Un antiguo debate entre escritores gira alrededor del llamado realismo literario. Hay dos opiniones contrapuestas, están los que piensan que la literatura debe mostrar la realidad social y los que, por el contrario, creen que lo que los primeros llaman “mostrar la realidad” no es más que trabajar con una serie de convenciones acordadas.
Jorge
Luis Borges, por ejemplo, era uno de estos últimos. Cuando le preguntaron por
qué no escribía literatura realista en vez de literatura fantástica él
respondió con ironía que toda literatura es esencialmente fantástica, que la
idea de literatura realista es falsa, ya que el lector sabe que le están
contando una ficción.
Por otro
lado si hubiera una literatura que pudiera ser fiel a la realidad habría que
ponerse de acuerdo en qué es la realidad. En los años 70 Julio Cortázar dio
también su respuesta “La auténtica realidad es mucho más
que el ‘contexto sociohistórico y político’, la realidad soy yo y setecientos
millones de chinos, un dentista peruano y toda la población de Latinoamérica,
Óscar Collazos y Australia, es decir el hombre y los hombres (...)” En otras
palabras la realidad es compleja, e
infinita.
La
literatura trabaja con el lenguaje, y el lenguaje en sí es una mediación (de lo
contrario las palabras serían las cosas, las palabras no son las cosas, ni son
transparentes). Un mínimo desvió de la sintaxis, la forma de adjetivar, los
usos de imágenes y metáforas, ya dan cuenta de algo en el texto que lo define, una
decisión estética e, incluso, ideológica. Una forma de representar. Es decir
que la realidad que aparece en un texto es una realidad representada.
Fue en el
siglo XIX cuando se afinaron los recursos de representación realista. Las
descripciones en los relatos realistas de las novelas de la época, uno de cuyos
paradigmas es Madame Bovary, de Flaubert tienen por función decir ( hacer
sentir al lector) que “son lo real”; La
precisión en el detalle en cualquier descripción es un recurso.
Roland
Barthes, habla de “efecto realidad” para referirse a esto. Superar esta
tendencia es trabajo de los propios artistas. Por ejemplo El Guernica", de Picasso, en su
representación cubista es una crítica a la realidad de su momento, que plantea más crudamente el tema de una
situación de guerra que cualquier pintura realista. Por otro lado las
representaciones de lo real y sus convenciones también pueden verse en los
noticieros Televisivos. En lo que se llamó “ventana transparente a los hechos”
no hay nada transparente. En cada caso el uso de los recursos de editting,
musicalización, tonos de voz de los locutores, etc. Todos recursos para lograr
el “ efecto” realidad. Del mismo modo sucede con la presentación de las
noticias en los diarios.
En
el siguiente capítulo
leemos al crítico norteamericano James Wood analizando las formas y recursos de
estilo con que trabaja el realismo. Lo hace desde una mirada algo socarrona
porque va a mostrar de qué modo esa representación que en el momento de su auge
(siglo XIX) fue trabajada con verdadero arte, ahora es una convención. a ella Y
de qué modo se vuelve invisible para el lector actual que ya está acostumbrado
e ella. Seguir a Wood en su parodia de un
texto de Graham Green, nos permite ver cuáles son los recursos y procedimientos
de estilo que usa un escritor realista.
Los
Mecanismos de la ficción. La convención del realismo
Por James
Wood
(…)
Barthes afirmaba que no hay ninguna forma «realista» de narrar el mundo. La
ingenua creencia de los autores del siglo XIX de que cada palabra tiene un
vínculo necesario y transparente con su referente ha quedado anulada. Nos
movemos simplemente entre distintos géneros de composición de la ficción, que
están en competencia, de los cuales el realismo es precisamente el más confuso
y quizás también el más obtuso, porque es el menos consciente de cuáles son sus
propios procedimientos. El realismo no se refiere a la realidad; el realismo no
es realista. El realismo, como dijo Barthes, es un sistema de códigos
convencionales, una gramática tan ubicua que no notamos la forma en que
estructura la narrativa burguesa.
