El cuento es un género antiquísimo, que a través de los
siglos ha tenido y mantenido el favor público. Su influencia en el desarrollo
de la sensibilidad general puede ser muy grande, y por tal razón el cuentista
debe sentirse responsable de lo que escribe, como si fuera un maestro de
emociones o de ideas.
Lo primero que debe aclarar una persona que se inclina a
escribir cuentos es la intensidad de su vocación. Nadie que no tenga vocación
de cuentista puede llegar a escribir buenos cuentos. Lo segundo se refiere al
género. ¿Qué es un cuento? La respuesta ha resultado tan difícil que a menudo
ha sido soslayada incluso por críticos excelentes, pero puede afirmarse que un
cuento es el relato de un hecho que tiene indudable importancia. La importancia
del hecho es desde luego relativa, mas debe ser indudable, convincente para la
generalidad de los lectores. Si el suceso que forma el meollo del cuento carece
de importancia, lo que se escribe puede ser un cuadro, una escena, una estampa,
pero no es un cuento.
"Importancia" no quiere decir aquí novedad, caso
insólito, acaecimiento singular. La propensión a escoger argumentos poco
frecuentes como tema de cuentos puede conducir a una deformación similar a la
que sufren en su estructura muscular los profesionales del atletismo. Un niño
que va a la escuela no es materia propicia para un cuento, porque no hay nada
de importancia en su viaje diario a las clases; pero hay sustancia para el
cuento si el autobús en que va el niño se vuelca o se quema, o si al llegar a
su escuela el niño halla que el maestro está enfermo o el edificio escolar se
ha quemado la noche anterior.
Aprender a discernir dónde hay un tema para cuento es parte
esencial de la técnica. Esa técnica es el oficio peculiar con que se trabaja el
esqueleto de toda obra de creación: es la "tekné" de los griegos o,
si se quiere, la parte de artesanado imprescindible en el bagaje del artista.
A menos que se trate de un caso excepcional, un buen
escritor de cuentos tarda años en dominar la técnica del género, y la técnica
se adquiere con la práctica más que con estudio. Pero nunca debe olvidarse que
el género tiene una técnica y que ésta debe conocerse a fondo. Cuento quiere
decir llevar cuenta de un hecho. La palabra proviene del latín computus, y es
inútil tratar de rehuir el significado esencial que late en el origen de los
vocablos. Una persona puede llevar cuenta de algo con números romanos, con
números árabes, con signos algebraicos; pero tiene que llevar esa cuenta. No
puede olvidar ciertas cantidades o ignorar determinados valores. Llevar cuenta
es ir ceñido al hecho que se computa. El que no sabe llevar con palabras la
cuenta de un suceso, no es cuentista.
De paso diremos que una vez adquirida la técnica, el
cuentista puede escoger su propio camino, ser "hermético" o
"figurativo" como se dice ahora, o lo que es lo mismo, subjetivo u
objetivo; aplicar su estilo personal, presentar su obra desde su ángulo
individual; expresarse como él crea que debe hacerlo. Pero no debe echarse en
olvido que el género, reconocido como el más difícil en todos los idiomas, no
tolera innovaciones sino de los autores que lo dominan en lo más esencial de su
estructura.
El interés que despierta el cuento puede medirse por los
juicios que les merece a críticos, cuentistas y aficionados. Se dice a menudo
que el cuento es una novela en síntesis y que la novela requiere más aliento en
el que la escribe. En realidad los dos géneros son dos cosas distintas; y es es
más difícil lograr un buen libro de cuentos que una novela buena. Comparar diez
páginas de cuento con las doscientas cincuenta de una novela es una ligereza.
Una novela de esa dimensión puede escribirse en dos meses; un libro de cuentos
que sea bueno y que tenga doscientas cincuenta páginas, no se logra en tan
corto tiempo. La diferencia fundamental entre un género y el otro está en la
dirección: la novela es extensa; el cuento es intenso.
