27 de noviembre de 2014

CRONICA ALUMNOS - El afuera está lleno de encierro

El afuera está lleno de encierro

Por Alida Dagnino Contini

Jony avanza a paso lento por la calle 3 del barrio Nueva York, de Berisso. Todos los días patea los adoquines viejos del lugar que lo vio crecer. Va a la escuela a la mañana, cuando le pinta. A la tarde se junta en la esquina con los pibes del barrio. Escuchan música, toman una gaseosa. Fuman porro y a veces cortan botellas de coca y se arman fernet o gancia. Jony va a un taller en Mansión Obrera, un centro cultural que queda justo en frente de su casa. Rara vez falta. Usa una gorra de Puma. A veces consigue unas changas, volantea por 10 pesos la hora. Cuando lo veo, lo saludo. No entiendo la relación entre su altura actual y el tiempo que pasó desde que lo conozco.
Lucas “el cabe” Carovatti camina por los largos y oscuros pasillos de Nuevo Dique, de pabellón en pabellón, celebrando el paseo. Tiene aires de grandeza, siente que hoy le ganó a la yuta: lo dejaron participar de uno de los talleres.
-          ¡Me bajaron! – celebra.
-          ¡Hace mucho que no venías, Lucas! –
-          ¿Sabés lo que me costó que me bajen? –
Hace poco lo visitaron los hermanos más chicos, que viven en Rosario. Le trajeron de regalo una gorra gris. De esas que se ajustan al tamaño de la cabeza, porque Lucas es bastante cabezón, de ahí su apodo. Los guardias a veces le ofrecen limpiar sus autos a cambio de una feta más de jamón en el sánguche de la cena. El trabajo allí es una puerta de acceso a algunos beneficios. 
El barrio Nueva York queda a unas pocas cuadras del centro de Berisso. Sin embargo, lo que se sabe de él lo aleja mucho más. “Ese barrio es peligroso”, “entrá si querés, salí si podés”, rumorean los berissenses. Hace unos años fue declarado ‘patrimonio histórico’. Históricamente fue dejado de lado, el olor a mierda termina alejando a los turistas que se acercan para sacar fotografías de la pobreza.
El complejo Abasto –donde está ubicado el Centro cerrado de detención Nuevo Dique- aparece en el mapa de la ciudad de La Plata a varios kilómetros del ‘cuadrado’, zona donde ocurre todo, la gran reliquia de los gobernantes. A una hora en cole se distancia del epicentro urbano, del quilombo, de los colectivos, de los ministerios y los maxi quioscos. Ubicado allí donde se deposita todo lo que se sale de la norma: lxs locxs, lxs chorrxs, lxs pobres. Tapado por unos portones grises y alambre de púa que anuncian la llegada allí con un cartel verde pintado con letras blancas: “Complejo Nueva Esperanza”. Los segundos previos a la entrada ensayamos unas palabras preliminares. Se abre la puertita gris y un gordo canoso saluda. Me pregunto cómo entrará por esa abertura diminuta.
-          Buenos días. Somos las del taller de comunicación -.
-          ¡Ah! ¡Son las chicas de periodismo! – grita el gordo desde la entrada.
Parece que atravesar muros disminuye la temperatura. Hace más frío del lado de adentro. El camino al aire libre –que ya huele a encierro- es corto. Enseguida aparece el edificio del instituto, con sus paredes pintadas de varios tonos de grises y blanco, que mantienen una calma desde lo estético y se camuflan con el deterioro a la vista. Paredes descascaradas, tres o cuatro goteras a la pasada y, a un costadito, una oficina administrativa con cientos de expedientes y legajos. Busco algún nombre conocido pero solo hay apellidos. Tres tipos sentados tomando mate, levantan la mirada y siguen charlando. El camino continúa: pasillo de por medio, aparece la puerta 1; luego de menos de un metro la puerta 2. Gigantes de hierro y polietileno en vez de vidrios (algunos pintados de blanco) que no tienen picaportes. Pues allí ninguna puerta los tiene. Los picaportes son las llaves de los guardias, así que aparecen fragmentos de acero asomados de sus bolsillos. Puerta 3 y salida al exterior nuevamente. Patio verde, tierra húmeda y un alambrado perimetral de más de 3 metros de alto. Dos puertas más –de alambre y metal- nos separan de lo que un cartel