21 de septiembre de 2009

RECURSOS-Detenerse en el bosque, de Umberto Eco

En: Seis paseos por los bosques narrativos, Barcelona, Lumen, 1996

Un tal Monsieur Humblot, rechazando para el editor Ollendorff el manuscrito de la Recherche de Proust, escribió «es posible que yo sea algo duro de entendederas, pero no consigo comprender cómo un señor puede emplear treinta páginas para describir las vueltas y revueltas que se da en la cama antes de conciliar el sueño».
Era verdaderamente indispensable que Calvino, cuando hizo el elogio de la rapidez, advirtiera: «Con esto no quiero decir que la velocidad sea un valor en sí: el tiempo narrativo puede ser también retardador, o cíclico, o inmóvil... Esta apología de la rapidez no pretende negar los placeres de la dilación» (35). De otro modo no podríamos admitir a Proust en el Panteón de la literatura.
Si, como hemos dicho, un texto es una máquina perezosa que le pide al lector que le haga una parte de su trabajo, ¿por qué un texto se detiene, desacelera, toma tiempo? Una obra narrativa, se supone, debe poner en escena personajes que llevan a cabo acciones, y el lector desea saber cómo se desarrollan estas acciones. Me dicen que en Hollywood, cuando el productor escucha la historia de la película que le proponen, y encuentra que se le dan demasiados detalles secundarios, exclama «cut to the chase!», corta, llega a la persecución; es decir, no pierdas tiempo, pasa por alto los matices psicológicos, llega al momento final, cuando Indiana Jones tiene una muchedumbre de enemigos en los talones, cuando John Wayne y sus compañeros en la diligencia van a sucumbir ante Jerónimo.
Por otra parte, existe en los manuales de casuística sexual, que tanto le gustaban al Des Esseintes de Huysmans, la noción de delectatio morosa, una dilación concedida incluso a quien tiene urgencia de procrear. Si tiene que pasar algo importante y apasionante, es menester cultivar el arte de la dilación.
Por un bosque se pasea. Si no estamos obligados a salir de él a toda costa para escapar del lobo, o del ogro, amamos detenernos, para observar el juego de la luz filtrándose entre los árboles y jaspeando los claros, para examinar el musgo, las setas, la vegetación de la espesura. Detenerse no significa perder el tiempo: a menudo se detiene uno para reflexionar antes de tomar una decisión.
Pero como en un bosque se puede pasear también sin meta, y a veces precisamente por el gusto de perder la llana vía, me ocuparé de esos paseos que el lector se siente inducido a dar en virtud de la estrategia del autor.
Algunas de las técnicas de dilación o moderación del ritmo que el autor concretiza son las que deben permitir al lector paseos inferenciales. He hablado de este concepto en Lector in fábula. En la narrativa sucede a menudo que el texto presenta verdaderas señales de suspense, casi como si el discurso moderara el paso o incluso frenara, y como si el autor sugiriera: «y ahora intenta seguir tú...». Cuando hablaba de los paseos inferenciales me refería, en los términos de nuestra metáfora forestal, a paseos imaginarios fuera del bosque: el lector para poder prever el desarrollo de la historia se remite a su experiencia de la vida, o a su experiencia de otras historias. Salían en los años cincuenta en Mad Magazine breves secuencias de tipo cinematográfico tituladas Scenes we'd like to see (Escenas que nos gustaría ver)(...).



Estas historias, naturalmente, estaban concebidas para frustrar los paseos inferenciales de los lectores, los cuales fatalmente pensaban en las soluciones estándar de las películas hollywoodianas (36).
Pero no siempre el texto es tan maligno, y se preocupa, por el contrario, de concederle al lector el gusto de aventurar una previsión coronada con el éxito. No debemos pensar, con todo, que la señal de suspense es típica sólo de las novelas y de las películas comerciales. La actividad de previsión por parte del lector constituye un ineliminable aspecto pasional de la lectura, que pone en juego esperanzas, y temores, y la tensión que se origina de la identificación con el destino de los personajes" (37).
La obra maestra de la literatura italiana del siglo XIX es I promessi sposi (Los novios) de Alessandro Manzoni. Todos los italianos, menos unos pocos, la odian, porque se les ha obligado a leerla en el colegio. Yo tengo que darle las gracias a mi padre, que me alentó a leer esta novela antes de que la escuela me obligara, y por eso la amo.
En Los novios, un cura de campo del siglo XVII, cuya dote principal es la cobardía, mientras una tarde vuelve a casa rezando en su breviario, ve algo que no habría deseado en absoluto ver, es decir, a dos bravos esperándole. Otro autor querría satisfacer inmediatamente nuestra impaciencia de lectores y nos diría inmediatamente qué sucede: cut to the chase. No así Manzoni. Éste hace algo que al lector le parece inconcebible. Emplea unas cuantas páginas, ricas de detalles históricos, para explicarnos quiénes eran en aquellos tiempos los bravos. Y luego, cuando nos lo ha dicho, vuelve a poner en escena a don Abbondio, pero no hace que se encuentre con los bravos. Sigue demorándose:
"Que los dos descritos antes estaban allí esperando a alguien, era demasiado evidente; pero lo que más desagradó a don Abbondio fue el advertir, por ciertos actos, que el esperado era él. Porque, a su aparición, aquéllos se habían mirado a la cara, alzando la cabeza, con un movimiento del que se deducía que los dos, de repente habían dicho: es él; el que estaba a horcajadas se había levantado, poniendo los pies en el camino; el otro se había apartado de la cerca; y ambos se encaminaban a su encuentro. Él, manteniendo el breviario abierto ante sí, como si leyera, ponía la mirada más lejos, para espiar sus movimientos; y al verlos venir, justamente a su encuentro, lo asaltaron de golpe mil pensamientos. De inmediato se preguntó a sí mismo, a toda prisa, si entre los bravos y él habría alguna salida del camino, a la derecha o la izquierda; y en seguida recordó que no. Hizo un rápido examen de si habría pecado contra algún poderoso, contra algún vengativo; pero, incluso en medio de su turbación, el consolador testimonio de su conciencia lo tranquilizaba un tanto; pero los bravos se acercaban, mirándolo fijamente. Metió el índice y el medio de la mano derecha en el sobrecuello, como para ajustarlo; y al girar los dos dedos en torno al cuello, volvía mientras tanto la cara hacia detrás, torciendo al mismo tiempo la boca, y mirando por el rabillo del ojo, hasta donde alcanzaba, por si llegaba alguien; pero no vio a nadie. Echó un vistazo por encima de la cerca de los campos: nadie; otro más recatado al camino delante de sí: nadie, salvo los bravos. ¿Qué hacer?" (38).
