12 de octubre de 2012

RECURSO-Ficción y realidad



Un antiguo debate entre escritores gira alrededor del llamado realismo literario. Hay dos opiniones contrapuestas, están  los que piensan que la literatura debe mostrar la realidad social y los que, por el contrario, creen que lo que los primeros llaman “mostrar la realidad” no es más que trabajar con una serie de convenciones acordadas.

Jorge Luis Borges, por ejemplo, era uno de estos últimos. Cuando le preguntaron por qué no escribía literatura realista en vez de literatura fantástica él respondió con ironía que toda literatura es esencialmente fantástica, que la idea de literatura realista es falsa, ya que el lector sabe que le están contando una ficción.
Por otro lado si hubiera una literatura que pudiera ser fiel a la realidad habría que ponerse de acuerdo en qué es la realidad. En los años 70 Julio Cortázar dio también  su  respuesta  “La auténtica realidad es mucho más que el ‘contexto sociohistórico y político’, la realidad soy yo y setecientos millones de chinos, un dentista peruano y toda la población de Latinoamérica, Óscar Collazos y Australia, es decir el hombre y los hombres (...)” En otras palabras la realidad es compleja,  e infinita. 

La literatura trabaja con el lenguaje, y el lenguaje en sí es una mediación (de lo contrario las palabras serían las cosas, las palabras no son las cosas, ni son transparentes). Un mínimo desvió de la sintaxis, la forma de adjetivar, los usos de imágenes y metáforas, ya dan cuenta de  algo en el texto que lo define, una decisión estética e, incluso, ideológica. Una forma de representar. Es decir que la realidad que aparece en un texto es una realidad representada.

Fue en el siglo XIX cuando se afinaron los recursos de representación realista. Las descripciones en los relatos realistas de las novelas de la época, uno de cuyos paradigmas es Madame Bovary, de Flaubert tienen por función decir ( hacer sentir al lector) que “son lo real”;  La precisión en el detalle en cualquier descripción es un recurso.

Roland Barthes, habla de “efecto realidad” para referirse a esto. Superar esta tendencia es trabajo de los propios artistas. Por ejemplo  El Guernica", de Picasso, en su representación cubista es una crítica a la realidad de su momento, que  plantea más crudamente el tema de una situación de guerra que cualquier pintura realista. Por otro lado las representaciones de lo real y sus convenciones también pueden verse en los noticieros Televisivos. En lo que se llamó “ventana transparente a los hechos” no hay nada transparente. En cada caso el uso de  los recursos de editting, musicalización, tonos de voz de los locutores, etc. Todos recursos para lograr el “ efecto” realidad. Del mismo modo sucede con la presentación de las noticias en los diarios.

En el  siguiente capítulo leemos al crítico norteamericano James Wood analizando las formas y recursos de estilo con que trabaja el realismo. Lo hace desde una mirada algo socarrona porque va a mostrar de qué modo esa representación que en el momento de su auge (siglo XIX) fue trabajada con verdadero arte, ahora es una convención. a ella Y de qué modo se vuelve invisible para el lector actual que ya está acostumbrado e ella. Seguir a Wood en su parodia de  un texto de Graham Green, nos permite ver cuáles son los recursos y procedimientos de estilo que usa un escritor realista.

Los Mecanismos de la ficción. La convención del realismo
Por James Wood

(…) Barthes afirmaba que no hay ninguna forma «realista» de narrar el mundo. La ingenua creencia de los autores del siglo XIX de que cada palabra tiene un vínculo necesario y transparente con su referente ha quedado anulada. Nos movemos simplemente entre distintos géneros de composición de la ficción, que están en competencia, de los cuales el realismo es precisamente el más confuso y quizás también el más obtuso, porque es el menos consciente de cuáles son sus propios procedimientos. El realismo no se refiere a la realidad; el realismo no es realista. El realismo, como dijo Barthes, es un sistema de códigos convencionales, una gramática tan ubicua que no notamos la forma en que estructura la narrativa burguesa.

En la práctica, lo que Barthes quiere decir es que los novelistas convencionales nos han embaucado: un muro uniforme de prosa se abalanza hacia nosotros, y apenas decimos en voz alta, perezosamente: ¿pero cómo ha ocurrido todo esto?, como deseaba Flaubert. Ya no nos preocupa observar elementos de la ficción como la convención de que la gente hable detrás de un guión («"Tonterías", - dijo él con firmeza»); que un personaje quede bruscamente resumido en una descripción externa cuando entra por primera vez en una novela o un cuento: («Era una mujer bajita, con la cara ancha, de unos cincuenta años y con el pelo mal teñido»); que los detalles se seleccionen con esmero y resulten servicialmente «reveladores» («El observó que le temblaban un poco las manos al servirle el whisky..)  que los detalles dinámicos y los habituales se combinen; que la acción dramática se vea rota sin más por las reflexiones de los personajes («sentado tranquilamente a la mesa, con la cabeza apoyada en el brazo, pensó de nuevo en su padre»); que los personajes cambien; que las historias tengan final; y así sucesivamente.

Graham Greene produce sin esfuerzo alguno ese tipo de «realismo -ingenioso pero natural que sus oponentes tienen en mente:

El profesor se apartó de la ventana. El cristal estaba manchado, observó, con el débil tatuaje de los dedos sucios de otra persona. Pense entonces en las manos de un prisionero, indefensas y apretadas contra la ventanilla de un camión, quizás en Beirut, o en algún suburbio lúgubre de Bagdad. Pensó: yo también soy un prisionero; las enseñanzas mecánicas, los alumnos, la crítica de libros semanal. La debilidad de Fiona. Fiona le necesitaba, y su necesidad le encarcelaba a él como una fiebre interminable.

