6 de julio de 2009

TEXTOS TEÓRICOS- Breve historia del cuento, (en: Giardinelli, Mempo, Así se escribe un cuento, Buenos Aires, Beas Ediciones, 1992)

En el principio, fue la fábula

No todos los que empiezan a escribir conocen la vasta literatura acerca del cuento, y mucho menos conocen la historia del cuento. Es notable que, vaya a saberse por qué urgencias, por que distorsionada concepción de la cultura y del hecho creador, en este país se produce tanto cuento (cuantitativamente) pero sin tener las bases teóricas necesarias para que la obra esté sustentada en un conocimiento, en un sistema de ideas. Es impresionante observar que los que llegan a talleres producen -son capaces de producir- un texto por día, o por noche, y a veces más. Creen en el espontaneísmo: que sólo lo que surge de la fugaz y esquiva -y por que no decirlo, a veces tramposa-inspiración, tiene valor. Así es como nuestra cultura se ha basado más en el exitismo, en el golpe de efecto, en lo irrazonado, en la falta de meditación suficiente que es sinónimo de carencia de profundidad, que en la solidez formal que es el continente necesario de lo sustancial, de las mejores ideas v de las buenas intenciones. El cuento -creemos- es sustancial en tanto forma pura, y es resolución del "cómo" antes que del "qué", sin descuidar el "qué", como advirtieron maestros como Juan José Arreola, Julio Cortázar, Edmundo Valadés y muchos eximios cuentistas que también pensaron el género que hacían, y para quienes escribir no fue un acto mecánico de simple catarsis, una exorcización, sino que fue una reflexión sobre el tiempo que vivieron.
En su célebre taller de la que luego fue la revista Mester, en México, en los años 60, Juan José Arreola enseñaba que la novela es un territorio libre, en el que todo es posible. Años después, uno bien podría retomar aquella idea y pensar que la literatura -toda ella- es un territorio liberado en el que gobierna la dictadura de la imaginación, única tiranía y único autoritarismo admisibles para un artista. La metáfora es válida, también -y especialmente- para el género que nos ocupa, el cuento, cuya definición es y especialmente incierta, imposible, e improbable cualquiera sea la que se formule. Pareciera que la necesidad de definiciones es -en Argentina, al menos, donde se descalifica cualquier idea diciendo que las cosas no están defi¬nidas- un mal de nuestro tiempo. Y pareciera que eso se debe a lo inso¬portable que resulta vivir sin dogmas, sin claridades establecidas, sin ver¬dades evidentes. Vivir en búsqueda permanente, vivir definiendo es, por supuesto, bastante difícil, arduo, trabajoso. Sobre todo trabajoso. E intole¬rable para quienes necesitan que todo se les diga debidamente digerido, tamizado y matizado.
El cuento, pues, es indefinible, y eso está bien. Esta sería una primera idea a tener en cuenta a la hora de iniciar teorizaciones sobre este género. No obstante, como bien ha señalado el maestro Edmundo Valadés, aunque de improbable definición el cuento tiene una cantidad de reglas que si no lo definen, ni delimitan ni sujetan, al menos permiten identificarlo. Y no es sólo su brevedad, su necesaria concisión, ni mucho menos su variedad
temática, lo que lo identifica.
Julio Cortázar, en sus charlas en La Habana, en 1963 -que se conocen como "Algunos aspectos del cuento" - advertía que "en literatura no hay temas buenos ni temas malos; hay solamente un buen o un mal tratamiento del tema". Con lo cual él se aproximó a una de las cuestiones medulares del asunto: es un tratamiento determinado lo que define a un cuento en sí mismo, lo que le asigna tal o cual calidad, o inolvidabilidad, para decirlo con un término borgeano.
Incluso la cuestión de las leyes es discutible; si para Valadés son lo que permite la identificación del cuento, para Cortázar "nadie puede pretender que los cuentos sólo deban escribirse luego de conocer sus leyes, en primer lugar porque no existen tales leyes, sino puntos de vista, ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco encasillable". De lo cual se deducen dos coincidencias importantes: primero, que -existan o no tales leyes- no es conociéndolas previamente que se puede escribir un cuento; y segundo,'y en consecuencia, que el cuento en realidad emite señales para su reconocimiento. V es que, como territorio realmente liberado, no tiene límites físicos, no admite esquematismos porque es pura forma, puro contenido, pura resonancia. La identificación del cuento, sus existentes o negadas leyes, sus terri¬torios y resonancias, son, en definitiva, su historia misma: el largo recorrido que empieza con las fábulas que contaba el esclavo Esopo y que es útil refrescar, a vuelamáquina, como conocimiento elemental para quienes aman este género.