¿Qué hacer? Noten que esta pregunta está dirigida directamente no sólo a don Abbondio, sino al lector. Manzoni es maestro en mezclar su narración con repentinas, socarronas llamadas a sus lectores, y ésta se cuenta entre las menos socarronas. ¿Qué habrían hecho ustedes en lugar de don Abbondio? Éste es un ejemplo típico, de cómo el autor modelo, o el texto, invitan al lector a darse un paseo inferencial. La dilación sirve para estimular este paseo. Nótese, además, que el lector, evidentemente, no se está preguntando qué hacer, porque está claro que don Abbondio no tiene vías de escape. El lector se mete él también dos dedos en el alzacuello, pero no para mirar hacia atrás, sino para mirar hacia adelante, al desarrollo de la historia: se le invita a que se pregunte qué querrán dos bravos de ese hombre tranquilo e inofensivo. Yo no se lo digo. Si todavía no han leído Los novios han hecho mal, y es el momento de hacerlo. De todas maneras, sepan que todo empieza con este encuentro.
Podríamos preguntarnos, de todas formas, si era necesario también que Manzoni introdujera esas informaciones históricas sobre los bravos. Se sabe perfectamente que el lector siente la tentación de saltárselas, y todo lector de Los novios lo ha hecho, por lo menos la primera vez. Pues bien, también el tiempo necesario para hojear unas páginas que no se leen forma parte de una estrategia narrativa, porque el autor modelo sabe (aunque a menudo el autor empírico no sabría expresarlo conceptualmente) que en una narración el tiempo aparece tres veces: como tiempo de la fábula, tiempo del discurso y tiempo de la lectura.
El tiempo de la fábula forma parte del contenido de la historia. Si el texto dice «pasaron mil años», el tiempo de la fábula es de mil años. Pero en el nivel de la expresión lingüística, es decir, en el nivel del discurso narrativo, el tiempo para escribir (y para leer) el enunciado es brevísimo. He ahí cómo acelerando el tiempo del discurso se puede expresar un tiempo de la fábula larguísimo. Naturalmente, sucede también lo contrario: vimos la vez pasada que Nerval empleaba doce capítulos para contarnos lo que tuvo lugar en una noche y un día; pero luego en dos breves capítulos nos contaba lo que aconteció en el transcurso de meses y de años.
Los teóricos de la narratividad (como, por ejemplo, Chatman, Genette o Prince) están bastante de acuerdo al decir que es fácil establecer el tiempo de la fábula: La vuelta al mundo en ochenta días de Verne dura, desde la salida hasta la llegada, ochenta días; al menos para los miembros del Reform Club que esperan en Londres, y ochenta y un días para Phileas Fogg que está circunnavegando la tierra yendo al encuentro del sol. Pero es menos fácil determinar el tiempo del discurso. ¿Por la extensión del texto escrito, o por el tiempo que se emplea en leerlo? No está escrito que estas dos duraciones sean exactamente proporcionales. Si tuviéramos que calcular a partir del número de palabras, los dos fragmentos que les voy a leer a continuación serían ambos un ejemplo de ese tiempo narrativo que Genette denomina «isocronía» y Chatman «escena», es decir, donde fábula y discurso tienen más o menos la misma duración, como sucede en los diálogos. El primer ejemplo procede de una típica hard boiled novel, un género narrativo donde todo se reduce a la acción, y está prohibido dejarle tomar aliento al lector. El ideal descriptivo de la hard boiled novel es la matanza de la noche de San Valentín, pocos segundos, y todos los adversarios están liquidados. Mickey Spillane, que en este sentido es el Al Capone de la literatura, al final de One Lonely Night nos cuenta una escena que debería de haberse desarrollado en pocos instantes:
"They heard my scream and the awful roar of the gun and the slugs tearing into bone and guts and it was the last they heard. They went down as they tried to run and felt their insides tear out and spray against the wall. I saw the general's head splinter into shiny wet fragments and splatter over the floor. The guy from the sub-way tried to stop the bullets with his hands and dissolved into a nightmare of blue holes" (39).
"Escucharon mi grito y el espantoso rugido de la ametralladora y el ruido de las balas hundiéndose en huesos y tripas. Eso fue lo último que oyeron. Cayeron mientras intentaban correr y notaron cómo sus entrañas se les salían del cuerpo e iban a salpicar las paredes.
Vi cómo la cabeza del general saltaba hecha mil pedazos e iba a manchar el suelo. El tipo de la estación subterránea intentó detener las balas con sus manos y se disolvió en una pesadilla de agujeros azules" (40).
Quizá habría acabado antes llevando a cabo la matanza que leyendo la descripción en voz alta, pero podemos darnos por satisfechos. Veintiséis segundos de lectura por diez segundos de matanza representan un buen récord. En una película habríamos tenido una completa adecuación entre tiempo del discurso y tiempo de la fábula. Se trata de un buen ejemplo de lo que Chatman llama escena.
Pero veamos ahora cómo Tan Fleming describe otro acontecimiento horripilante, la muerte de Le Chiffre en Casino Royale.
"There was a sharp «phut», no louder than a bubble of air escaping from a tube of toothpaste. No other noise at all, and suddenly Le Chiffre had grown another eye, a third eye on a level with the other two, right where the thick nose started to jut out below the forehead. It was a small black eye, without eyelashes or eyebrows. For a second the three eyes looked out across the room and then the whole face seemed to slip and go down on one knee. The two outer eyes turned trembling up towards the ceiling" (41).
"Hubo un «puff» más agudo, no más fuerte que el ruido que produce una burbuja de aire al salir de un tubo de pasta de dientes. Ningún ruido más, y de repente, a Le Chiffre se le abrió otro ojo, un tercer ojo, a la altura de los otros dos, justo donde su gruesa nariz empezaba a sobresalir de la frente. Era un pequeño ojo negro, sin pestañas ni cejas. Por un instante los tres ojos contemplaron fijamente la habitación, luego la cara de Le Chiffre pareció es caparse y descender hasta la rodilla. Los dos ojos externos se vol vieron temblando hacia el techo" (42).