nombra como ‘servicio educativo’. Pronto está la entrada que es del tamaño de dos puertas –que no están puestas-. Adentro, cinco aulas esperan ser llenadas. Una de cada color: verde, amarilla, roja, azul y naranja. Dos baños chicos, una canilla rota. Un olor a meo terrible, papeles en el piso, paredes rotas y sucias. Un rayito de luz ingresa por un cuadrado que algunos denominarían ventana, yo agujerito. El aula que nos toca hoy está sucia, las mesas de la escuela hundidas. Una caja pegada a la pared con botones del manejo eléctrico del espacio, totalmente abierta. Justo en frente, una pequeña sala cerrada con candado. Me asomo: bibliotecas llenas de libros que parecen viejos.
-          Carovatti, ¡vos estás en el taller de adicciones! ¡Vení! -.
La calle Nueva York es la principal del barrio, ya nadie la llama por su número. El olor de las bolsas de basura rotas se mezcla con las aguas servidas que salen de los desechos de cada uno de los habitantes del barrio. El aroma hediondo que se impregna en los mamelucos de los trabajadores del puerto ya es reconocido por las fosas nasales de cualquiera transite el lugar asiduamente. Entre los adoquines nacen pequeños yuyos, víctimas de cada 214 que pasa una y otra vez, sin pasarse de las 20 horas, hora del toque de queda para los ajenos. Las casas de material son las más viejas. Llenas de grietas y hongos que compiten con las babosas por entrar a las viejas casonas que alojaban a los obreros del Swift y el Armour. Las más nuevas son de chapas. Chapas pintadas de varios colores para disimular la imposibilidad de una vivienda digna.
Lucas nos mira con cara desentendida, él siempre vino al taller de comunicación. Le explicamos al guardia, se queda pensando unos instantes.
-          Está bien, que se quede. Pero termina y lo busco -.
Al lado del aula del taller, hay otra que está enrejada. La reja tiene un candado y adentro hay un chico, a veces más. Una televisión grande colgada de la pared mira de arriba hacia abajo. Y desde abajo siempre hay alguien que la mira también, con la boca un poco abierta. Al costado izquierdo de la puerta hay un cartel: “Recreación”. Caminando unos metros más, aparece una mesa de ping pong. Tres, cuatro o cinco chicos se sorprenden de que pasemos por ahí, saludan.
            Jony es conocido en el barrio, pero cuando sale unas pocas cuadras de la Nueva York, la señora que espera el 214 se agarra la cartera. Seguramente el kiosquero de la esquina le repita dos veces que no, que no tiene esa marca de puchos que busca. Aunque sepa que su depósito está lleno de Marlboro. Tal vez, el chancho no lo deje subir al bondi, aunque vea que tiene la SUBE en la mano, dispuesto a pagar la fortuna para viajar 15 minutos. Jony usa gorrita y se mete el pantalón de Adidas en las medias, se siente re cool. Para la cana no es tan cool su forma de vestirse. Es más bien una señal de que algo puede pasar. Algo malo puede pasar. Jony agarra atajos para salir del barrio, ya sabe por dónde no pasar para que no lo pare la yuta puta.
Para salir de Nuevo Dique, hay un atajo. Por el costado de todo el instituto. Por donde se ven oficinas y cocinas con gente adentro. Por fuera y alrededor del área educativa, están los pabellones de detenidos, que parecen cajas de cemento enrejadas. Divididos por la arbitraria ‘conducta’ de lxs jóvenes que los habitan e imponentes desde donde se los mire. No hay nadie que nos abra. Esperamos uno, dos, tres minutos y entramos de nuevo a la primera oficina.
-          ¿Nos pueden abrir? -.
-          Va a tener que ser dentro de un rato, chicas. Ahora estamos comiendo. No creo que les moleste quedarse media hora más acá adentro, ¿no? – se empiezan a escuchar risas de los otros tres guardias.

De repente aparece una chica con las llaves, también se está riendo. Siento un escalofríos que me recorre toda la espalda. Pienso que para Lucas ese chiste es la realidad. Pienso que Jony está como Lucas, un poco más libre. Quizás el afuera no sea tan libre como pensamos. Quizás el afuera está lleno de encierro.