2 de septiembre de 2014

TEXTOS TEÓRICOS-El arte, o la otra comunicación

TEXTO 1
EL ARTE, O LA OTRA COMUNICACIÓN
Eduardo Grüner
Hace ya muchas décadas, en su estupendo informe etnográfico sobre los Dogon de África Occidental, el antropólogo Marcel Griaule transmite una observación notable: cada hombre Dogon tiene un secreto íntimo, sólo conocido por él, que no le revelan jamás a sus seres más queridos, que se llevan a su tumba. Ese secreto es…su nombre.
Su verdadero nombre, con el que ellos se “autobautizan” en el ritual de iniciación que los hace adultos, y en el cual el shamán de la tribu les da un hombre “falso”, que usarán el resto de su vida para comunicarse con los otros miembros de la tribu. Un Dogon no sabrá jamás exactamente, por lo tanto, a quién le está hablando; ni por supuesto, a quien está escuchando. Y sin embargo – informa Griaule-, la Dogon es una cultura extraordinariamente sociable y afable, comunicativa, casi podríamos decir “parlanchina”. Quizá se pueda decir que una cosa es consecuencia de la otra. Quiero decir: quizá se pueda formular la hipótesis de que la eficacia de una auténtica comunicación, su eficacia profundamente humana, y no meramente técnica, depende de que haya en su propio núcleo espacio para un secreto, para un enigma inalcanzable; algo del orden de lo sagrado (que no es lo mismo que lo “religioso”): una suerte de silencio inaccesible que funde la necesidad de la Palabra, así como, en la música, son también los silencios los que determinan la estructura de lo escuchable. Si fuera así, la condición misma de esa auténtica “comunicación” sería la de una política (en el sentido más amplio pero más estricto del término: una práctica generadora de polis, de comunidad) tendiente a resguardar, en la comunicación, ese espacio no determinado ni determinable de antemano que solicitara un permanente acto de re-fundación comunitaria, una participación activa de la sociedad en la creación de su propia polis. Pero ¿hace falta recordarlo?, no es así actualmente. La así llamada “globalización” (una “novedad” que, aún teniendo en cuenta todas las transformaciones históricas, los latinoamericanos conocemos desde hace exactamente 508 años) ha instituido, en su marcha mundial, la ideología de la más absoluta transparencia, que es estrictamente complementaria de la del “fin de la historia”: en efecto, si todo es visible, si el mundo entero está presente ante nuestros ojos a través de la TV por ya no quedan espacios secretos, enigmas, silencios sobre los cuales fundar un nuevo Sentido. Ya no queda futuro, y estamos viviendo en el más absoluto y eterno de los presentes, sin esperanzas –ni necesidad- de cambio. El mundo, cuyas zonas misteriosas se trataba de interpretar –es decir, de someter a crítica-, se ha vuelto “ininterpretable” e “incriticable”; bajo esta concepción, la “comunicación” se ha vuelto un modo de la conformidad, o de la resignación. Ha perdido su carácter más profundamente humano –el impulso y la curiosidad por comprender los enigmas, el “nombre secreto” del Otro (del otro hombre o mujer, de la otra cultura, del otro “punto de vista”)- para someterse al trámite técnico de simplemente ver al Otro, transformándolo en mero espectáculo exterior, sin misterios a descifrar con él. La “comunicación”, en esta forma dominada por la Industria Cultural globalizada –que tiende a arrasar con las auténticas diferencias culturales, imponiendo una “visibilidad” homogénea a miles de millones de sujetos- puede llegar a ser sencillamente obscena. Y más aún cuando se pretende que ella crea una “unidad” entre todos los hombres y mujeres del planeta: esa “unidad por arriba” de las imágenes universalizadas (que, como hemos sugerido, no es tal “unidad” sino homogeneización), y que además serializa a los receptores, transformándolos en individuos asociales que reciben las imágenes uno por uno, en la soledad de su dormitorio, su living o su escritorio) oculta las hondas desigualdades, fracturas y desgarramientos que este estilo de globalización ha generado “por abajo”, provocando la más injusta distribución de los “bienes terrenales” que conozca la Historia moderna (en cifras gruesas, hoy el 20% de la población mundial recibe el 80% de los beneficios disponibles).Como da la casualidad, por otra parte, que los sectores más excluidos y oprimidos por este proceso mundial (África, América Latina y buena parte de Asia) coinciden regionalmente con lo que la ideología autojustificadora de los tiempos coloniales consideraba etnias “inferiores”, se han generados asimismo formas renovadas de racismo, intolerancia y discriminación a nivel mundial, que cada vez con mayor frecuencia suponen conflictos violentos, cuando no episodios de verdadero genocidio.
Como se ve, entonces, muy lejos de ese horizonte idílico de “comunicación universal” que se nos quiere “vender” como quizá la principal mercancía manejada hoy por la “mano invisible” (¿y no es paradójica esta expresión, cuando estamos hablando de la ideología de la plena “visibilidad”?) En esta situación – como se la ha llamado- postcolonial por lo tanto, lo que hay es homogeneidad de lo “visible” por arriba e insostenible desigualdad por abajo. ¿Dónde ha quedado el lugar, entonces, de la auténtica y creativa diferencia? Tal vez –es una apuesta pascaliana, sin garantías previas- en el Arte. Está claro que el arte por sí mismo no va a operar la transformación que el mundo requiere (un error a menudo señalado por las vanguardias estéticas originarias fue el de la omnipotencia de que el arte pudiera “cambiar la vida”, como decía Rimbaud), ni va a restaurar el deseo comunitario de construir la Historia. Esa es una tarea de la sociedad en su conjunto. Pero el arte puede (y en cierto modo deben sin que este “deber” ético implique receta alguna sobre como hacerlo) generar alternativas de otra comunicación: una comunicación que, por así decir, atente contra la lógica férrea de la falsa “unidad” de lo visible, que gobierna actualmente, permitiendo que aflore la pregunta, la interrogación crítica sobre los enigmas del mundo, mostrando que este mundo no es realmente ese “espejo” transparente que los “poderes terrenales”, quisieran hacernos creer. Una comunicación que restituya lo visible como conflicto de la visión, la cultura como campo de batalla entre lo “comunicable” y lo “incomunicable”. Que denuncie aquella “transparencia” como un disfraz de la opacidad de las “manos invisibles”, que diseñan un punto de vista único al que todos tendríamos que someternos. Y, a decir verdad, esto es lo que el auténtico arte ha hecho siempre: desarticular las visiones estabilizadas e institucionalizadas, mostrando que hay siempre una diferencia posible. Mostrando que ningún pretendido Concepto Universal impuesto por ningún “pensamiento único” puede disolver la singularidad concreta e irreductible de la obra, así como ninguna homogeneidad globalizada debería poder disolver la singularidad concreta y múltiple de la vida, de cada vida. El arte es, sin duda, también “comunicación”. Pero la comunicación para el arte no es una evidencia en un problema. Como dijo alguien es, el problema mismo de la rebelión de lo concreto contra las falsas abstracciones del Poder. Y esto incluye, desde ya, al arte llamado “abstracto” –que como lo conjetura Levi-Strauss- es tal vez el másconcreto de todos, el que pone en juego la materia que está antes de toda “forma”. El arte, como materia en permanente proceso de transformación, es una suerte de matriz para pensar las potencialidades futuras del mundo, y no sus “actualidades” supuestamente eternas. Y, en este sentido, la comunicación en el arte apunta a la dialéctica de lo visible y lo invisible, a la pregunta por los enigmas que todavía no han podido ser descifrados, y cuya respuesta sólo puede ser construida (no por el “público”, no por los  “consumidores” de arte sino) por todos aquellos artistas, o no, capaces de no someterse a la falsa transparencia de lo real. Capaces, en definitiva, de seguir preguntándose por el nombre secreto y sagrado de los Dogon aún cuando sepan que jamás les será totalmente revelado.
7°Bienal de La Habana, 2000.