La escena dura dos segundos, uno le sirve a Bond para disparar y el otro a Le Chiffre para mirar fijamente la habitación con sus tres ojos, pero la lectura de su descripción me ha llevado cuarenta y dos segundos. Cuarenta y dos segundos por noventa y ocho palabras en Fleming es proporcionalmente más lento que veintiséis segundos por ochenta y una palabras en Spillane. Como lector en voz alta he contribuido a darles la impresión de una descripción a cámara lenta, que también en una película habría durado bastante, como si el tiempo se hubiera detenido. Leyendo a Spillane sentía la tentación de acelerar el ritmo de mi lectura, mientras leyendo a Fleming desaceleraba. Diría que el de Fleming es un buen ejemplo de lo que Chatman llama stretching (que se ha traducido por alargamiento y que en el cine es ese efecto de lentitud llamado slow motiorí), donde precisamente el discurso modera el paso con respecto a la rapidez de la historia. Pero el stretching —como la escena— no depende del número de palabras, sino del «paso» que el texto impone al lector. Incluso durante una lectura silenciosa el lector siente la tentación de recorrer velozmente la descripción de Spillane, mientras es más dado a saborear (si se puede usar este adjetivo para una descripción tan atroz) el fragmento de Fleming. El uso de los términos, de las metáforas, la manera de fijar la atención del lector, impone a quien lee a Fleming mirar a un hombre que recibe una bala en la frente de una manera diferente de lo normal, mientras las expresiones usadas por Spillane nos evocan visiones de matanzas que ya pertenecen al patrimonio de nuestra memoria de lectores o de espectadores. Es preciso admitir que parangonar el ruido de una pistola con silenciador al de una burbuja de aire, o la metáfora del tercer ojo, y los dos ojos naturales que en un determinado momento van a mirar allá donde el tercero no mira, representan un ejemplo de ese efecto de distanciamiento del que hablaban los formalistas rusos.
En su ensayo sobre Flaubert (43), Proust dice que una de las vir ludes de este escritor es la de saber dar con rara eficacia la impresión del tiempo. Y él, Proust, que empleaba treinta páginas para contar cómo daba vueltas en la cama, se entusiasma ante el final de la Éducation Sentimentale, donde la cosa más bella, dice, no es una frase sino un espacio blanco.
Proust observa que Flaubert, que se ha detenido en el transcurso de muchísimas páginas sobre las acciones más insignificantes de Frédéric Moreau, acelera hacia el final, cuando representa uno de los momentos más dramáticos de su vida. Después del golpe de estado de Napoleón III, Frédéric asiste a una carga de la caballería en el centro de París, y Flaubert describe concitadamente la llegada de una escuadra de dragones que galopaban «a toda marcha, inclinados sobre sus caballos con el sable desenvainado». Frédéric ve a un guardia arremeter con la espada en ristre, contra uno de los insurrectos, que cae muerto. «El agente dio una vuelta mirando a su alrededor; y Frédéric, lleno de asombro, reconoció a Sénécal.»
Y en este punto, Flaubert introduce un espacio blanco, que con todo a Proust le parece «enorme». Después, «sin la sombra de una transición, mientras la medida del tiempo se transforma, repentinamente, de cuartos de hora en años, décadas», Flaubert lapidariamente escribe:
"Viajó.
Conoció la melancolía de los paquebotes, los fríos amaneceres bajo la tienda, los mareos de los paisajes y de las ruinas, la amargura de las amistades truncadas.
Regresó.
Trató gente y tuvo otros amores todavía. Pero el recuerdo continuo del primero se los hacía insípidos; y además la vehemencia del deseo, la flor misma de la sensación se había perdido" (44).
Podríamos decir que aquí Flaubert ha acelerado paso a paso el tiempo del discurso, primero para transmitir la aceleración de los acontecimientos (o del tiempo de la fábula), pero luego, después del espacio blanco, ha invertido el procedimiento, y ha hecho corresponder a un tiempo brevísimo del discurso un largísimo tiempo de la fábula. Nos encontramos ante, creo, un efecto de distanciamiento obtenido no semántica sino sintácticamente, y donde el lector está obligado a «cambiar la marcha» por ese simple y enorme espacio blanco.
El tiempo del discurso es, por tanto, el efecto de una estrategia textual en interacción con la respuesta del lector al que impone un tiempo de lectura.
Y aquí podemos volver a la pregunta que nos habíamos hecho a propósito de Manzoni. ¿Por qué introdujo algunas páginas de información histórica sobre los bravos sabiendo perfectamente que el lector se las habría saltado? Porque incluso el acto de saltar lleva su tiempo, o, por lo menos, da la impresión de emplear un cierto tiempo para ahorrar otro. El lector debe saber que está saltando (a lo mejor prometiéndose volver a leer más tarde esas páginas) y debe argüir que está saltando páginas que contienen una información esencial. El autor no está sugiriendo sólo al lector que hechos como los que cuenta han acaecido de verdad, sino que le dice también hasta qué punto esa pequeña historia está arraigada en la gran Historia. Si el lector entiende eso (aunque haya saltado las páginas sobre los bravos), el dedo que don Abbondio se mete en el alzacuello se volverá bastante más dramático.
¿Cómo consigue un texto imponer un tiempo de lectura al lector? Lo entenderemos mejor si consideramos lo que sucede en arquitectura y en las artes figurativas.
Normalmente pensamos que existen artes donde la duración tiene una función particular y donde el tiempo del discurso coincide con el de la lectura: la música, por ejemplo, y el cine. En el film, tiempo del discurso y tiempo de la fábula no coinciden siempre, mientras que en la música hay una perfecta coincidencia de los tres tiempos (a menos que no se quiera identificar la fábula con una sucesión de temas, y el discurso con su tratamiento complejo, de manera que sea identificable una trama que anticipa o retoma estos elementos temáticos, como sucede en Wagner). Estas artes del tiempo permiten sólo un tiempo de «relectura», en el sentido que el espectador o el oyente pueden disfrutar de la obra más veces (y a estas alturas los instrumentos de grabación permiten hacerlo con mayor comodidad).
