31 de agosto de 2011

CRONICA DE ALUMNO-Y las noticias del barrio te están extrañando, de Matías Ortega

Aquel sábado a las cuatro de la mañana, Ruth se despertó por un fuerte golpe en la puerta. Se levantó corriendo apenas abrigada por un camisón y con un susurro adormecido preguntó quien era. Del otro lado oyó la voz de su vecino de la manzana 99, Luís, que con un tono titubeante le dijo: “el compadre Ledezma está herido”. Ella se sonrió. ¿Cómo podía decir eso si Adams se había dormido hacía media hora atrás en esa habitación que es mitad estudio de televisión, mitad salón de fiestas? Era un disparate. “Anda a dormir, Luís, ya es tarde”, le recriminó Ruth. Pero fue la insistencia de su vecino la que hizo que ella abriera la puerta y viera un brillo lagrimoso en los ojos de ese hombre de rasgos rústicos. Entonces le creyó. “El compadre Ledezma está herido, acá a la vuelta”, agregó, mientras una lluvia fina caía sobre la villa 31. Ruth no quiso saber más. Su primera reacción fue la más obvia: comprobar que su marido no estuviera durmiendo. Y así fue. La cama estaba deshecha, la almohada aún tibia, hacía pocos minutos que Adams se había levantado. En la desesperación por salir a la calle, se dejó la puerta de su casa abierta, con sus seis hijos adentro de ella. Apenas pudo avisarle a Israel, el más grande de ellos, de diecisiete años, que algo había pasado con su padre.

Corriendo, entre el frío y la lluvia, encaró hacia la esquina. Todo estaba muy oscuro en ese baldío abundante de cemento, donde los yuyos crecen entre las grietas. De noche, la villa es territorio de sombras. Y a Ruth el corazón se le salía por la boca, mientras miraba para todos lados, esquivando el lodo y la basura con sus chancletas, y le gritaba a Luís: “¿dónde está, dónde está?”. “Allá atrás”, le respondía él señalando hacia el descampado. Hasta que lo vio, fue un segundo: tirado de espaldas al suelo, ensangrentado en el pecho, apenas alumbrado por las luces de la Autopista Illía y los flashes azulados del patrullero, era el cuerpo de Adams. Corrió más rápido hacia él, pero los dos policías que ya merodeaban en la escena del crimen le impidieron el paso. Ellos nunca la dejaron acercarse. Entonces gritó, suplicó, rogó para que la dejaran despedirse, para acariciarlo por última vez pero, con esa crueldad del reglamento de los procedimientos, le dijeron que no, que no se puede, que usted puede borrar las huellas. Y detrás de esa barrera humana que formaron los uniformados, Ruth notó que su marido movía penosamente los dedos de su mano izquierda. “Está vivo, está vivo”, gritó y les suplicó que por favor alienten el cuerpo, porque en un tiempo de frío tienen que calentar el cuerpo, mantenerlo tibio y “déjenme acercarme, por favor, es mi marido”, insistía entre lágrimas que se confundían con las gotas de la lluvia.

Tal era su desesperación que nunca había notado que su hijo, Israel, los había seguido al descampado, presenciando todo. “¡Es mi viejo, es mi viejo! Papá, ¿que estás haciendo?, ¡levántate!”, empezó a gritar Israel, entre nervioso y quebradizo, con los ojos en estado de shock por el asombro. Ruth lo miró de reojo, Luís fue a abrazarlo, entonces siguió en esa despedida inesperada, lenta, pidiendo ayuda a algún vecino, pero nadie nunca nada. El dolor era lento y profundo, como el corte de una gillete. Recordaba también a su hija Catalina, cuando horas antes, como si el corazón le hubiese avisado, abrazó a su padre tan fuerte que él le dijo “me vas a romper todos los huesos”. “Nunca nos vamos a separar, ¿no?”, le preguntó la pequeña mientras lo agarraba de las orejas. “Nunca nos vamos a separar, es una promesa”.

