24 de enero de 2013

RECURSOS-El placer del texto.Roland Barthes


Los sistemas ideológicos son ficciones (ídolos del teatro, hubiese dicho Bacon), novelas, pero novelas clásicas provistas de intrigas, de crisis, de personajes buenos y malos (lo novelesco es otra cosa: un simple corte no estructurado, una diseminación de formas: la maya). Cada ficción está sostenida por un habla social, un sociolector con el que se identifica: la ficción es ese grado de consistencia en donde se alcanza un lenguaje cuando se ha cristalizado excepcionalmente y encuentra una clase sacerdotal (oficiantes, intelectuales, artistas) para hablarlo comúnmente y difundirlo.
"[...] Cada pueblo posee un universo de conceptos matemáticamente repartidos, y bajo la exigencia de la verdad, comprende que desde allí en adelante todo dios conceptual debe sólo ser buscado en su esfera" (Nietzsche): estamos todos capturados en la verdad de los lenguajes, es decir, en su regionalidad, arrastrados en la formidable rivalidad que reglamenta su vecindad. Pues cada habla (cada ficción) combate con su hegemonía y cuando obtiene el poder se extiende en lo corriente y lo cotidiano volviéndose doxa, naturaleza: es el habla pretendidamente apolítica de los hombres políticos, de los agentes del Estado, de la prensa, de la radio, de la televisión, de la conversación; pero incluso fuera del poder, contra él, la rivalidad renace, las hablas se fraccionan, luchan entre ellas. Una despiadada tópica regula la vida del lenguaje; el lenguaje proviene siempre de algún lugar: es un topos guerrero.
El mundo del lenguaje (la logosfera) era representado como un inmenso y perpetuo conflicto de paranoias. Sólo sobreviven los sistemas (las ficciones, las hablas) suficientemente creadores para producir una última figura, aquella que marca al adversario bajo un vocablo a medias científico, a medias ético, especie de torniquete que permite simultáneamente comprobar, explicar, condenar, vomitar, recuperar al enemigo, en una palabra: hacerle pagar. Entre otras, puede decirse de ciertas vulgatas: del habla marxista, para quien toda oposición es de clase; del habla psicoanalítica, para quien toda denegación es una confesión; del habla cristiana, para quien todo rechazo es demanda, etc. Fue sorprendente que el lenguaje del poder capitalista no comprendiese a primera vista tal figura de sistema (de la más baja especie en tanto los oponentes no eran dichos más que "intoxicados", "teleguiados", etc.); es comprensible entonces que la presión del lenguaje capitalista (proporcionalmente más fuerte) no sea del orden paranoico, sistemático, argumentativo, articulado: es un envenenamiento implacable, una doxa, una forma de inconsciente: en resumen, la ideología en su esencia.

No hay otro medio para que estos sistemas hablados dejen de perturbar o incomodar más que habitar alguno de ellos. Si no: ¿y yo, y yo, qué es lo que hago en todo esto?

El texto, por el contrario, es atópico, si no en su consumo, por lo menos en su producción. No es un habla, una ficción, en él el sistema está desbordado, abandonado (ese desbordamiento, esa defección es la significancia). De esta atopía el texto toma y comunica a su lector un estado extraño: simultáneamente incompatible y calmo. En la guerra de los lenguajes pueden existir momentos tranquilos, y esos momentos son los textos ("La guerra —dice un personaje de Brecht— no excluye la paz... La guerra tiene sus momentos de paz... Entre dos escaramuzas se vacía tranquilamente un vaso de cerveza..."). Entre dos asaltos de palabras, entre dos presencias de sistemas, el placer del texto es siempre posible no como una cesión sino como el pasaje incongruente —disociado— de otro lenguaje, como el ejercicio de una fisiología diferente.

Todavía existe demasiado heroísmo en nuestros lenguajes; en los mejores —pienso en el de Bataille—, exaltación de ciertas expresiones y finalmente una especie de heroísmo insidioso. Por el contrario, el placer del texto (el goce del texto) es como una eliminación brusca del valor guerrero, una escamación pasajera de los arrestos del escritor, una detención del "corazón" (del coraje).