El novelista crea caracteres y a menudo sucede que esos
caracteres se le rebelan al autor y actúan conforme a sus propias naturalezas,
de manera que con frecuencia una novela no termina como el novelista lo había
planeado, sino como los personajes de la obra lo determinan con sus hechos. En
el cuento, la situación es diferente; el cuento tiene que ser obra exclusiva
del cuentista. Él es el padre y el dictador de sus Criaturas; no puede dejarlas
libres ni tolerarles rebeliones. Esa voluntad de predominio del cuentista sobre
sus personajes es lo que se traduce en tensión por tanto en intensidad. La
intensidad de un cuento no es producto obligado, como ha dicho alguien, de su
corta extensión; es el fruto de la voluntad sostenida con que el cuentista trabaja
su obra. Probablemente es ahí donde se halla la causa de que el género sea tan
difícil, pues el cuentista necesita ejercer sobre sí mismo una vigilancia
constante, que no se logra sin disciplina mental y emocional; y eso no es
fácil.
Fundamentalmente, el estado de ánimo del cuentista tiene que
ser el mismo para recoger su material que para escribir. Seleccionar la materia
de un cuento demanda esfuerzo, capacidad de concentración y trabajo de
análisis. A menudo parece más atrayente tal tema que tal otro; pero el tema
debe ser visto no en su estado primitivo, sino como si estuviera ya elaborado.
El cuentista debe ver desde el primer momento su material organizado en tema,
como si ya estuviera el cuento escrito, lo cual requiere casi tanta tensión
como escribir.
El verdadero cuentista dedica muchas horas de su vida a
estudiar la técnica del género, al grado que logre dominarla en la misma forma
en que el pintor consciente domina la pincelada: la da, no tiene que
premeditarla. Esa técnica no implica, como se piensa con frecuencia, el final
sorprendente. Lo fundamental en ella es mantener vivo el interés del lector y
por tanto sostener sin caídas la tensión, la fuerza interior con que el suceso
va produciéndose. El final sorprendente no es una condición imprescindible en
el buen cuento. Hay grandes cuentistas, como Antón Chejov, que apenas lo
usaron. "A la deriva", de Horacio Quiroga, no lo tiene, y es una
pieza magistral. Un final sorprendente impuesto a la fuerza destruye otras
buenas condiciones en un cuento. Ahora bien, el cuento debe tener su final
natural como debe tener su principio.
No importa que el cuento sea subjetivo u objetivo; que el
estilo del autor sea deliberadamente claro u oscuro, directo o indirecto: el
cuento debe comenzar interesando al lector. Una vez cogido en ese interés el
lector está en manos del cuentista y éste no debe soltarlo más. A partir del
principio el cuentista debe ser implacable con el sujeto de su obra; lo
conducirá sin piedad hacia el destino que previamente le ha trazado; no le
permitirá el menor desvío. Una sola frase aun siendo de tres palabras, que no
esté lógica y entrañablemente justificada por ese destino, manchará el cuento y
le quitará esplendor y fuerza. Kippling refiere que para él era más importante
lo que tachaba que lo que dejaba; Quiroga afirma que un cuento es una flecha
disparada hacia un blanco y ya se sabe que la flecha que se desvía no llega al
blanco.
La manera natural de comenzar un cuento fue siempre el
"había una vez" o "érase una vez". Esa corta frase tenía -y
tiene aún en la gente del pueblo- un valor de conjuro; ella sola bastaba para
despertar el interés de los que rodeaban al relatador de cuentos. En su origen,
el cuento no comenzaba con descripciones de paisajes, a menos que se tratara la
presencia o la acción del protagonista; comenzaba con éste, y pintándola en
actividad. Aún hoy, esa manera de comenzar es buena. El cuento debe iniciarse
con el protagonista en acción, física o psicológica, pero acción; el principio
no debe hallarse a mucha distancia del meollo mismo del cuento, a fin de evitar
que el lector se canse.
Saber comenzar un cuento es tan importante como saber
terminarlo. El cuentista serio estudia y practica sin descanso la entrada del
cuento. Es en la primera frase donde está el hechizo de un buen cuento; ella
determina el ritmo y la tensión de la pieza. Un cuento que comienza bien casi
siempre termina bien. El autor queda comprometido consigo mismo a mantener el
nivel de su creación a la altura en que la inició. Hay una sola manera de
empezar un cuento con acierto: despertando de golpe el interés del lector. El antiguo
"había una vez" o "érase una vez" tiene que ser suplido con
algo que tenga su mismo valor de conjuro. El cuentista joven debe estudiar con
detenimiento la manera en que inician sus cuentos los grandes maestros; debe
leer, uno por uno, los primeros párrafos de los mejores cuentos de Maupassant,
de Kipling, de Sherwood Anderson, de Quiroga, quien fue quizá el más consciente
de todos ellos en lo que a la técnica del cuento se refiere.