El SAME llegó tres horas tarde: a las siete y media de la mañana. Sin embargo, el vehículo médico no penetró al descampado, sino que el enfermero se bajó en el destacamento policial del barrio y llegó caminando, trayendo únicamente consigo la camilla. “Es que las ambulancias no entran al barrio porque piensan que los van a robar, los van a matar, porque esto es la vi - lla”, recalcan sus habitantes. Cuando llegó al cuerpo, el enfermero decreto la muerte de Adams con un gesto más que obvio. “Cuando yo lo vi estaba vivo, por ahí se podía hacer algo. Dios es grande, los milagros existen”, dice Ruth sobre el papel de los médicos. Pero ya era demasiado tarde. Adams, último delegado de la manzana 99, periodista y fundador de Mundo Villa TV, padre de seis hijos, había muerto poco después de las 4.30, apuñalado por dos puntazos en la espalda. Su verdugo no le había robado nada, ni siquiera los 55 pesos que tenía en el bolsillo, ni tampoco el busca-polo con el que, al parecer, había salido a ayudar a algún vecino por los constantes cortes de luz en el barrio de Retiro. Cuando lo mataron, había acudido en ayuda, como tantas veces lo hizo durante sus seis años a cargo de esa porción de territorio.

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Ruth me relató la noche del 4 de septiembre, la noche que aún le quita el sueño, en el salón de su casa que hace las veces de estudio de televisión de Mundo Villa, el proyecto para que los pibes de la 31 Bis cuenten su mundo a través de las cámaras. Había pasado poco más de un mes, de modo que el evocar el recuerdo de su marido significaba volver a aguijonear en un dolor todavía no emparchado. Así, entre jugo y galletitas, dejé que sus palabras brotaran, preguntando sólo lo necesario. Ya había demasiadas señales de la presencia de Adams en el lugar. En el salón, de paredes amarillas y piso de material, todo recordaba a él: desde el televisor en el rincón donde reposaban los cd´s de sus filmaciones hasta el pequeño altar con su imagen donde ardían unas pequeñas velas amarillentas. Pero si adentro se respiraba silencio, afuera, a pocos pasos, el contraste era abismal. Era un sábado soleado y la cumbia sonaba como telón de fondo de toda la manzana 99. Debajo de la Autopista, los pibes jugaban a la pelota en la canchita polvorienta o empinaban cervezas en las puertas de los ranchos o se perdían en el viaje venenoso del paco entre los pasillos del playón este. Pero nadie permanecía quieto, excepto nosotros, sumidos en una atmósfera lejana.

“Me lo mataron a mi marido. Puede ser la envidia, puede ser que le hayan querido robar. No sé, hay muchas hipótesis, pero que él ya no está aquí, ya no está. Pero en mi corazón y en mi mente siempre va a estar”, me dijo Ruth aquella vez con esa cadencia de su tonada boliviana. Allí también me contó cómo la habían remado siempre al borde del naufragio y cómo él había pasado de ser un inmigrante ignoto a convertirse en el delegado más importante de una manzana donde viven aproximadamente 1800 familias. Su historia, al igual que la de miles de bolivianos, peruanos y argentinos que viven en la villa de Retiro, es la cronología de la supervivencia, el mapa de ruta por el reclamo de las necesidades básicas insatisfechas.

Todo comenzó hace más de catorce años. Ruth llegó a los desolados baldíos que aún hoy pertenecen al Ferrocarril San Martín con sus tres chicos: el mayor iba a cumplir cuatro años, el segundo tres y el tercero rondaba el año y medio. Venía de Potosí, de la mano de su suegra. Pero estas tierras la encontrarían sola, sin la compañía de su Adams, a quien había abandonado tras una infidelidad indecorosa. “A mi me puso los cuernos”, se sincera Ruth con una mueca que sería de enojo si no fuera por la leve sonrisa que se le dibuja entre los labios.

Sin embargo, al año de vivir separados, Adams regresó a recuperar su familia. Vino con la cabeza gacha, pretendiendo empezar de cero, prometiendo ser otro, a lo que ella no se pudo negar. Al poco tiempo estaban compartiendo el techo de su suegra en una casilla a orillas de la estación de trenes. “No teníamos nada, mis hijos tenían hambre, la pasamos mal…pero supimos resurgir”, dice Ruth. Y acorralado por el miedo a los estómagos vacíos, él empezó a trabajar de limpieza. En cambio a ella no la dejaba trabajar, “por algo soy hombre”, le decía.

Durante esos días, Ruth volvería a quedar embarazada, aunque la llegada al mundo de Caren no fue un cuento de cigueñas: nació prematura, con un problema respiratorio que hacía que sólo le funcionara un solo pulmón. La urgencia por cubrir los gastos de su internación hizo que Adams tuviera que conseguir otro trabajo más rentable. Quizás nunca hubiera imaginado que, gracias a un amigo en común, sería seleccionado como “pizzero” en el restaurant vip de Diego Armando Maradona en Palermo. Debió haber creído estar en un sueño cuando, en el primer día de trabajo, conoció al mismísimo “10”. En una ocasión, Ruth me mostró las fotos en las que Adams, vestido de chef, abraza a Dalma y a Claudia con una sonrisa de oreja a oreja. Son la prueba de que aquel trabajo, en el cual estuvo casi dos años, les permitió respirar sin la soga en el cuello.