Parece, por el contrario, que las artes del espacio, como la pintura y la arquitectura, no tengan nada que ver con el tiempo (como no sea en el sentido de que pueden manifestar el tiempo de su envejecimiento, o hablarnos mediante éste de su historia). Con todo, incluso una obra visual requiere un tiempo de circunnavegación. Escultura y arquitectura requieren e imponen, a través de la complejidad de su estructura, un tiempo mínimo para poder ser disfrutadas. Se puede emplear un año para circunnavegar la catedral de Chartres, sin descubrir jamás todos los detalles arquitectónicos e iconográficos. En cambio, la Beinecke Library de la Yale University con sus cuatro lados iguales y la simetría regular de sus ventanas puede circunnavegarse más rápidamente que la catedral de Chartres. Una riqueza decorativa representa una imposición que la forma arquitectónica ejerce sobre quien mira, y cuantos más detalles hay, más tiempo se emplea en explorarlos.
Algunos cuadros imponen una lectura múltiple. Por ejemplo, piénsese en una obra de Pollock, donde a primera vista la tela se presta a una rápida inspección (se ve sólo materia informe), pero en un segundo tiempo se trata de interpretar y descubrir la huella inmóvil del proceso formativo, y —como sucede en los bosques y en los laberintos— resulta difícil decir qué trazado hay que privilegiar, y por dónde empezar, qué senda elegir para captar la imagen fija de lo que había sido una acción, la dinámica del dripping.
En la narrativa es ciertamente difícil establecer, tal como se ha dicho, cuál es el tiempo del discurso y el tiempo de lectura, pero es indudable que a veces la abundancia de las descripciones, la minucia de los particulares de la narración, no tienen tanto una función de representación como de moderación del tiempo de la lectura, para que el lector adquiera ese ritmo que el autor juzga necesario para el disfrute de su texto.
Hay ciertas obras que, para imponer ese ritmo al lector, identifican tiempo de la fábula, tiempo del discurso y tiempo de lectura. En televisión se hablaría de «emisión en directo». Baste con pensar en aquella película en la que Andy Warhol filmó, durante toda la extensión de una jornada, el Empire State Building. En literatura es difícil cuantificar el tiempo de lectura, pero se podría decir que para leer el último capítulo del Ulysses se necesita por lo menos tanto tiempo como el que empleó Molly para navegar en su stream of consciousness. A veces se usan criterios proporcionales: si se necesitan dos páginas para decir que alguien ha recorrido un kilómetro, harán falta cuatro para decir que ha recorrido dos kilómetros.
Ese gran malabarista que fue Georges Perec, en cierto momento de su vida acarició la ambición de escribir un libro tan vasto como el mundo. Luego entendió que no podía hacerlo, y se conformó, en un libro que se titula, precisamente, Tentative d'épuise-ment d'un lieuparisién, con describir «en directo» todo lo que había sucedido en Place Saint-Sulpice del 18 al 20 de octubre de 1974. Perec sabe perfectamente que sobre esa plaza se han escrito muchas cosas, pero se propone describir lo demás, lo que ningún libro ha contado nunca, la totalidad de la vida cotidiana. Se sienta en un banco, o en uno de los dos bares de la plaza, y durante dos días anota todo lo que ve, los varios autobuses que pasan, un japonés que le saca una foto, un señor con impermeable verde; observa que todos los transeúntes tienen al menos una mano ocupada, por un bolso, por un maletín, por la mano de un niño, por la correa de un perro; consigna incluso el paso de un señor que se parece a Peter Sellers. A las 2 p.m. del 20 de octubre, se detiene: imposible agotar todo lo que sucede en cualquier lugar del mundo y, a fin de cuentas, su librito tiene sesenta páginas y puede leerse en media hora. A menos que el lector no lo saboree lentamente durante dos días, intentando imaginar cada escena descrita. Pero entonces no hablaríamos ya de tiempo de lectura, sino de tiempo de alucinación. De la misma manera podemos usar un mapa para imaginar viajes y aventuras extraordinarias, pero en ese caso el mapa se ha convertido en puro estímulo y el lector se ha transformado en narrador. Cuando me preguntan qué libro me llevaría a una isla desierta contesto: «El listín telefónico; con todos esos personajes podría inventar historias infinitas».
A veces la coincidencia de los tres tiempos (de la fábula, del discurso y de la lectura) se persigue para finalidades muy poco artísticas. No siempre la dilación es índice de nobleza. Una vez me planteé el problema de cómo establecer científicamente si una película es pornográfica o no. Un moralista contestaría que una película es pornográfica si contiene representaciones explícitas y minuciosas de actos sexuales. Pero en muchos procesos por pornografía se ha demostrado que ciertas obras de arte contienen tales representaciones por escrúpulos realistas, para pintar la vida tal cual es, por razones éticas (en cuanto que se representa la lujuria para condenarla) y que, en cualquier caso, el valor estético de la obra redime su naturaleza obscena. Como es difícil establecer si una obra tiene de verdad preocupaciones realistas, si tiene sinceras intenciones éticas, o si alcanza resultados estéticamente satisfactorios, yo he decidido (después de haber examinado muchas películas hard-core) que existe una regla infalible.
Hay que controlar si en una película (que contiene también representaciones de actos sexuales) cuando un personaje sube a un coche o en un ascensor, el tiempo del discurso coincide con el de la historia. Flaubert puede emplear una línea para decir que Frédéric estuvo mucho tiempo de viaje, y en las películas normales se ve una persona que se sube a un avión para verlo llegar en seguida en el plano sucesivo. En cambio, en una película porno si alguien se sube al coche para ir diez manzanas más allá, el coche viaja diez manzanas. En tiempo real. Si alguien abre la nevera y se sirve una cerveza para bebérsela más tarde en el sofá después de haber encendido la televisión, la acción lleva tanto tiempo como el que les llevaría a ustedes hacer lo mismo en sus casas.
