había nada peor para la felicidad presente que un pasado idílico, como haber tenido una ex novia demasiado linda y pasarse la vida buscando un reemplazo que no iba a encontrar nunca. Pero a veces mamá lloraba porque sí, y yo ahí me preguntaba si sería por un mal recuerdo que no había podido filtrar, o por un ex novio al que papá no le llegaba ni a los talones. Anotaba todo esto en mi diario porque sospechaba de las virtudes de la manzana, pero sobre todo de la memoria como una máquina sumisa y obediente. ¿Si no por qué lloraba mamá? ¿Sino por qué, además, Funes era un personaje único y, me explicaron, fantástico? Mi diario iba a ser mi testimonio, de mi mundo, y para mí misma. A los nueve años viajaba con él a todas partes para registrarlo todo. Fue imposible. Me di cuenta no sólo de que no podía verlo todo y mucho menos registrarlo, si no de la imposibilidad de ver y registrar al mismo tiempo, idea que me enroscaba en una espiral de mí misma escribiendo viéndome escribir que se extendía y hacía que me perdiera, entre otras cosas, la merienda. Ahí entendí que lo que estaba en los libros no podía ser la vida, porque era técnicamente imposible. Ahí entendí, sin entenderlo mucho, que había una trampa.
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Una noche se quedó a dormir en casa mi primo Javier, un año mayor que yo. De grande Javier se volvió hippie y se mudó a una comunidad naturista en la Patagonia, pero en esos años todos veían en él a un futuro ingeniero. Era fanático de las cosas útiles. Su pregunta de cabecera no era por qué, si no para qué, y producía sus propios mecanos, con los que una vez llegó a armar un auto bastante impresionante. Esa noche, en la carpa que nos habíamos armado en el jardín, me dijo que si cavábamos un pozo ahí mismo hasta que se terminara la tierra íbamos a salir en la China, y yo le conté cosas de mi diario, al que ya le quedaban poquísimas páginas entre anotaciones del estilo: "a las diez la abuela empezó a preparar la masa para los ñoquis. Le puso un poco de azúcar y después la dejó reposar". Le leí algunas partes. Cuando terminé, él, fiel a sí mismo, preguntó "¿y para qué lo escribís?". Le dije que quería contar, y el preguntó a quién. "No sé, a ustedes". Y cuando dije "ustedes" pensé en "ustedes, mi familia", pero dije solo "ustedes", y mi primo puso cara rara, y preguntó "¿ustedes quiénes?". Algo fastidiada, respondí "a los que yo quiera". Y tal vez por lo del pozo hasta la China y lo ridículo que, de pronto, me pareció ponerle candado a mi diario pero andar leyéndolo por ahí, agregué que planeaba enterrarlo en el jardín de casa para que lo encontraran en el futuro y pensaran que así eran las cosas en 1990. "Ah", dijo mi primo, "entonces contá la verdad, para que sirva". Así dijo, "la verdad", y "para que sirva", y yo me quedé pensando por qué.
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De ahí a los experimentos hubo un paso. Ya no quería escribir para mí. Empecé leyéndole partes de mi cuaderno de poesía a mamá, que escuchaba con interés. En ese cuaderno, copiaba algunos poemas que me gustaban de Neruda y de Pizarnik y de Sor Juana Inés de la Cruz, que estaban mucho en la biblioteca de mi madre, y copiaba letras de canciones de Silvio Rodriguez y Serrat y los Beatles, que sonaban mucho en casa, y empecé a pasar los "tu" a "vos", y a reemplazar nombres como "Yolanda" por "Fernando" o "Martín" o "Hernán" depende la semana, y después a mezclar las canciones con los poemas con cosas que sacaba de mi diario hasta que al final salía algo nuevo, otra cosa, que era mía. Hacía covers. A papá también le leía, pero no me prestaba mucha atención. Papá no leía nada más que el diario de los domingos, y cada vez que resignaba el noticiero por una película elegía una que en algún lugar de la caja dijese "Basada en un hecho real". Papá no quería historias inventadas y yo quería que él me leyera. Entonces empecé a dejar mi diario en cualquier parte de la casa, sin candado, como sin querer. Mis notas sobre la abuela y la cocción de los ñoquis no parecieron interesarle. Después probé con historias de asesinatos, fantasmas y otras cosas poco creíbles que tampoco le quitaron el sueño. Así que un día, ya casi desesperada, mentí: "Querido diario, hoy en el recreo Fernando me tocó las tetas". Funcionó de maravilla. Al día siguiente de eso me sentaron en el comedor, me interrogaron, juré que era todo un invento y no me creyeron. Hasta hablaron con la maestra, que se quedó también con la duda. Ahí estaba la trampa en plena acción, la misma trampa que me tendían a mí los libros que me gustaba leer. Ahí estaba la verdad que reclamaba mi primo, aunque un poco diferente. Me habían creído todo.