Para ese entonces vivían en la 31 junto a su suegra, Zabel Valenzuela, quien los terminó echando por encontronazos irreparables. Es así que, a causa de fuerza mayor, recalan en la inhóspita 31 Bis, donde un cordobés les vendió en cómodos plazos la que es su actual vivienda. Pero la villa era un desierto, sólo había contenedores improvisadamente habitados y algún tren viejo que se oxidaba a la intemperie. “Me daba miedo, era todo oscuro, había arañas del tamaño de un puño”, recuerda Ruth.

Así, en un paisaje hostil y sobre una cuerda tambaleante, llegó el 2001, año en que el país fue llamas. “Con la crisis de de la Rúa, nadie tenía trabajo, nosotros tampoco”, recuerda la esposa de Adams. Como consecuencia del desempleo, él se vio obligado a inventarse una salida laboral. Iba cada día a los edificios por demoler y traía las rejas, los marcos de las ventanas y demás aperturas en un carro. Lavaban todo, le daban una mano de pintura y los vendían. Y mientras él se las ingeniaba con eso, ella iba a pedir a la capilla Nuestra Señora del Socorro a escondidas. Dice que nunca pidió dinero, que sólo pedía lo que necesitaba: comida.

Hubo un hecho que marcó un antes y un después en la forma de Adams de pensar el mundo. Cuando le dieron el alta en el hospital, la afección pulmonar de Caren, su hija menor, hacía necesaria la instalación eléctrica para los equipos de oxígeno. Pero la luz también escaseaba por esas tierras fiscales. Fue esa necesidad una bisagra en su militancia, fue la falta de energía eléctrica la que lo llevó a reclamar con paciencia infinita a Bienestar Social de la Ciudad. Y lo que al principio fueron notas escritas a mano, después fueron entrevistas personales hasta convertirse en un contacto cada vez más fluido con los asistentes sociales. “No sólo lo hizo por mi hija, sino por todos”, subraya Ruth. Había comenzado a transitar un camino del que sería un protagonista central: el del cambio social.

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En pleno reclamo por la luz, los vecinos instauraron el cuerpo de delegados como representación política del barrio Carlos Múgica. Antes se designaba un presidente. El último, apodado “el Chileno”, había sido echado porque “se guardaba todo en sus bolsillos para él”. A raíz de esto, el cuerpo de delegados de las distintas manzanas venía –supuestamente- a terminar con la corrupción en los representantes y a descentralizar el gobierno de la villa.

Pero Adams no se distrajo por los laureles políticos y pronto el reclamo de luz se trasladó a los atmosféricos y también a la provisión del agua. El camión cisterna pasaba todos los días a las ocho de la mañana y era el encargado de aprovisionar de agua al barrio. Al principio, había un solo camión para toda la villa 31 bis. Ante este problema, Adams pugnó por los tanques de agua comunitarios, que se instalaron como fruto de su incansable gestión. Cada tres familias se les otorgó un tanque de ochocientos o mil litros. Era un avance sin precedentes. Al respecto, cuando era parte de Mundo Villa TV, Adams filmó el documental “La guerra del agua”, que narra las desventuras por conseguir el preciado bien para los vecinos. “Le pedimos a la presidenta que se ponga la mano en el pecho y que por favor nos haga la red de agua para todos el barrio. No puede ser que no tengamos agua”, solicita Ledezma mirando a la cámara de frente.

Y los reclamos no cesaron. Para ese entonces, los vecinos ni siquiera figuraban en el plano de la Ciudad, cuestión por la que también pelearon. “Estar integrados en el plano fue otra lucha”, rememora Ruth. Además, Ledezma había logrado que fuera una costumbre conseguir el pan dulce y los juguetes en Navidad o los guardapolvos para el principio de año, aliviando gastos en los débiles bolsillos de sus compadres y comadres. Como corolario, no es de sorprender que fueran los mismos vecinos los que le reclamaron a Adams que se presentara como delegado de la manzana 99. Cayeron una tarde en su casa, como una comitiva pre-electoral, proponiendo que fuera irremediablemente su representante.