La razón es bastante sencilla. Una película porno está concebida para complacer al espectador con la visión de actos sexuales, pero no podría ofrecer hora y media de actos sexuales ininterrumpidos, porque es fatigoso para los actores, y al final llegaría a ser tedioso para los espectadores. Hay que distribuir, pues, los actos sexuales en el transcurso de una historia. Pero nadie tiene intención de gastar imaginación y dinero para concebir una historia digna de atención, y tampoco al espectador le interesa la historia porque espera sólo los actos sexuales. La historia queda reducida, pues, a una serie mínima de acontecimientos cotidianos, como ir a un lugar, ponerse un abrigo, beber un whisky, hablar de cosas insignificantes, y es económicamente más conveniente filmar durante cinco minutos a un señor que conduce un automóvil que implicarlo en un tiroteo a lo Mickey Spillane (que, además, distraería al espectador). Por lo tanto, todo lo que no es un acto sexual debe llevar tanto tiempo como lo lleva en la realidad. Mientras que los actos sexuales tendrán que llevar más tiempo del que normalmente requieren en la realidad. He aquí la regla: cuando en una película dos personajes emplean, para ir de A a B, el mismo tiempo que emplearían en la realidad, tenemos la certidumbre de encontrarnos ante una película pornográfica. Naturalmente, son necesarios los actos sexuales, si no, una película como Im Lauf der Zeit de Wim Wenders, donde se ve prácticamente durante cuatro horas a dos personas viajando en un camión, sería pornográfica, y no lo es.
Se considera que el diálogo representa el caso típico de identidad entre tiempo de la fábula y tiempo del discurso. Pero he aquí un caso, bastante excepcional, en el que, por motivos ajenos a la literatura, un autor ha conseguido inventar un diálogo que da la impresión de durar más que un diálogo real.
Alexandre Dumas percibía, por sus novelas publicadas por entregas, un tanto por línea y, por consiguiente, a menudo se sentía inducido a aumentar el número de las líneas para redondear sus ingresos. En el capítulo 11 de Los tres mosqueteros, dArtagnan se encuentra con la amada Constance Bonacieux, sospecha que le es infiel, e intenta entender por qué se halla de noche cerca de la casa de Aramis. Y he aquí una parte, sólo una parte, del diálogo que entablan:

"—Sin duda; Aramis es uno de mis mejores amigos. —¡Aramis! ¿Quién es ese?
— ¡Vamos! ¿Vais a decirme que no conocéis a Aramis? —Es la primera vez que oigo pronunciar ese nombre. —Entonces ¿es la primera vez que vais a esa casa? —Claro.
—¿Y no sabíais que estuviese habitada por un joven? —No.
—¿Por un mosquetero? —De ninguna manera.
—¿No es, pues, a él a quien veníais a buscar? —De ningún modo. Además ya lo habéis visto, la persona con quien he hablado es una mujer.
—Es cierto; pero esa mujer es una de las amigas de Aramis.
—Yo no sé nada de eso.
—Puesto que se aloja en su casa.
—Eso no me atañe.
—Pero ¿quién es ella?
—¡Oh! Ese no es secreto mío.
—Querida señora Bonacieux, sois encantadora; pero al mismo tiempo sois la mujer más misteriosa... —¿Es que pierdo con eso? —No, al contrario, sois adorable. —Entonces dadme el brazo. —De buena gana. ¿Y ahora? —Ahora, conducidme. —¿A dónde?
—A donde voy.
—Pero ¿adonde vais?
—Ya lo veréis, puesto que me dejaréis en la puerta. —¿Habrá que esperaros? —Será inútil.
—Entonces, ¿volveréis sola? —Quizá sí, quizá no.
—Y la persona que os acompañará luego, ¿será un hombre, será una mujer?
—No sé nada todavía. —Yo sí, yo sí lo sabré. —¿Y cómo?
—Os esperaré para veros salir. —En ese caso, ¡adiós! —¿Cómo?
—No tengo necesidad de vos. —Pero habíais reclamado...
—La ayuda de un gentilhombre, y no la vigilancia de un espía. —La palabra es un poco dura.
—¿Cómo se llama a los que siguen a las personas a pesar suyo? —Indiscretos.
—La palabra es demasiado suave.
—Vamos, señora, me doy cuenta de que hay que hacer todo lo que vos queráis.
—¿Por qué privaros del mérito de hacerlo enseguida? —¿No hay alguno que se ha arrepentido de ello? —Y vos, ¿os arrepentís en realidad?
—Yo no sé nada de mí mismo. Pero lo que sé, es que os prometo hacer todo lo que queráis si me dejáis acompañaros hasta donde vayáis.
—¿Y me dejaréis después? —Sí.
—¿Sin espiarme a mi salida? —No.
—¿Palabra de honor?
— ¡A fe de gentilhombre!
—Tomad entonces mi brazo y caminemos" (45).

Desde luego, conocemos otros ejemplos de diálogos bastante largos e inconsistentes, por ejemplo, en Ionesco o en Ivy Compton-Burnett, pero se trata de diálogos que son inconsistentes porque quieren representar la inconsistencia. En cambio, en el caso de Du-mas, un amante impaciente y una señora que debería darse prisa por encontrarse con Lord Buckingham y conducirlo ante la Reina no deberían perder tanto tiempo en marivaudages. Aquí no estamos ante una dilación funcional, estamos más cerca de la dilación pornográfica.
Con todo, Dumas era un maestro en arquitectar dilaciones narrativas que servían para crear lo que yo llamaría un tiempo del espasmo, para dilatar la llegada de una solución dramática; y en este sentido, es una obra maestra El conde de Montecristo. Aristóteles ya había prescrito que, en la acción trágica, la catástrofe y la catarsis final debieran ser precedidas por largas peripecias. Hay una película bellísima interpretada por Spencer Tracy, Bad day at black rock de John Sturges (Conspiración de silencio, 1954), donde el protagonista, un veterano de la segunda guerra mundial, un hombre tranquilo con el brazo izquierdo paralizado, llega a una remota ciudad del sur para buscar a un japonés, padre de un soldado muerto, y se convierte en objeto de una especie de insostenible persecución cotidiana por parte de una banda de racistas: digo insostenible para él y para el espectador, que sufre durante casi una hora a la vista de tantos abusos y tantas injusticias. En un cierto punto, mientras está bebiendo en un bar, Tracy es provocado por un individuo odioso, y de repente ese hombre tranquilo hace un rápido movimiento con el brazo sano, y golpea con fuerza al adversario: el ímpetu del golpe empuja al «malo» a atravesar todo el local y lo arroja a la calle después de haber hecho añicos la puerta. Este desenlace violento llega inesperadamente, pero ha sido preparado por tantas dolorosísimas dilaciones que adquiere, en el desarrollo de la historia, el valor de una catarsis, y los espectadores se abandonan relajados en sus butacas. Si la espera hubiera sido más breve, y el espasmo menor, la catarsis no habría sido tan plena.