Sonó un golpecito en la puerta y antes de que el profesor pudiera responder, entró Wentworth. Hay una penumbra única y especial en la oscuridad del viernes por la tarde. ¿No la había llamado Eliot «la hora violeta»? Le dedicó una sonrisa glacial a Wentworth.

—Mire, abuelo, siento mucho lo de anoche.

La aguda voz de Wentworth le arañaba como una rama contra una ventana. Tenía las vocales planas y norteñas del típico chico becado. Se había afeitado con inexperiencia: debajo del suave azul mineral de la barbilla se apiñaban unos pelos cortos como limaduras de hierro en su pálido cuello.

—No importa —dijo el profesor—. ¿Un whisky? —le ofreció, y se sirvió él mismo una generosa ración del líquido, y luego dejó caer dos cubitos de hielo del sudoroso cubo de plástico. El fluido ambarino se parecía de manera desconcertante a su propia orina. Pero sabía algo mejor. Pensó de nuevo en Fiona, en el feo enamoramiento de Wentworth hacia ella. Esperaba algo mejor de él. CY la respuesta de Fiona? No podía estar seguro.

Pero es lo que pasa siempre con los segundos matrimonios. Tienes que estar en guardia. El profesor siempre estaba en guardia; lo estaba desde que tenía dos años y su hermana mayor le robó su rosario favorito. Pero ¿quién guarda a los guardianes? ¿Dios? Así lo había creído una vez; ahora, la palabra Dios le resultaba tan seca en la boca como una antigua hostia de comunión.

El profesor movió el whisky en el vaso, haciendo que tintinearan los cubitos de hielo. Wentworth, observó, desprendía un ligero hedor. Era el olor del pecado.

Es una parodia, pero se pueden reconocer los recursos. Me he ceñido al punto de vista del profesor, aunque de una manera bastante «suave», para que el lector apenas lo note, he proporcionado algunos detalles reveladores, algunas metáforas y símiles «buenos» (las limaduras de hierro, etcétera), he aplicado el estilo indirecto libre («¿Y la respuesta de Fiona? No podía estar seguro. Pero es lo que pasa siempre con los segundos matrimonios»), la «referencia clave» en la cual el autor hace generalizaciones confidenciales, algo que los novelistas del siglo xix hacían muchísimo, y de las cuales Greene también es culpable («Tenía las vocales planas y norteñas del típico chico beca- do»), la reflexión («Pensó entonces en las manos de un prisionero»), y después he aplicado una corrección intensa y cuidadosas omisiones, ya que este estilo siempre depende mucho de lo que no se dice, de su control de la realidad, de su afirmación de estilo «por encima» de la realidad.

El estilo se podría llamar realismo comercial. Establece una gramática de la narración inteligente, estable y transparente, derivada a su vez de la gramática más original de Flaubert y que, por supuesto, no acabó con Greene. La narrativa contemporánea realista y eficiente, elegantemente perfilada, todavía suena muy parecida a ésta. Aquí tenemos a John le Garre, de La gente de Smiley:

Smiley llegó a Hamburgo a media mañana y cogió el autobús del aeropuerto hacia el centro de la ciudad. La niebla persistía y el día era muy frío. En la plaza de la Estación, después de repetidos rechazos, encontró un viejo y magro hotel de terminal con un ascensor en el que podían subir tres personas a la vez. Se inscribió como Standfast. luego fue andando hasta una agencia de alquiler de coches, donde alquiló un pequeño Opel que aparcó en un garaje subterráneo donde se oía por unos altavoces a Beethoven suavizado.

Esto está bien escrito, desde luego, y para los cánones de los thrillers contemporáneos es magnífico (lo del hotel «magro» es muy bueno). Pero el detalle seleccionado es o bien tranquilizadoramente plano (niebla, frío, el coche Opel) o tranquilizadoramente «revelador»: no es nada fuera de lo corriente. El hotel está pintado en el lienzo con su ascensor que sólo puede llevar tres personas, el garaje con su Beethoven. La selección del detalle es simplemente lo mínimo necesario para convencer al lector de que aquello es «real», de que «ocurrió de verdad». Puede que sea «real», pero no es real, porque ninguno de esos detalles está verdaderamente vivo. La narrativa, la gramática del realismo, existe para anunciarnos: «Y así es como aparece la realidad en una novela como ésta: unos pocos detalles que no son extraordinarios, pero que están elegidos y ejecutados con gusto, lo suficiente para que la escena funcione.

Nadie negaría que escribir de esta manera se ha convertido en una especie de reglamento invisible, de modo que ya no notamos su artificialidad. Uno de los motivos para ello es económico. El realismo comercial ha acaparado el mercado, se ha convertido en la marca más potente de la ficción. Debemos esperar que esta marca se reproduzca económicamente, una y otra vez. Por eso la queja de que el realismo no es más que una gramática o conjunto de normas que oscurecen la vida es una descripción mejor para le Garre o para P. D. James que para Flaubert o para George Eliot o Isherwood: cuando un estilo se descompone, se aplana y se convierte en un género, entonces en realidad se convierte en una serie de gestos y técnicas que suelen carecer de vida. La eficiencia del género del thriller toma todo lo que necesita de Flaubert o de Isherwood, mucho más eficientes, y elimina lo que hizo verdaderamente vivos a esos escritores. Y, por supuesto, el género más privilegiado económicamente de ese tipo de «realismo» que carece casi de vida es el cine comercial, a través del cual la mayoría de la gente hoy en día recibe su idea de lo que constituye una narración «realista».

Una descomposición como ésta le ocurre a todo género de larga duración y éxito; de modo que la tarea del escritor (o del crítico, o del lector) es buscar lo irreductible, lo superfluo, el margen de gratuidad, el elemento de un estilo que no se puede reproducir ni reducir fácilmente.