¿Cómo un texto que es del orden del lenguaje puede ser fuera de los lenguajes? ¿Cómo exteriorizar (sacar al exterior) las hablas del mundo sin refugiarse en una última habla a partir de la cual las otras serían simplemente comunicadas, recitadas? En el momento en que nombro soy nombrado: capturado en la rivalidad de los nombres. ¿Cómo el texto puede "salir" de la guerra de las ficciones, de los sociolectos? Por un trabajo progresivo de extenuación. En primer lugar el texto liquida todo metalenguaje, y es por esto que es texto: ninguna voz (Ciencia, Causa, Institución) está detrás de lo que él dice. Seguidamente, el texto destruye hasta el fin, hasta la contradicción, su propia categoría discursiva, su referencia sociolingüística (su "género"); es "lo cómico que no hace reír", la ironía que no sujeta el júbilo sin alma, sin mística (Sarduy), la cita sin comillas. Por último, el texto puede, si lo desea, atacar las estructuras canónicas de la lengua misma (Sollers): el léxico (exuberantes neologismos, palabras multiplicadoras, transliteraciones), la sintaxis (no más célula lógica ni frase). Se trata, por trasmutación (y no solamente por transformación), de hacer aparecer un nuevo estado filosofal de la materia del lenguaje; este estado insólito, este metal incandescente fuera del origen y de la comunicación es entonces parte del lenguaje y no un lenguaje, aunque fuese excéntrico, doblado, ironizado.

El placer del texto no tiene acepción ideológica. Sin embargo: esta impertinencia no aparece por liberalismo sino por perversión: el texto, su lectura, están escindidos. Lo que está desbordado, quebrado, es la unidad moral que la sociedad exige de todo producto humano. Leemos un texto (de placer) como una mosca vuela en el volumen de una pieza, por vueltas bruscas, falsamente definitivas, apresuradas e inútiles: la ideología pasa sobre el texto y su lectura como el enrojecimiento sobre un rostro (en el amor algunos gustan eróticamente de este rubor); todo escritor de placer tiene esos rubores imbéciles (Balzac, Zola, Flaubert, Proust: salvo tal vez Mallarmé, dueño de sí mismo): en el texto de placer las fuerzas contrarias no están en estado de represión sino en devenir: nada es verdaderamente antagonista, todo es plural. Atravieso sutilmente la noche reaccionaria. Por ejemplo, en Fecundidad de Zola la ideología es flagrante, particularmente pegajosa: naturalismo, familiarismo, colonialismo; eso no impide que continúe leyendo el libro. ¿Esta distorsión es banal? Es posible encontrar asombrosa la habilidad económica con la que el sujeto se escinde, dividiendo su lectura, resistiendo al contagio del juicio, a la metonimia de la satisfacción: ¿será que el placer vuelve objetivo?

Algunos quieren un texto (un arte, una pintura) sin sombra, separado de la "ideología dominante"; pero la ideología dominante; pero es querer un texto sin fecundidad, sin productividad, un texto estéril (vean el mito de la Mujer sin Sombra). El texto tiene necesidad de su sombra: esta sombra es un poco de ideología, un poco de representación, un poco de sujeto: espectros, trazos, rastros, nubes necesarias: la subversión debe producir su propio claroscuro.
(Se dice corrientemente: "ideología dominante". Esta expresión es incongruente ¿pues, qué es la ideología? Es precisamente la idea cuando domina: la ideología no puede ser sino dominante. Mientras que es justo hablar de "ideología de la clase dominante" puesto que existe una clase dominada, es inconsecuente hablar de "ideología dominante", pues no hay ideología dominada: del lado de los "dominados" no hay nada, ninguna ideología, sino precisamente —y es el último grado de la alienación— la ideología que están obligados —para simbolizar, para vivir —a tomar de la clase que los domina. La lucha social no puede reducirse a la lucha de dos ideologías rivales: lo que está en cuestión es la subversión de toda ideología.)