En la
práctica, lo que Barthes quiere decir es que los novelistas convencionales nos
han embaucado: un muro uniforme de prosa se abalanza hacia nosotros, y apenas
decimos en voz alta, perezosamente: ¿pero cómo ha ocurrido todo esto?, como
deseaba Flaubert. Ya no nos preocupa observar elementos de la ficción como la
convención de que la gente hable detrás de un guión («"Tonterías", -
dijo él con firmeza»); que un personaje quede bruscamente resumido en una
descripción externa cuando entra por primera vez en una novela o un cuento:
(«Era una mujer bajita, con la cara ancha, de unos cincuenta años y con el pelo
mal teñido»); que los detalles se seleccionen con esmero y resulten
servicialmente «reveladores» («El observó que le temblaban un poco las manos al
servirle el whisky..) que
los detalles dinámicos y los habituales se combinen; que la acción dramática se
vea rota sin más por las reflexiones de los personajes («sentado tranquilamente
a la mesa, con la cabeza apoyada en el brazo, pensó de nuevo en su padre»); que
los personajes cambien; que las historias tengan final; y así sucesivamente.
Graham
Greene produce sin esfuerzo alguno ese tipo de «realismo -ingenioso pero
natural que sus oponentes tienen en mente:
El
profesor se apartó de la ventana. El cristal estaba manchado, observó, con el
débil tatuaje de los dedos sucios de otra persona. Pense entonces en las manos
de un prisionero, indefensas y apretadas contra la ventanilla de un camión,
quizás en Beirut, o en algún suburbio lúgubre de Bagdad. Pensó: yo también soy
un prisionero; las enseñanzas mecánicas, los alumnos, la crítica de libros
semanal. La debilidad de Fiona. Fiona le necesitaba, y su necesidad le
encarcelaba a él como una fiebre interminable.
Sonó un
golpecito en la puerta y antes de que el profesor pudiera responder, entró
Wentworth. Hay una penumbra única y especial en la oscuridad del viernes por la
tarde. ¿No la había llamado Eliot «la hora violeta»? Le dedicó una sonrisa
glacial a Wentworth.
—Mire,
abuelo, siento mucho lo de anoche.
La aguda
voz de Wentworth le arañaba como una rama contra una ventana. Tenía las vocales
planas y norteñas del típico chico becado. Se había afeitado con inexperiencia:
debajo del suave azul mineral de la barbilla se apiñaban unos pelos cortos como
limaduras de hierro en su pálido cuello.
—No
importa —dijo el profesor—. ¿Un whisky? —le ofreció, y se sirvió él mismo una
generosa ración del líquido, y luego dejó caer dos cubitos de hielo del
sudoroso cubo de plástico. El fluido ambarino se parecía de manera
desconcertante a su propia orina. Pero sabía algo mejor. Pensó de nuevo en
Fiona, en el feo enamoramiento de Wentworth hacia ella. Esperaba algo mejor de
él. CY la respuesta de Fiona? No podía estar seguro.
Pero es
lo que pasa siempre con los segundos matrimonios. Tienes que estar en guardia.
El profesor siempre estaba en guardia; lo estaba desde que tenía dos años y su
hermana mayor le robó su rosario favorito. Pero ¿quién guarda a los guardianes?
¿Dios? Así lo había creído una vez; ahora, la palabra Dios le resultaba tan
seca en la boca como una antigua hostia de comunión.
El
profesor movió el whisky en el vaso, haciendo que tintinearan los cubitos de
hielo. Wentworth, observó, desprendía un ligero hedor. Era el olor del pecado.