Antiguamente, como ha enseñado Enrique Anderson Imbert, "los cuentos se confundían con las formas narrativas de la religión, la historia, la filosofía, la oratoria". Al parecer," fueron las culturas greco-latinas las que lo constituyeron en género literario. La primera gran figura en la historia del cuento autónomo es Luciano de Samosata (griego nacido en Siria, bajo el poder romano, en el año 125, y muerto en el 192), quien escribió El cínico, El asno y una vastísima obra en forma de diálogos morales primero, y narraciones como hoy las conocemos, después. También habría que citar a su contemporáneo Lucio Apuleyo (125-180, originario del norte de África), autor de El asno de oro (la historia de Cupido y Psiquis, tan trajinada siglos después), y aún podría citarse, como lo hace Anderson Imbert, a Cayo Petronio, quien vivió en el siglo I de esta era y de quien se conocen muy pocos dates, entre ellos que fue autor del Satiricón (en verso y prosa) y fue cues¬tionado y terminó suicidándose por orden de Nerón.
Según Anderson Imbert, el origen del cuento en sus formas breves puede incluso "rastrearse en los inicios de la literatura hace ya 4.000 años (en textos sumerios y egipcios), como relatos intercalados y que luego se van perfilando en la literatura griega (Heredoto, Luciano), como digresiones imaginarias con una unidad de sentido relativamente autónoma".
Muchos autores coinciden en que el cuento es el género literario más antiguo del mundo, aunque para algunos su consolidación literaria se al¬canzó tardíamente. Así lo sugirió Juan Valera en el siglo pasado: "Habiendo sido todo cuento el empezar las literaturas, y empezando el ingenio por componer cuentos, bien puede afirmarse que el cuento es el último género literario que vino a escribirse".
Pero también en otras culturas, de las que tenemos una enorme ignoran¬cia, prosperó este género en forma de fábulas, de enseñanzas, de lecciones do vida o de entretenimientos ejemplares. En China, en India, en Persia, desde antes de la era cristiana, se creó una tradición cuentística formidable. Con fines religiosos, morales, pedagógicos, propagandísticos, el cuento siempre estuvo "al servicio de", en el sentido de que originalmente el gusto estético no parecía ser -no era- su razón de ser.
Por ejemplo, en la India, el Panchatantra (siglos II a VI) consta de 70 relatos fabulosos de principios morales recogidos para los hijos del rey Amarasakti, relatos que hacen una colección de prosas y versos aforísticos en cinco tratados (Panchatantra significa eso, en sánscrito). Su popularidad en Europa fue tan extraordinaria que, durante toda la Edad Media, se sucedieron las traducciones y su difusión. En la China antigua, aún antes, el cuento en forma de fábula ya era popular y lo fue durante siglos. Concisas y en ocasiones brillantes, por lo vigorosas y vigentes, estas fábulas delataron la sabiduría del pueblo chino desde tres y cuatro siglos antes de la era cristiana, sabiduría que en el siglo II de esta era se unificó durante la dinastía Han, cuando se prohibieron las diversas escuelas ideológicas y se consagró como oficial a la doctrina de Confucio.
Y es curioso anotar que la riqueza de aquella cuentística (caracterizada por cuentos breves, fácilmente memorizables y repetibles) estuvo en la intención satírica en la discusión moral y religiosa, en la crítica social inclusive. Y por eso mismo, al oficializarse en el siglo II la ideología dinástica, consecuentemente los cuentos populares cayeron en desgracia, considerados despreciables y en cierto modo reprimida su reproducción. Wei Jinzhi, de la revista Literatura, de Beijing, señala por eso que "aunque las fábulas siguieron produciéndose como siempre entre el pueblo, son muy escasas las que pasaron a los libros", y salvo algunos autores populares en
los siglos VII y IX, la cuentística china no resurgió sino hasta los siglos XVI y XVII, lo cual es toda una parábola sobre los pavorosos efectos de las culturas oficiales unificadoras, y a la vez es una muestra del carácter subversivo (en el sentido -de uso poco frecuente en la Argentina- de subvertir, modificar, alterar, un orden conservador establecido) de los cuentos, de la literatura, del arte mismo.