TEXTO 2
DOMINGO
Por Beatriz Actis
Leo en el Diario de Brecht (9-8-1940): “Sobre la concisión del estilo clásico: si en una página omito lo suficiente, estoy reservando para una sola palabra —por ejemplo, la palabra noche, en la frase — el valor equivalente a lo que he dejado afuera en la imaginación del lector”. Idéntica a la teoría del iceberg de Hemingway, solo que en el caso de Brecht se deja afuera lo que el lector conoce y en el caso de Hemingway se deja afuera lo que el lector no conoce.
En París era una fiesta, refiriéndose a uno de sus primeros cuentos, escribe Hemingway: “En una historia muy simple llamada Out of Season (Fuera de temporada) omití el verdadero final en que el viejo se ahorcaba. Lo omití basándome en mi teoría de que se puede omitir cualquier cosa si se sabe qué omitir y que la parte omitida refuerza la historia y hace al lector sentir algo más de lo que ha comprendido”.
El cuento de Walsh ‘Esa mujer’ pertenece a la primera categoría. Todos los lectores —argentinos— saben que la mujer, a la que nunca se nombra, es Eva Perón. En cambio ‘La siesta del martes’ de García Márquez pertenece a la segunda. No se narra la escena central —con la mujer que va con su hija al cementerio bajo la mirada acusadora del pueblo— y el lector debe imaginarla. En los dos casos lo que se sustrae define la historia.