Italia es uno de esos países en los que uno no está obligado a entrar en el cine al principio de una sesión, sino que se puede entrar en cualquier momento, y luego volver a empezar por el principio. La juzgo una buena costumbre porque considero que una película es como la vida: yo en la vida entré cuando mis padres ya habían nacido y Homero había escrito ya la Odisea, luego he intentado reconstruir la fábula hacia atrás, como he hecho con Sylvie, y bien o mal he entendido lo que ha sucedido en el mundo antes de mi entrada. Y así me parece justo hacer lo mismo con las películas. La velada en la que vi esta película, me di cuenta de que después del golpe violento de Spencer Tracy (que, nótese, no sucede al final de la película) la mitad de los espectadores se levantaba y salía. Eran espectadores que habían entrado al principio de aquella delectatio morosa y se habían quedado para disfrutar una vez más de todas las fases preparatorias de ese momento de liberación. Donde se ve que el tiempo del espasmo no sirve sólo para capturar la atención del espectador ingenuo de primer nivel, sino también para estimular el goce estético del espectador de segundo nivel.
En efecto, no quisiera que se pensara que estas técnicas (que sin duda están presentes con mayor evidencia en las narraciones de efecto) pertenecen sólo a la literatura o a las artes populares. Es más, quisiera mostrarles un ejemplo de dilación enorme, explayada por centenares de páginas, que sirve para preparar un momento de satisfacción y gozo sin límites, con respecto al cual la satisfacción del espectador de una película porno es de pobre y miserable monta. Me refiero a la Divina Comedia de Dante Alighieri. Y les hablo pensando en su lector modelo (en el que debemos esforzarnos en convertirnos) que era un hombre de la Edad Media, el cual creía firmemente que nuestra peregrinación terrenal tenía que culminar en ese momento de éxtasis supremo que es la visión de Dios.
Pero este lector se acercaba al poema dantesco como a una obra de narrativa, y tenía razón Dorothy Sayers cuando, presentando al lector inglés el poema que había traducido, le aconsejaba leerlo desde el principio hasta el final rindiéndose al vigor de la narración (46). El lector debe darse cuenta de que está llevando a cabo una lenta exploración de los círculos infernales, a través del centro de la tierra, hasta las laderas del Purgatorio, procediendo luego más allá del Paraíso Terrestre, de esfera en esfera, allende los planetas y las estrellas fijas, hasta el Empíreo, para llegar a ver a Dios en su esencia más íntima.
Este viaje no es sino una larga, interminable dilación, en el transcurso de la cual nos encontramos con centenares de personajes, nos hallamos mezclados en diálogos sobre la política de la época, sobre la teología, sobre el amor y la muerte, asistimos a escenas de sufrimiento, de melancolía, de gozo; y, a menudo, deseamos acelerar el paso, y aun así, al saltar, sabemos que el poeta está procediendo con mayor lentitud, y casi miraríamos atrás para esperar que nos alcanzara. Y todo esto ¿para qué? Para llegar a ese momento en el que el poeta verá algo que no es capaz de expresar, porque «a la memoria tanto exceso traba»:

"Nel suo profondo vidi che s'interna
legato con amore in un volume,
ció che per l'universo si squaderna:

sustanze e accidenti e lor costume
quasi conflati insieme, per tal modo
che ció chi' dico é un semplice lume.

En su profundidad vi que se interna,
con amor en un libro encuadernado,
lo que en el orbe se desencuaderna;

sustancias y accidentes, todo atado
con sus costumbres, vi yo en tal figura
que una luz simple es lo por mí expresado" (47).

Dante dice que no consigue expresar lo que ha visto (aunque lo ha conseguido mejor que todos los demás) e indirectamente le pide al lector que intente imaginar, allá donde «la alta fantasía fue impotente». El lector está satisfecho: esperaba ese momento en el que habría debido encontrarse cara a cara con lo Indecible. Y para probar tal emoción era necesario un largo y lento viaje previo, en el transcurso del cual, sin embargo, no se había perdido el tiempo: a la espera de un encuentro que no podía difuminarse sino en un r deslumbrante silencio, se había aprendido algo sobre el mundo; que es, al fin y al cabo, la mejor fortuna que en la vida pueda deparársenos a cada uno de nosotros forman parte de la dilación narrativa muchas descripciones, de cosas, personajes o paisajes. El problema es para qué sirven a los fines de la historia. En un antiguo ensayo mío acerca de las novelas de Ian Fleming sobre James Bond (48), había observado que, en tales historias, el autor reserva largas descripciones para un parlido de golf, para una carrera en coche, para las meditaciones de una muchacha sobre el marinero que aparece en la cajetilla de los Player's, para el lento proceder de un insecto, mientras liquida en pocas páginas, y a veces en pocas líneas, los acontecimientos más dramáticos, como un asalto a Fort Knox o la lucha con un tiburón. Había deducido de ello que estas descripciones tienen la única función de convencer al lector de que está leyendo una obra de arte, puesto que se considera que la diferencia entre literatura «alta» y literatura «baja» radica en que la segunda abunda en descripciones, mientras la primera cuts to the chase. Además, Fleming reserva las descripciones a acciones que el lector ha podido o podría llevar a cabo (una partida de cartas, una cena, un baño turco) mientras resuelve con brevedad lo que el lector no podría soñar hacer jamás, como huir de un castillo aferrándose a un globo aerostático. La dilación sobre lo deja vu sirve para permitirle al lector que se identifique con el personaje y sueñe ser como él.
Fleming desacelera sobre lo inútil y acelera sobre lo esencial, porque desacelerar sobre lo superfluo tiene la función erótica de la delectatio morosa, y porque sabe que nosotros sabemos que las historias contadas en tono arrebatado son las más dramáticas. Manzoni, como buen narrador del siglo xix romántico, usa fundamentalmente (pero con adelanto) la misma estrategia que Fleming, y nos hace esperar de manera espasmódica el acontecimiento que seguirá; pero no pierde tiempo con lo no esencial. Don Abbondio, que se manosea el alzacuello y se pregunta «¿qué hacer?», representa en síntesis a la sociedad italiana del siglo xvn bajo la dominación extranjera. La meditación de una aventurera sobre la cajetilla de los Player's dice poco sobre la cultura de nuestro tiempo—excepto que es una soñadora, o una bus-bleu—, mientras que la dilación de Manzoni sobre la incertidumbre de don Abbondio explica muchas cosas, y no sólo sobre la Italia del siglo XVII sino también sobre la del siglo XX.
