La dimensión
desconocida: luces, billetes y máquinas parlantes
Por Mirta
Taboada
El
remisero fuma la última pitada antes de subir al auto, y aplasta la colilla con
la punta de la zapatilla. Cuando se sienta, el espejo retrovisor refleja sus
ojos que miran hacia la izquierda, hacia el letrero que centellea con luces
blancas.
—A veces veo que a la mañana van las viejas a
comprar el pan, entran y chau, se olvidaron de la panadería. Como en la
dimensión desconocida, como si esa puerta de vidrio pesada llevara a una
realidad paralela donde nunca se sabe cuando ni cómo se va a salir.
Hay dos morochos grandes en la puerta. —Por
favor, deje la mochila. (¿Las viejas dejarán la bolsa del pan también?) Ahora
hay que atravesar un detector de metales. Que la suerte, y no la fuerza, los
acompañe. Un sonido repetitivo como la
musiquita de los juegos del Family sale de todas las máquinas tragamonedas. Es
un loop, un bucle infinito. Es el sonido de la nueva dimensión.
A
las personas se les ilumina la cara por la pantalla. Una luz azulada les devela
el gesto inmutable, concentrado. La máquina les habla con una voz femenina y
ellos hablan con la máquina. Aunque casi todo esté en inglés, se entienden. Antes
sus ojos ven desfilar diamantes, personajes de Playboy, animales exóticos, las
pirámides de Egipto.
La vista es el sentido esencial para
manejarse: bolillas, ruletas electrónicas, premios con números de cinco cifras,
luces de colores, carteles que muestran un plato con una milanesa y papas
fritas, con colores de otro mundo.
En
esta otra realidad el espacio se extiende más allá de sus límites. En lo alto
de las paredes hay espejos que dan una sensación de que todo continúa, de que
las máquinas pasan de ser 400
a 800. Hay escaleras que ascienden y descienden, hay
portales que llevan a otros lugares.
París y El Cairo
A
Paris se llega atravesando uno de esos portales. Es más chico de lo que se
piensa, como una habitación. En sus paredes se pueden ver todas las vistas que
hay que ver: desde la torre Eiffel hasta el jardín de Versailles. Incluso la
alfombra desapareció, hay baldosas que simulan un empedrado, y mesitas como la
de los cafés. Pero ni un gato maullando o un músico con un acordeón.
En el centro del pequeño salón, hay una
pantalla que muestra una carrera de caballos sobre arenas imaginarias y, frente
a ella, filas con lugares de apuestas individuales. Un tipo con campera de
River grita—¡Dale, morocho, dale, corré! Y otro con rasgos orientales mira
concentrado su pantalla, con las zapatillas blancas salidas en el talón como si
fueran chancletas y un billete de cincuenta listo para insertarlo en una ranura.
En
el primer piso está África: El Cairo. Para entrar hay que firmar una
declaración jurada. La casa no se hace responsable por los daños que provoca en
la salud la exposición al humo. Adentro, el aroma a shopping que está hasta en
los baños se esfuma con una nube densa de humo que los mozos y mozas atraviesan
como si no existiera. Una mujer rubia con un reloj de fantasía y uñas pintadas
de rojo golpea el botón de apuestas de una máquina y tose. En la otra mano
sostiene el cigarrillo; en el tablero está la caja ya casi vacía de Phillip
Morris.
A
este universo lo rigen sus propias normas: no sentarse en la máquina donde
alguien acaba de ganar un premio importante. No detenerse a observar la jugada
de otros. En la sala de bingo, comprar por lo menos dos cartones por persona.
Si se lo gana, invitar a los compañeros de mesa una jugada. No hay castigo;
nadie será condenado al ostracismo social por transgredirlas, pero son
necesarias para formar parte del deber-ser de esa realidad. Para pertenecer,
hay que jugar de acuerdo a sus reglas.
La forma del tiempo
En
la realidad del entretenimiento no importa el tiempo. El tiempo está asociado
al trabajo, y salvo los empleados con chalecos de diferentes colores que rotan
cada ocho horas, no se entra a esta realidad para trabajar. Todo rota en un
movimiento casi imperceptible. Las chicas que limpian el baño cada media hora,
los mozos, los empleados de servicio, los que arreglan las roturas, los de
seguridad.
Los
empleados deben estar atentos por si alguien los llama. Nunca por el nombre,
salvo que se lo pregunten. Son anónimos que se definen por el color de la ropa.
Toda una nueva organización social. Celeste para los mozos, amarillo para los
que cambian billetes, blanco para los recepcionistas, rojo para los de
limpieza, bordó para los que arreglan los desperfectos técnicos.
Los hombres vestidos de negro, como
guardianes de la dimensión desconocida, están apostados cerca del ascensor o
caminando, con cables que parecen de teléfono fijo atrás de la oreja y un handy
que de vez en cuando llevan a la boca.
El
día y la noche son circulares. Cuando se sale de la puerta de vidrio, la
realidad anterior golpea. El aire no acondicionado envuelve la cara y el sol
cae en los ojos y ya no hay luz azulada. Quizás hay luna llena y la lluvia
moja.
Una
mujer sale de la dimensión desconocida y la puerta de vidrio se cierra sola
detrás de ella. Cruza hacia la remisería que está enfrente, esquivando charcos.
—Se
me hizo re tarde, mirá la hora que es, ¿tenés un auto?
El
remisero apura el cigarrillo y lo aplasta con la punta del pie.