“Mi esposo no va a poder. Discúlpenme, pero yo tengo una nena en el hospital y ¿quién va a cuidar a mis hijos?”, se negó Ruth en un principio. Pero no pudo con los sentimientos que afloraron en sus vecinos. “Una señora llegó tanto a mi corazón con sus palabras: me dijo ‘nadie se hace cargo de nosotros, somos como huérfanos, si mañana pasa algo, si nos quieren sacar de aquí, ¿quien va a decir algo por nosotros?’ Nosotros todos estos meses hemos visto como ha estado caminando don Ledezma”, narra su esposa, quien se sintió miserable al negarles una ilusión y terminó aceptando la propuesta. “No sabes como festejaron, lloraron pero esta vez de alegría. Trajeron botellas de cerveza y las agitaron como los ganadores en una carrera de automovilismo”, cuenta.

Las elecciones se realizaron el 12 de diciembre de 2004. En la manzana 99, del playón este, por la lista 14, ganó Adams Ledezma con un amplio margen. El cómodo triunfo le valió una temprana enemistad con otro candidato, Don Sandro. “Este maricón seguramente pagó para ganar”, le gritaba a Adams entre los pasillos de la villa. Y los cruces fueron volviéndose más tensos. De hecho tuvieron una pelea donde el furioso perdedor lo quiso apuñalar con un cuchillo. A las reacciones violentas, Adams respondió con trabajo. En su gestión de la manzana, realizó más de 50 obras enmarcadas en la continúa búsqueda por la urbanización. Quizás por eso hoy, en el mismo descampado donde lo asesinaron, levantarán un busto con su rostro, como sólo lo merecen los imprescindibles.

“Estoy feliz. Nuestros niños no van a caminar más por el barro, no se van a ensuciar las zapatillas”, recordó Richard Navarro, un amigo de la villa, que le dijo Adams cuando consiguió el asfalto de algunas calles. Para muestra sobra un botón.

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El cambio que Adams propuso no fue sólo material, sino también cultural. De eso se trató Mundo Villa. La iniciativa que llegó de mano de SOS Discriminación, una ONG que preside Víctor Ramos, documentalista y ex titular del Inadi, lo tuvo como protagonista: no sólo era corresponsal para el periódico que se distribuye en los barrios de emergencia de Capital, sino que era el director del canal que funciona en la 31. A su vez, el salón de su casa funcionaba como una mini escuela de periodismo, donde se daban talleres para formar a más de 20 jóvenes de la villa de Retiro.

Sobre la señal de TV, en un lugar donde el acceso a un operador de cable es una quimera, el respaldo que Adams tenía como delegado posibilitó que se formalizara el trámite para obtener la licencia del canal. Junto a la gente de la ONG, Ledesma hizo el pedido formal ante el magistrado Roberto Gallardo, del Juzgado en lo Contencioso Administrativo y Tributario N°2 de la Ciudad de Buenos Aires. La respuesta no podría haber sido mejor. El juez no sólo hizo lugar a su pedido y solicitó en su fallo que ‘ante la situación de emergencia incomunicacional del barrio se legalice la distribuidora’, sino que también contempló la propuesta de la obtención de una señal propia, algo que se había concretado días antes del asesinato de Adams.

El Canal 31 “Mundo Villa TV”, se convirtió en el primer canal de televisión nacido en el seno de un barrio popular. La señal, que empezó retransmitiendo señales públicas de Bolivia, Paraguay, Perú y Brasil, fue creciendo con el correr de los días, hasta producir sus programas propios -con sus herramientas y su estudio- imbuidos con la idiosincrasia y las necesidades de los vecinos de la villa.

En cada una de sus notas, gráficas o televisivas, Adams dejaba bien en claro cual era su objetivo central. En el artículo publicado en mayo de este año -titulado “En Retiro: muchas promesas, pocas acciones”- decía lo siguiente: “Llegó Diego Santilli –ministro de ambiente y espacio público porteño- y ya anunció su intención de urbanizar la villa 31. Se habla de pintar casas y cambiar la imagen del barrio. Alentamos la intención pero suena a maquillaje. Los vecinos exigen cambios estructurales: cloacas, agua potable, electricidad y limpieza”.

Incluso, quería llegar lejos con la verdad. “Vamos a escrachar a los que vienen en 4 x 4 a comprar droga al barrio”, se ufanó cuando se inauguró la señal en el barrio Múgica. Para muchos, frases de este tipo le valieron la enemistad con los transas del barrio, personajes que se mueven con la impunidad de la protección policial.