Pero otras veces la dilación descriptiva tiene otra función. Existe también el tiempo de la insinuación. San Agustín, que era un sutil lector de textos, se preguntaba por qué de vez en cuando la Biblia se perdía en lo que parecían superfluitates, descripciones inútiles, de vestimentas, de palacios, perfumes, joyas. ¿Es posible que Dios, inspirador del autor bíblico, perdiera tanto tiempo para condescender en la poesía mundana? Evidentemente no. Si aparecían repentinas pérdidas de velocidad del texto, eso significaba que en tales casos la sagrada escritura intentaba hacernos comprender que debíamos leer, e interpretar, lo que se estaba describiendo como una alegoría, o un símbolo.
Les ruego me perdonen, pero debo regresar a Sylvie de Nerval. Recordarán que el narrador, en el capítulo 2, después de una noche en vela evocando sus años juveniles, decide salir para Loisy, en plena noche. Pero no sabe qué hora es. ¿Es posible que un joven rico, educado, amante del teatro, no tenga en casa un reloj? No lo tiene. Más bien, lo tiene, pero es un reloj que no funciona, y Nerval emplea una página para describirlo:
"En medio de todos los esplendores de baratillo que era costumbre reunir en aquella época para restaurar en su tipismo una vivienda de antaño, brillaba con remozado esplendor uno de esos relojes de péndulo del Renacimiento, de concha, cuya cúpula dorada, coronada por la figura del Tiempo, está sostenida por unas cariátides del estilo Médicis, que a su vez descansan sobre unos caballos medio encabritados. La Diana histórica, acodada en su ciervo, aparece en bajorrelieve debajo de la esfera, en la que se despliegan, sobre fondo niquelado, las cifras esmaltadas de las horas. A la maquinaria, excelente sin duda, no se le había dado cuerda desde hacía dos siglos. No había yo comprado aquel reloj en Touraine para saber la hora".
He aquí un caso en el que la dilación no sirve tanto para moderar la acción, para empujar al lector a apasionados paseos inferenciales, como para decirle que debe disponerse a entrar en un mundo en el que la medida normal del tiempo cuenta poquísimo, en el que los relojes se han roto, o licuado, como en un cuadro de Dalí.
Pero en Sylvie hay también un tiempo del extravío. Por eso decía al final de la segunda conferencia que, cada vez que vuelvo a leer Sylvie, me olvido de todo lo que sé sobre ese texto y me vuelvo a encontrar perdido en el laberinto del tiempo. Nerval puede divagar aparentemente cinco páginas sobre las ruinas de Ermenonville evocando a Rousseau, y desde luego ninguna de estas divagaciones es casual para una comprensión más plena de la historia, de la época, del personaje: pero sobre todo este divagar y detenerse contribuye a encerrar al lector en ese bosque del tiempo del cual podrá salir a precio de muchos esfuerzos (para luego desear volver a entrar una vez más).
Prometí que hablaría del capítulo 7 de Sylvie. El narrador, después de dos analepsis, a las que hemos conseguido asignar una colocación dentro de la fábula, está llegando a Loisy. Son las cuatro de la mañana. Aparentemente está hablando de aquella noche de 1838 en la que estaba volviendo, ya adulto, a Loisy, y describe el paisaje que se divisa desde la carroza, usando el tiempo presente. Y de repente recuerda otra vez: «Fue por allí por donde una noche me llevó el hermano de Silvie». ¿Qué noche? ¿Antes o después de la segunda fiesta en Loisy? No lo sabremos jamás, no debemos saberlo. Es más, el narrador pasa de nuevo al presente, y describe el lugar de aquella noche, pero tal como podría ser aún en el momento de su narración, y es un lugar lleno de recuerdos de los Médicis, como el reloj de algunas páginas antes. Luego vuelve al imperfecto, y aparece Adrienne, por segunda y última vez en el texto. Aparece como una actriz en un teatro, protagonista de una representación sagrada, transfigurada por su vestido como ya lo estaba por su vocación monástica. La visión es tan imprecisa que en este punto el narrador expresa una duda que debería dominar todo el relato: «Al recordar estos detalles, vengo a preguntarme si son reales o si los habré soñado». Y luego se pregunta si la aparición de Adrienne ha sido real como la irrefutable evidencia de la abadía de Cháalis. A continuación, con repentino regreso al presente: «¡Este recuerdo es una obsesión, tal vez!». A esas alturas la carroza está llegando a Loisy, y el narrador escapa del universo del ensueño.
Bien: una larga dilación para no decir nada, nada por lo menos que concierna al desarrollo de la fábula. Sólo para decir que tiempo, ensueño y memoria pueden fundirse y que el deber del lector es perderse en el torbellino de su indistinción.
Pero hay también una manera de detenerse en el texto, y perder tiempo en él, para traducir el espacio. Una de las figuras retóricas menos definidas y analizadas es la hipótiposis. ¿Cómo consigue un texto verbal poner algo bajo nuestra mirada, como si lo viéramos? Deseo terminar sugiriendo que una de las formas de dar la impresión del espacio es dilatar, con respecto al tiempo de la fábula, tanto el tiempo del discurso como el tiempo de la lectura.
Una de las preguntas que siempre han intrigado a los lectores italianos es por qué Manzoni pierde tanto tiempo, al principio de Los novios, para describir el lago Como. Podemos perdonarle a Proust que describa en treinta páginas su dilación antes de conciliar el sueño, pero ¿por qué a Manzoni tiene que llevarle una página abundante el decirnos «Había una vez un lago y aquí empieza mi historia»?