La Edad Media y el Renacimiento estuvieron signados por la importancia del cuento, pero no, como podría pensarse -y muchas veces se ha pensado-como un producto occidental, y mucho menos cristiano. Por cierto, la cuentística que se inicia en España (El Conde Lucanor, de don Juan Manuel), en Italia (Decamerón, de Giovanni Boccaccio), en Inglaterra (Los cuentos de Canterbury, de Geoffrey Chaucer), y aún los relatos de las 1001 Noches, que son árabes, todos del siglo XIV, adopta aquellas mismas fórmulas: lenguaje popular accesible, intención moral y/o satírica, y una combinación dentro de lo que Anderson Imbert llamó "un armazón común", todo lo cual era típicamente oriental.
Lo oriental, cabe subrayarlo, viene también del hecho de que no sólo Luciano de Samosata era sirio. También fue oriental el macedonio Fedro, que en el siglo 1 fue el primero en escribir fábulas en latín (las Fábulae Aesoplae, inspirado en Esopo) y -nacido esclavo- fue enviado a Augusto quien lo liberó por lo bien que contaba. Y también Babrias, poeta griego de origen sirio que en el siglo II puso en verso las fábulas de Esopo. Y por supuesto, fue oriental Esopo mismo, nacido y criado en el siglo VI antes de Cristo en Samos, isla del Egeo frente a la Turquía actual, en el Asia Menor. Aun el descubrimiento de Esopo y sus transcriptores vino de Orien¬te: fue Máximos Planudes (conocido como Planudio), monje bizantino de Nicomedia quien tradujo al latín las fábulas esopianas que tuvieron tan grande difusión en la Europa medieval y de donde hoy las conocemos; Planudio vivió y trabajó entre los siglos XIII y XIV.
Ya en el Renacimiento esas formas continuaron afianzándose, con obras de enorme popularidad como el Heptamerón (de la francesa Marguerite de Navarre; siglo XVI) y especialmente por Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616) con sus Novelas ejemplares, que en realidad son lo que hoy llamaríamos cuentos largos, o lo que los franceses designan como nouvelle en contraposición a la novela (román). También de ese período son Los cuentos de mi madre la Oca, de Charles Perrault (Siglo XVII) y la larga obra de Jean de la Fontaine (1621-1695), quien fue autor no sólo de sus célebres fábulas sino también de cuentos y novelas cortas, basado su trabajo" en Esopo, Fedro y los textos orientales en boga en la época.
Este repaso, necesariamente incompleto, sólo pretende mostrar el vigor, la fuerza, la enorme y rica tradición del cuento, que admite asimismo otros nombres consulares del genero: el ingles Jonathan Swift (1667-1745) con sus Viajes de Gulliver; el español Félix María de Samaniego (1745-1801), fabulista de excepción y quien tras una pelea con Iriarte -otro famoso fabulista de la época- mandó quemar su obra antes de morir, de la que sólo se salvaron sus Fábulas morales, también inspiradas en Esopo, Fedro, los orientales y La Fontaine: y por supuesto los crueles, perversos inventores del mal llamado "cuento infantil", predecesores de la singular ideología de Walt Disney: los hermanos Jakob (1785-1863) y Wilhelm Grimm (1786-1859) y el danés Hans Christian Andersen. (1805-1875); y por qué no el romántico alemán Ernst T. A. Hoffman (1776-1822).
Ya en el siglo XIX, claro, el mayor de los cuentistas, quizá todavía insuperado, el maestro Edgar Allan Poe (l809-1849), inauguró una cuentística formidable y que tuvo, como es indudable, una enorme influencia en los cuentistas de la segunda parle del siglo pasado: realistas, románticos, ne¬gros, naturalistas (Maupassant, el injustamente poco recordado Leopoldo Alas "Clarín", Henry James, Anton Chejov, Roben Louis Stevenson. O. Henry, Harte, Crane y tantos más, todos nacidos entre 1850 y 1860, salvo Harte, del 30). E influencia, hay que decirlo, que cruza también la cuentística del siglo veinte, y en América Latina es insoslayable desde Quiroga.