El otro experimento lo hacíamos con mi amiga Nancy, tendríamos doce años. Nos parábamos en el pasillo de entrada a su casa, sobre el que daba el aparato de aire acondicionado de la vecina, Doña Rosa, y empezábamos a contarnos cosas que no habían pasado como si hubieran pasado. Lo de Doña Rosa no es chiste, se llamaba así, que acá no sé si significa algo pero que en Argentina es como el genérico para vecina chismosa. Doña Rosa, como tantos otros de mi barrio y de cualquier barrio chico, era el personaje de sí misma. Sabíamos que era tan curiosa, y que tenía tanto tiempo libre, que se pasaba varias horas deambulando por su casa y que en cuanto escuchaba nuestras voces a través del agujero del aire acondicionado paraba la oreja, para descifrar y construir el material que echaría a correr por el barrio, versionado, horas más tarde. Ella también hacía covers, que se deformaban hasta volver como un boomerang hipertrofiado a mi casa, a cinco cuadras de ahí, donde recibíamos la señal gracias a mi abuela. De un padre que se quedaba sin trabajo, volvía un desempleado, alcohólico y golpeador. De un chico que probaba marihuana por primera vez, un adolescente problemático que robaba a sus padres para comprar drogas y que, seguro, iba a terminar internado en una granja de rehabilitación de adictos. Una vez nos la cruzamos en la puerta de calle y directamente le contamos ahí el chisme inventado, uno que acaba de ocurrírsenos, uno bien jugoso, sobre la supuesta infidelidad del peluquero Toto con otro hombre. No tuvo el mismo efecto. Doña Rosa nos escuchó, nos miró, algo desencantada, y se lo olvidó, o al menos nunca recibimos una versión de ese. Fue una desilusión tremenda. Nancy decía que se nos había acabado la imaginación. Unos días después volvimos al pasillo y probamos de nuevo. Dijimos que Helena, una amiga más grande que estaba ya por los quince, se había sacado un dos en un examen. Esa misma noche mi abuela me preguntó si yo no sabía si Helena tenía novio y si por eso estaba siendo una pésima alumna, tanto que tal vez hasta la echaban del colegio. Fantástico. Le dije que no tenía idea y corrí al teléfono para avisarle a Nancy que la imaginación no era el asunto. La fuerza de nuestro relato no estaba en lo que exponía. La potencia no estaba en la anécdota consumada; estaba en aparecérsele desde ese pasillo casi a oscuras, en voz bien baja y con interferencias, a Doña Rosa, nuestro testigo obligatorio, pero invisible, del otro lado del agujero en la medianera. Ahí estaba el canal que hacía que nuestras historias no se suicidaran, como la del peluquero, y fuesen algo más que el despliegue, más o menos interesante, de una imaginación. Doña Rosa no quería que le contaran un cuento para sorprenderla, o ponerla triste, o hacerla reír. Un agujero en una medianera filtra una voz entrecortada: cambiando unas palabras por otras, ahí estaba casi todo.
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Muchos años después, en mi primer taller literario, me decían: “Hay que contar historias, Natalia, y las historias se cuentan así”. Contar historias. Confiar en los sustantivos. No abusar de los adverbios. Contar historias y contarlas así. Yo desconfiaba, pero hacía caso. Al fin y al cabo estaba asistiendo a un taller y qué sentido tenía asistir a un taller si no pensaba darle mi bendición. Todavía creía que era posible enseñar a escribir. Así que, respetando instrucciones, me entregué a la escritura de decenas de cuentos que salían hasta de a dos o a veces tres por semana y que, sin exagerar, eran correctos. Esos años coincidieron con el único noviazgo armónico que tuve en mi vida, y con un trabajo muy poco desafiante que me garantizaba holgadamente la reproducción y el ocio, sin mayores conflictos. Situado en contexto –mi madre había muerto ese mismo año- el diagnóstico es inequívoco: yo me había infectado con el virus de la negación y, por ende, de la felicidad en su sentido más improductivo, de lo improductivo en su sentido más político. Esos fueron los años en que viví fuera de peligro. Tiempo después, cuando yo ya empezaba a sospechar que mi madre sí estaba muerta y que la casa sí no estaba tan en orden, mi hermano me confesó que durante algunos años, en charlas con desconocidos ocasionales, había dicho que su nombre era Juan y que estudiaba Derecho, ambas cosas técnicamente falsas. Me sorprendí. Mi hermano había sido tartamudo durante su infancia, y parece que, entre extraños, su verdadero nombre y profesión le resultaban imposibles de decir sin volver a tartamudear como entonces. Nunca podía decir lo que quería decir como quería decirlo. El artificio, entonces, era pensarlo todo de muchas otras formas y rodearlo hasta acercarse. Fue como una revelación. Volví a mis textos y no pude ver más que Juanes y estudiantes de derecho, efectivos, ocultando su tartamudez sin la conciencia de estar haciéndolo. Mis textos lo podían todo y no tenían fisuras. Mis textos eran completamente falsos y, aunque realistas, estaban muy lejos de todo lo viviente. Abandoné el taller y estuve casi un año sin escribir, escribiendo hojas en blanco sentada en la imposibilidad. Ahí, en esa imposibilidad que es a la vez la de escribir y la de no escribir, viven mis textos desde entonces.