Si intentáramos leer este fragmento con la vista puesta en un mapa, veríamos que la descripción avanza asociando dos técnicas cinematográficas, zoom y cámara lenta. No me digan que un autor del siglo XIX no conocía la técnica cinematográfica: lo que ocurre es que los directores de cine conocen las técnicas narrativas del siglo XIX. Es como si la toma hubiera sido realizada desde un helicóptero que está aterrizando lentamente (o reprodujera la manera en la que Dios mueve su mirada desde lo alto de los cielos para localizar a un ser humano en la corteza terrestre). Este primer movimiento continuo de arriba abajo abre a una dimensión «geográfica»:
"Ese ramal del lago de Como que tuerce hacia mediodía, entre dos cadenas ininterrumpidas de montes, todo ensenadas y golfos, según aquéllos sobresalgan o se retiren, se estrecha, casi de repente, tomando curso y figura de río, entre un promontorio a la derecha y una amplia orilla por la otra parte..."
Luego, la visión abandona la dimensión geográfica para entrar lentamente en una dimensión topográfica, allá donde puede empezarse a localizar un puente y distinguir las orillas:
"... y el puente, que allí une las dos riberas, parece volver aún más sensible a la vista esa transformación, y marcar el punto don tic el lago cesa y comienza el Adela, para lomar después otra vez el nomine de lago donde las riberas, alejándose de nuevo, dejan al agua extenderse y disminuir su velocidad en nuevos golfos y nuevas ensenadas".
Tanto la visión geográfica como la topográfica proceden de norte a sur, siguiendo precisamente el curso de generación del río; y por consiguiente, el movimiento descriptivo parte de lo amplio hacia lo estrecho, del lago al río. Y en cuanto ello sucede, la página lleva a cabo otro movimiento, esta vez no de descenso desde el arriba geográfico hacia el abajo topográfico, sino de la profundidad a la lateralidad: en este punto la óptica se invierte, los montes se ven de perfil, como si por fin los mirara un ser humano:
"La orilla, formada por los depósitos de tres caudalosos torrentes, desciende apoyada en dos montes contiguos, llamado uno de San Martín, y el otro, con voz lombarda, el Resegone, por sus muchos picos en fila que verdaderamente lo hacen asemejarse a una sierra; de modo que no hay quien, a primera vista, con tal que sea de frente, como por ejemplo desde lo alto de las murallas de Milán que miran al septentrión, no lo distinga al instante, por tal señal, de los otros montes de nombre más oscuro y forma más común de aquella larga y vasta cordillera".
Ahora, alcanzada una escala humana, el lector puede distinguir los torrentes, las laderas y los valles, incluso el mobiliario mínimo de los caminos y de las sendas, gravilla y guijarros, descritos como si se los «anduviera», con sugestiones no sólo visuales, ahora, sino también táctiles.
"Durante un buen trecho, la costa sube con un declive lento y continuo; después se rompe en collados y vallecitos, en repechos y explanadas, según la osamenta de los dos montes, y el trabajo de las aguas. El borde último, cortado por las desembocaduras de los torrentes, es casi todo de grava y guijarros; el resto, campos y viñedos, sembrados de pueblos, quintas, caseríos; en alguna parte bosques, que se prolongan montañas arriba. Lecco, el principal de esos pueblos, y que da nombre al territorio, yace no muy lejos del puente, a la orilla del lago, e incluso llega en parte a encontrarse en el lago mismo, cuando éste crece..." (49).
Y aquí Manzoni lleva a cabo otra elección: de la geografía pasa a la historia, empieza a narrar la historia del lugar recién descrito geográficamente. Después de la historia vendrá la crónica, y por fin encontramos, por uno de esos caminos, a don Abbondio que se dirige al fatal encuentro con los bravos.
Manzoni empieza a describir adoptando el punto de vista de Dios, el Gran Geógrafo, y poco a poco adopta el punto de vista del hombre, que vive en el paisaje. Pero el hecho de que abandone el punto de vista de Dios no debe engañarnos. Al final de la novela —cuando no durante— el lector debería darse cuenta de que nos está relatando una historia que no es sólo la historia de los hombres, sino la historia de la Providencia Divina, que dirige, corrige, salva y resuelve. El principio de Los novios no es un ejercicio de descripción del paisaje: es una manera de preparar inmediatamente al lector a que lea un libro cuyo principal protagonista es alguien que mira desde arriba las cosas del mundo.
He dicho que podríamos leer esta página mirando antes un mapa geográfico y luego un mapa topográfico. Pero no es necesario: si se lee bien se da cuenta uno de que Manzoni está dibujando el mapa, está poniendo en escena un espacio. Mirando al mundo con los ojos de su creador, Manzoni le hace la competencia: está construyendo su mundo narrativo, tomando prestados aspectos del mundo real.
Pero sobre este procedimiento diremos más (prolepsis) en la próxima conferencia.


Notas

35- Ítalo Calvino, Seis propuestas para el próximo milenio, pp. 49, 59.
36-« Scenes we'd like to see The Musketeer Failed to Cict the Girl», en W.M. Gaines, The Bedside «Mad», Nueva York, Signet, 1953, pp. 117-121.
37- Isabella Pezzini, «Le passioni del Lector», en P. Magli, G. Manetti, P. Violi, eds., Semiótica: Storia, Teoría, Jnterpretazione. Saggi intorno a Umberto Eco, Milán, Bompia-ni, 1992, pp. 227-242.
38- Traducción de Esther Bem'tez, Madrid, Alfaguara, 1978, pp. 12-13.
Casino Royale, Londres, Glidrose Productions, 1953, cap. 18.
39. One Lonely Night, Nueva York, Dutton, 1951, p. 165.
40. Una noche solitaria, traducción de E. Mallorquí, Barcelona, Plaza y Janes, 1980, p. 298. Mi cálculo sobre el tiempo de lectura con relación al número de palabras está basado en el texto inglés.
41. Casino Royale, Londres, Glidrose Productions, 1953, cap. 18.42.
42-También en este caso mi cálculo sobre el tiempo de lectura con relación al número de palabras está basado en el texto inglés.
43. «A propos du style de Flaubert», Nouvelle Revue Francaise, 1 de enero, 1929, p. 950.
44. La educación sentimental, traducción de Germán Palacios, Madrid, Cátedra, 1994, p. 517
45. Los tres mosqueteros, tr I, pp. 152-154.
46. Dorothy Sayers, Introducc 1949-1962, p. 9.47.
47-Paradiso XXXIII, 85-90. La traducción española es de Ángel Crespo, Paraíso, Divina Comedia, Barcelona, Planeta, 1992.
48. «Le strutture narrative in Fl piani, 1978 (El superhombre de ma men, 1995).
49. Op. cit., p. 7.