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“Todos en el barrio saben quien lo mató y más la policía”, me dice Armando en la entrada de su casa. Aquel domingo, él tenía los pies metidos en un balde con agua jabonosa y escuchaba música ochentosa en un grabador de parlantes galácticos cuando llegué a la villa con la sola compañía de mi anotador. Para mi sorpresa, me recibió con una sonrisa. Armando, un cuarentón de nacionalidad boliviana, bonachón y laburante de mil changas, se jacta de ser “el que la peleó desde el principio con Adams, el que más lo conoció”. Su versión de la historia de vida de Ledezma no era muy distinta de la que me acercó Ruth, por eso mi intención era ahondar en otros detalles.

¿Quién lo había asesinado de una forma tan traicionera, a frías puñaladas por la espalda? “Dicen que lo mató un tal Pichu. Es una rata de la calle, de los peores, de los que venden drogas por el sólo hecho de seguir consumiendo”, me lanzó con un gesto asqueado. Después me contó que el “Pichu” es un pibe de 22 años de nacionalidad paraguaya, que vivía también en la villa de Retiro, cerca de la casa de Adams. Días después del asesinato aún se paseaba por los pasillos y cuando el juez de instrucción porteño Mauricio Zamudio firmó su orden de captura, él ya se había escapado. Y los efectivos del destacamento que está en el corazón de la villa nada hicieron para atraparlo.

La hipótesis de Armando es que el asesinato fue producto de los cruces que había entre el Pichu y Adams, porque el delegado habría intentado “bajarle los cambios”. En la villa, sólo eso bastaba para una puñalada traicionera. Mientras, los investigadores de la División San Martín y los detectives de la División Homicidios de la Policía Federal tratan de determinar si el móvil del crimen se debió a las investigaciones periodísticas llevadas a cabo por Adams. Nadie en el barrio descarta esa teoría. Aún hoy es la que suena más fuerte.

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El 2 de noviembre la comunidad boliviana también celebra el día de los muertos. Según la creencia, en una caminata que comienza el día anterior, el alma del fallecido recorre los lugares por donde transcurrió su vida hasta llegar adonde lo encontró la muerte. Allí son recibidos con comida y bebida que hayan sido de su gusto. Ruth me cuenta que le preparó un montón de galletitas, además de la infaltable chicha, delicia de los exilires etílicos del altiplano. “¿Sabes cómo te das cuenta que estuvo aquí? Porque dejas un vaso con agua sobre la mesa y luego lo encuentras casi vacío. Pasa que caminan durante todo el día, entonces quedan extenuados de tanto andar y tienen mucha sed”, me explica, antes de ponernos a ver los videos de Adams y sus fotos familiares o de escuchar la canción que el cantante cumbiero Cristián Rey le dedicó en su último disco. “Querido compañero, ideólogo de locuras, el sueño del canal villero lograste y perdura, micrófono en mano, 1,2,3…grabando, las noticias del barrio te están extrañando”, entona el músico villero.

Por estos días, Ruth está en plena campaña. Tras la muerte de su compañero, los vecinos le propusieron que debía ser inexorablemente la próxima delegada. “Vinieron a decirme: a usted le corresponde no por derecho, por ley”. Es que muchos consideran que su esposo “fundó la manzana”, razón que la convierte en la obligada heredera. Y ella aceptó el desafío, aunque haya recibido amenazas de los siempre competidores. Hasta Don Sandro se volverá a presentar este año, ávido de revancha. “Lo único que yo le ofrezco a la gente es continuar con el trabajo social de mi marido, terminar los proyectos que quedaron pendientes”, adelanta como plataforma de campaña para los comicios del domingo 28 de noviembre. Luego me entrega los folletos amarillentos que está repartiendo por la manzana. “Vecino, cuento con tu voto. Así como apoyaste a Ledezma, apóyame a mí”, resume el papel brilloso que una amiga del gobierno le envió.

En esa habitación, que es mitad estudio de televisión, mitad salón de fiestas, miramos la película sobre la villa 21 de Barracas, realizada por la ONG que comanda Mundo Villa TV. Los chicos, Caren incluida, se ríen y se tapan los ojos en una tímida escena de sexo entre los protagonistas adolescentes del film que se revuelcan en la penumbra de una ínfima habitación. Ruth me tapa los ojos. “Tu no puedes ver, todavía eres un niño”, bromea.

Ya es tarde, el sol se oculta tras la Autopista y del bullicio apenas queda alguna cumbia lejana. Entonces prometo volver para el día de las elecciones de delegado, cuando la manzana 99 elija a un nuevo representante. Camino por los pasillos del playón este y me pierdo entre los feriantes que desarman sus puestos en los márgenes de la Terminal de ómnibus. Nadie me observa pasar, soy una sombra más en los confines de Retiro.