En algún lugar leí que el crítico español Arturo Molina García sostiene que "antes del siglo XIX el cuento se manejaba sin plena consciencia de su importancia como género literario con personalidad propia. Era un género menor del que no se sospechaban las posibilidades de belleza, emoción y "humanidad que podía contener su brevedad. Hubo buenos cuentistas, individualmente considerados, considerados, con sello personal, pero fueron muy pocos, fueron casos aislados que sorprendían como destellos. Lo que no había, desde luego, era una tradición cuentista cuajada, en ebullición permanente, como la que comienza a existir a partir del siglo XIX".
En efecto, la tradición del cuento moderno se desarrolló en ese siglo. Y a ello contribuyeron las infinitas publicaciones que abrían sus páginas al cuento más o menos breve. Esto fue muy notorio en América Latina y posiblemente hoy podríamos explicar que esto se debía a las limitaciones de la industria editorial. El espacio disponible en los medios obviamente era favorable al cuento, o al folletín por entregas. Acaso ahí esté el ante¬cesor de la telenovela actual. Como fuere, en mi opinión, eso mismo fue lo que fortaleció al género en las Américas. Porque publicar novelas imponía la necesidad de una capacidad industrial (papelera, impresora y encuader¬nadora) y requería de circuitos de distribución en librerías, que en América no teníamos. Por eso las revistas fueron no sólo pioneras, sino que en ellas coincidieron autores y público, y eso dio lugar al florecimiento del cuento latinoamericano.
Cuento viene del latín contus, o cómputus, y significa llevar cuenta; en cierto modo, hacer que algo no se olvide. Como señala Valadés, mencionando a Lubrano Zás: "llevar cuenta de una historia que se relata a fin de que esta, como quería Horacio Quiroga, entrañe totalidad".
Ante la siempre fuerte tentación de internar definiciones, cabe recordar sólo algunas ideas bellísimas, como la de Borges cuando decía que era como entrever una isla en el mar: "Veo las dos puntas, se el principio y el fin; lo que sucede entre ambos extremos tengo que ir inventándolo, descubriéndolo. Igualmente sugestiva es aquella de H. A. Murena: "El cuento es algo") así como una gota de agua vista con una lupa, y por lo tanto en ella está el universo entero. O la de Juan Fillol, quien compara a la novela con "los grandes ríos y al cuento con los arroyitos de montaña, espontáneos, inesperados. O las viejas ideas de Alberto Moravia, Ernest Hemingway y oíros, que repitieron como propias casi lodos los autores del boom latinoamericano; que el cuento debe sujetar cu su silla al lector; que significa agarrar a] lector del pescuezo y no darle respiro, no permitirle escapatoria una vez que se lo ha enganchado con la primera frase, Y tanto más.
Homero -existiese el o haya sido una suma de gente- contó. Plutarco en sus Vidas Paralelas; Julio César en sus Comentara y Tácito en su Historiad y sus Annales, todos en el primer siglo de esta era, contaron. De hecho, uno podría pensar que toda la historia de la humanidad ha sido un cuento. Ha debido serlo, para ser escrita. Y al ser escrita se ha eternizado y, uno puede sospecharlo, ha provocado -viene haciéndolo- el inexplicable y maraviIloso deseo -y tentación- que tiene cada hombre de contribuir con unta página. Sólo una por lo menos, en la historia del cuento, que es la historia del Hombre.
Relación de sucesos reales: narración oral o escrita de sucesos verda¬deros o ficticios; pie/a literaria de menor extensión que la novela; fábula que se cuenta a los niños (¡y a los grandes!); chisme o enredo; noticia falsa o fabulosa, son algunas de las imposibles -y todas ciertas, ¡mágicamente!-definiciones de los buenos diccionarios. Por cierto, una sola condición habría que señalar a cualquiera de ellas, y es que lo narrado, el relato, además de riqueza y gusto en lo contado, debe captar la atención del lector, debe interesarlo, y eso sólo es posible si éste lo cree. Metido en el asunto como si lo hubiera vivido -y viviéndolo mientras lo escucha, mientras lo lee- es él el que completa ese acto de amor, acto de dos que es el cuento. Para luego reproducirlo, volver a contarlo, a gozarlo y así seguir eternizando la belleza del arte de contar.
Este texto se publicó en Puro Cuento Nº I (Nov. 1986).