Comenzar bien un cuento y llevarlo hacia su final sin una
digresión, sin una debilidad, sin un desvío: he ahí en pocas palabras el núcleo
de la técnica del cuento. Quien sepa hacer eso tiene el oficio de cuentista,
conoce la "tekné" del género. El oficio es la parte formal de la
tarea, pero quien no domine ese lado formal no llegará a ser buen cuentista.
Sólo el que lo domine podrá transformar el cuento, mejorarlo con una nueva
modalidad, iluminarlo con el toque de su personalidad creadora.
Ese oficio es necesario para el que cuenta cuentos en un
mercado árabe y para el que los escribe en una biblioteca de París. No hay
manera de conocerlo sin ejercerlo. Nadie nace sabiéndolo, aunque en ocasiones
un cuentista nato puede producir un buen cuento por adivinación de artista. El
oficio es obra del trabajo asiduo, de la meditación constante, de la dedicación
apasionada. Cuentistas de apreciables cualidades para la narración han perdido
su don porque mientras tuvieron dentro de sí temas escribieron sin detenerse a
estudiar la técnica del cuento y nunca la dominaron; cuando la veta interior se
agotó, les faltó la capacidad para elaborar, con asuntos externos a su
experiencia íntima, la delicada arquitectura de un cuento. No adquirieron el
oficio a tiempo, y sin el oficio no podían construir.
En sus primeros tiempos el cuentista crea en estado de
semiinconsciencia. La acción se le impone; los personajes y sus circunstancias
le arrastran; un torrente de palabras luminosas se lanza sobre él. Mientras ese
estado de ánimo dura, el cuentista tiene que ir aprendiendo la técnica a fin de
imponerse a ese mundo hermoso y desordenado que abruma su mundo interior. El
conocimiento de la técnica le permitirá señorear sobre la embriagante pasión
como Yavé sobre el caos. Se halla en el momento apropiado para estudiar los
principios en que descansa la profesión de cuentista, y debe hacerlo sin
pérdida de tiempo. Los principios del género, no importa lo que crean algunos
cuentistas noveles, son inalterables; por lo menos, en la medida en que la obra
humana lo es.
La búsqueda y la selección del material es una parte
importante de la técnica; de la búsqueda y de la selección saldrá el tema.
Parece que estas dos palabras -búsqueda y selección- implican lo mismo: buscar
es seleccionar. Pero no es así para el cuentista. Él buscará aquello que su
alma desea; motivos campesinos o de mar, episodios de hombres del pueblo o de
niños, asuntos de amor o de trabajo. Una vez obtenido el material, escogerá el
que más se avenga con su concepto general de la vida y con el tipo de cuento
que se propone escribir.
Esa parte de la tarea es sagradamente personal; nadie puede
intervenir en ella. A menudo la gente se acerca a novelistas y cuentistas para
contarles cosas que le han sucedido, "temas para novelas y cuentos"
que no interesan al escribir porque nada le dicen a su sensibilidad. Ahora
bien, si nadie debe intervenir en la selección del tema, hay un consejo útil
que dar a los cuentistas jóvenes: que estudien el material con minuciosidad y
seriedad; que estudien concienzudamente el escenario de su cuento, el personaje
y su ambiente, su mundo psicológico y el trabajo con que se gana la vida.
Escribir cuentos es una tarea seria y además hermosa. Arte
difícil, tiene el premio en su propia realización. Hay mucho que decir sobre
él. Pero lo más importante es esto: El que nace con la vocación de cuentista
trae al mundo un don que está en la obligación de poner al servicio de la
sociedad. La única manera de cumplir con esa obligación es desenvolviendo sus
dotes naturales, y para lograrlo tiene que aprender todo lo relativo a su oficio;
qué es un cuento y qué debe hacer para escribir buenos cuentos. Si encara su
vocación con seriedad, estudiará a conciencia, trabajará, se afanará por
dominar el género, que es sin duda muy rebelde, pero dominable. Otros lo han
logrado. Él también puede lograrlo.