Es una
parodia, pero se pueden reconocer los recursos. Me he ceñido al punto de vista
del profesor, aunque de una manera bastante «suave», para que el lector apenas
lo note, he proporcionado algunos detalles reveladores, algunas metáforas y
símiles «buenos» (las limaduras de hierro, etcétera), he aplicado el estilo
indirecto libre («¿Y la respuesta de Fiona? No podía estar seguro. Pero es lo
que pasa siempre con los segundos matrimonios»), la «referencia clave» en la
cual el autor hace generalizaciones confidenciales, algo que los novelistas del
siglo xix hacían muchísimo, y de las cuales Greene también es culpable («Tenía
las vocales planas y norteñas del típico chico beca- do»), la reflexión («Pensó
entonces en las manos de un prisionero»), y después he aplicado una corrección
intensa y cuidadosas omisiones, ya que este estilo siempre depende mucho de lo
que no se dice, de su control de la realidad, de su afirmación de estilo «por
encima» de la realidad.
El estilo
se podría llamar realismo comercial. Establece una gramática de la narración
inteligente, estable y transparente, derivada a su vez de la gramática más
original de Flaubert y que, por supuesto, no acabó con Greene. La narrativa
contemporánea realista y eficiente, elegantemente perfilada, todavía suena muy
parecida a ésta. Aquí tenemos a John le Garre, de La gente de Smiley:
Smiley
llegó a Hamburgo a media mañana y cogió el autobús del aeropuerto hacia el
centro de la ciudad. La niebla persistía y el día era muy frío. En la plaza de
la Estación, después de repetidos rechazos, encontró un viejo y magro hotel de
terminal con un ascensor en el que podían subir tres personas a la vez. Se
inscribió como Standfast. luego fue andando hasta una agencia de alquiler de
coches, donde alquiló un pequeño Opel que aparcó en un garaje subterráneo donde
se oía por unos altavoces a Beethoven suavizado.
Esto está
bien escrito, desde luego, y para los cánones de los thrillers contemporáneos
es magnífico (lo del hotel «magro» es muy bueno). Pero el detalle seleccionado
es o bien tranquilizadoramente plano (niebla, frío, el coche Opel) o
tranquilizadoramente «revelador»: no es nada fuera de lo corriente. El hotel
está pintado en el lienzo con su ascensor que sólo puede llevar tres personas,
el garaje con su Beethoven. La selección del detalle es simplemente lo mínimo
necesario para convencer al lector de que aquello es «real», de que «ocurrió de
verdad». Puede que sea «real», pero no es real, porque ninguno de esos detalles
está verdaderamente vivo. La narrativa, la gramática del realismo, existe para
anunciarnos: «Y así es como aparece la realidad en una novela como ésta: unos
pocos detalles que no son extraordinarios, pero que están elegidos y ejecutados
con gusto, lo suficiente para que la escena funcione.
Nadie negaría
que escribir de esta manera se ha convertido en una especie de reglamento
invisible, de modo que ya no notamos su artificialidad. Uno de los motivos para
ello es económico. El realismo comercial ha acaparado el mercado, se ha
convertido en la marca más potente de la ficción. Debemos esperar que esta
marca se reproduzca económicamente, una y otra vez. Por eso la queja de que el
realismo no es más que una gramática o conjunto de normas que oscurecen la vida
es una descripción mejor para le Garre o para P. D. James que para Flaubert o
para George Eliot o Isherwood: cuando un estilo se descompone, se aplana y se
convierte en un género, entonces en realidad se convierte en una serie de
gestos y técnicas que suelen carecer de vida. La eficiencia del género del
thriller toma todo lo que necesita de Flaubert o de Isherwood, mucho más
eficientes, y elimina lo que hizo verdaderamente vivos a esos escritores. Y,
por supuesto, el género más privilegiado económicamente de ese tipo de
«realismo» que carece casi de vida es el cine comercial, a través del cual la
mayoría de la gente hoy en día recibe su idea de lo que constituye una
narración «realista».
Una
descomposición como ésta le ocurre a todo género de larga duración y éxito; de
modo que la tarea del escritor (o del crítico, o del lector) es buscar lo
irreductible, lo superfluo, el margen de gratuidad, el elemento de un estilo
que no se puede reproducir ni reducir fácilmente.