Es necesario marcar bien los imaginarios del lenguaje, a saber: la palabra como unidad singular, mónada mágica; el lenguaje como instrumento o expresión del pensamiento: la escritura como transliteración de la palabra; la carencia misma o la negación del lenguaje como fuerza primaria, espontánea, pragmática. Todos esos artefactos son asumidos por el imaginario de la ciencia (la ciencia como imaginario); la lingüística enuncia muy bien la verdad sobre el lenguaje pero solamente en esto: que ninguna ilusión consciente es realizada; es la definición misma de lo imaginario: la inconsciencia del inconsciente.
Ya es un primer trabajo restablecer en la ciencia del lenguaje aquello que le es atribuido fortuitamente, desdeñosamente, y a veces directamente negado: la semiología (la estilística, la retórica, decía Nietzsche), la práctica, la acción ética, el "entusiasmo" (Nietzsche, otra vez). Un segundo trabajo es volver a colocar en la ciencia lo que va contra ella: en este caso el texto. El texto es el lenguaje sin su imaginario, es lo que falta a la ciencia del lenguaje para que sea revelada su importancia general (y no por su particularidad tecnocrática). Todo lo que es apenas tolerado o rotundamente rechazado por la lingüística (como ciencia canónica, positiva) —la significancia, el goce— es lo que precisamente retira el texto de los imaginarios del lenguaje.
Sobre el placer del texto no es posible ninguna "tesis"; apenas una inspección (una introspección) abreviada. Eppure si gaude! Y sin embargo, y a despecho de todo, gozo del texto.
¿Podemos al menos dar algunos ejemplos? Se podría pensar en una inmensa cosecha colectiva: se recogerían todos los textos que hubiesen dado placer a alguien (no importa el lugar de donde viniesen) y se revelaría ese cuerpo textual (corpus: está bien dicho) un poco como el psicoanálisis ha expuesto el cuerpo erótico del hombre. Sin embargo, sería de temer que tal trabajo no alcanzara más que a explicar los textos recogidos, habría una bifurcación inevitable del proyecto: no pudiendo decirse, el placer entraría en la vía general de las motivaciones, ninguna de las cuales podría ser definitiva (si alego aquí algunos placeres de texto es siempre de paso, de una manera precaria, sin regularidad). En una palabra, tal trabajo no podría escribirse. No puedo más que girar alrededor del tema, y por lo tanto vale más hacerlo breve y solitariamente antes que colectiva e interminablemente; es mejor renunciar que efectuar el paso del valor—fundamento de la afirmación— a los valores, que son efectos de cultura.
Como criatura de lenguaje, el escritor está siempre atrapado en la guerra de las ficciones (de las hablas), en la que solamente es un juguete, puesto que el lenguaje que lo constituye (la escritura) está siempre fuera de lugar (es atópico). Por el simple efecto de la polisemia (estado rudimentario de la escritura), el compromiso combativo de una palabra literaria es, desde su origen, dudoso. El escritor está siempre sobre el trabajo ciego de los sistemas a la deriva; es un comodín, un maná, un grado cero, el muerto del bridge: necesario para el sentido (para el combate) pero en sí mismo privado de sentido fijo; su lugar, su valor (de cambio) varía según los movimientos de la historia, de los golpes tácticos de la lucha: se le exige todo y/o nada. Está fuera del intercambio, sumergido en el no beneficio, el mushotoku zen, sin deseo de tomar nada sino el goce perverso de las palabras (pero el goce no es nunca un tomar: nada lo separa del satori, de la pérdida). Paradoja: esta gratuidad de la escritura (que se vincula por el goce con la gratuidad de la muerte) es silenciada por el escritor: se contracta, se musculiza, niega la deriva, reprime el goce: hay muy pocos que combaten a la vez la represión ideológica y la represión libidinal (aquella que el intelectual hace pesar sobre sí mismo: sobre su propio lenguaje).