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Más o menos por la misma época, hace 3 años, abrí un blog. Ansiosa por escribir estuve siempre, pero nunca por publicar. Por eso, nunca llevé mis textos a un editor o me presenté en concursos. Todo lo que había escrito, siempre formas más bien breves, circulaba por la esfera íntima y por algunos lectores calificados que me hice con el paso del tiempo. Desde que abrí el blog, en cambio, empecé a subir casi todo, ahí. Experimentos, fragmentos fragmentados, sin mucho respeto por la forma ni el género, mezclando relatos con poemas con notas de lo cotidiano sin ninguna conexión aparente, pero a la vez todo esencialmente parte de lo mismo, y en poco tiempo empecé a tener visitas, leáse lectores, que hoy andan por las 300 diarias. Descubrí el placer de ser leída con, algo difícil de lograr con los libros impresos, el plus del canal abierto entre el escritor y el lector, en forma de comentarios, que nos acercan un poco a la experiencia del otro en la lectura de nuestros textos. Después de eso aparecieron algunas invitaciones, que acepté, para publicar en revistas de allá y de acá, en varias antologías de editoriales pequeñas y también de otras más grandes, antologías de “jóvenes nuevos narradores” (como si joven y nuevo fueran sinónimos de bueno). Tomando que escribo también para que me lean, 300 visitas diarias no está tan mal, si consideramos que, en Argentina, un libro de un escritor medianamente consagrado que no esté dentro del circuito comercial, se considera un éxito de ventas cuando agota la primera tirada de 3000 ejemplares*; la segunda termina en saldo. Y esto, claro, concediendo que todos esos compradores de libros sean, además, lectores, lo que no sucede siempre. Pero sí sucede que el libro sigue teniendo el prestigio del libro. Autoriza, a quien lo lee, como si al pronunciar una palabra atrás de otra se estuviese inmediatamente leyendo, y a quien lo escribe, porque detrás del libro está el supuesto de que alguien, el sujeto autorizado y moderador que decidió que ese libro saliera a la luz, opera como garante ante la calidad, la necesidad, de ese libro. Como si no se publicara de todo, por no decir cualquier cosa. Porque, ¿qué se publica y por qué? ¿Quién autoriza, y por qué? Parte de la reacción defensora de las altas letras, que si no se aggiorna va a quedar vetusta, se pregunta, como con todo lo que es nuevo y diferente, si lo que se escribe en internet puede ser literatura. Si no hace falta pasar al libro para ser literatura. La pregunta encierra el mismo supuesto falso. Como en los libros, la producción literaria disponible en internet es vasta y variadísima, y, como también sucede en los libros, se encuentra de todo. Algunas editoriales independientes de Argentina han comenzado, incluso, a subir sus libros en pdf para que el lector pueda bajarlos gratuitamente. Puede sonar irracional en términos de mercado, pero negar el avance de Internet como nueva, y poderosa, forma de circulación de la información que obliga a repensar las posibles mutaciones del libro, sería tal vez algo necio. Internet da lugar a la irrupción anárquica y descentralizada de miles de voces anónimas que vienen a decir algo, sin más filtro político y editorial que el deseo del que escribe y el gusto del que lee. Por eso, y lo otro, reaccionan los autorizadores. Y por ese coro anónimo tiembla el ego, el nuestro, desesperado de hacerse de un nombre propio que lucir en los congresos y los suplementos culturales y la universidad, como si así pudieran paliarse las inseguridades sin las que, por otro lado, resultaría imposible escribir algo bueno, y por bueno quiero decir, sobre todo y en todos sus sentidos, errante. Por eso agradezco la invitación de Plátano Verde pero sobre todo de los organizadores de esta bienal, que llegaron a mí a través de mi blog, por dar lugar en medio de lo solemne y lo autorizado a voces anónimas como la mía.
**Respecto a la tradición y bien breve, porque esto ya se hizo un tanto largo, lo único que no querría hacer es desplegar un catálogo, y lo único que quiero decir es que todo lo que leí me afectó de alguna forma, que me obsesioné, que quise ser otra, que de cada romance salí un poco distinta. No se trata, me parece, de entretener ni de contar historias. La literatura, volviendo a esas verdades irrebatibles que uno sólo encuentra en su infancia, se parece bastante a una serie de covers que versionan indefinidamente los mismos temas. Una larga canción interrumpida, muy de vez en cuando, por una nota fuera de tono, pero una nota tan certera que hace que el resto no pueda jamás tocar como venía tocando. La tradición literaria es esa particular y siempre propia topografía de excepciones. Las tetas de las que, para contar nuestra módica tragedia personal, nos prendemos todos.
********** *nota posterior: me dijeron que 3000 suena hasta exagerado