14 de septiembre de 2009

RECURSOS-Entrar en el bosque, Umberto Eco

En: Seis paseos por los bosques narrativos, Barcelona, Lumen, 1996

Quisiera empezar recordando a Ítalo Calvino, que hace ocho años tenía que impartir, en este mismo lugar, sus seis Norton Lee-tures, pero llegó a escribir sólo cinco, y nos dejó antes de poder comenzar su estancia en la Harvard University. No recuerdo a Calvino sólo por razones de amistad, sino porque estas conferencias mías estarán dedicadas en gran parte a la situación del lector en los textos narrativos, y a la presencia del lector en la narración está dedicado uno de los libros más bellos de Calvino, Si una noche de invierno un viajero...
En los mismos meses en los que se publicaba el libro de Calvino, salía en Italia un libro mío que se titulaba Lector in fábula (sólo parcialmente semejante a la versión inglesa cuyo título es The Role ofthe Reader). La diferencia entre título italiano y título inglés se debe a que el título italiano (o mejor dicho, latino), traducido literalmente al inglés, sonaría «The Reader in the Fairy Tale», y no significaría nada. En cambio, en italiano se dice «lupus in fábula» como equivalente del inglés «speak of the devil», expresión que se usa cuando llega alguien de quien se estaba hablando. Como en la expresión italiana se evoca la figura popular del lobo, que por definición aparece en todas las fábulas y cuentos, he ahí que en italiano podía hacer resonar esa cita para colocar en los cuentos, o en cualquier texto narrativo, al lector. En efecto, el lobo puede no estar, y veremos enseguida que en su lugar podría estar un ogro, pero el lector está siempre, y no sólo como componente del acto de contar historias, sino también como componente de las historias mismas.
Quien comparara hoy mi Lector in fábula con Si una noche de invierno de Calvino, podría pensar que mi libro es un comentario teórico a la novela de Calvino. Pero los dos libros salieron casi al mismo tiempo y ninguno de los dos sabía qué estaba haciendo el otro, aunque a ambos, evidentemente, nos apasionaba el mismo problema. Cuando Calvino me envió su libro debía de haber recibido ya, sin duda, el mío, porque su dedicatoria dice: «A Umberto, superior stabat lector, longeque inferior ítalo Calvino». La cita, es evidente, procede de la fábula de Fedro del lobo y el cordero («Superior stabat lupus, longeque inferior agnus»), y Calvino se estaba refiriendo a mi Lector in fábula. Queda bastante ambiguo ese «longeque inferior» (que puede querer decir tanto «aguas abajo» como «de menor importancia»). Si «lector» hubiera de ser entendido de dicto, y por lo tanto, se refiriera a mi libro, entonces deberíamos pensar o en un acto de irónica modestia, o bien en la elección (orgullosa) de apropiarse del papel del cordero, dejando al teórico el del Lobo Malo. Pero si «lector» ha de entenderse de re, entonces se trataba de una afirmación de poética y Calvino quería rendir homenaje al lector. Para rendir homenaje a Calvino, tomaré como punto de partida la segunda de las Propuestas para el próximo milenio que Calvino había escrito para las Norton Lectures, la dedicada a la rapidez, donde se refiere al 57.° de los Cuentos populares italianos que él mismo había reunido:
"Un Rey enfermó. Vinieron los médicos y le dijeron: «Oíd, Majestad, si queréis curaros tendréis que tomar una pluma del Ogro. Es un remedio difícil, porque el Ogro, cristiano que ve, cristiano que se come».
El Rey lo dijo a todos, pero nadie quería ir. Entonces se lo pidió a uno de sus subordinados, muy fiel y corajudo, que le dijo: «Allá voy».
Le indicaron el camino: «En lo alto del monte hay siete cuevas: en una de las siete está el Ogro»(1).

Calvino nota que «nada se dice de la enfermedad del rey, de cómo es posible que un ogro tenga plumas, de cómo son las siete cuevas». Y de estas observaciones saca la ocasión para elogiar la característica de la rapidez, aunque recuerda que «esta apología de la rapidez no pretende negar los placeres de la dilación» (2). Dedicaré a la dilación, de la que Calvino no ha hablado, mi tercera conferencia. Ahora, sin embargo, quisiera decir que toda ficción narrativa es necesaria y fatalmente rápida, porque —mientras construye un mundo, con sus acontecimientos y sus personajes— de este mundo no puede decirlo todo. Alude, y para el resto le pide al lector que colabore rellenando una serie de espacios vacíos. Y es que, como ya he escrito, todo texto es una máquina perezosa que le pide al lector que le haga parte de su trabajo. Pobre del texto si dijera todo lo que su destinatario debería entender: no acabaría nunca. Si yo les llamo diciendo «cojo la autopista y llego dentro de una hora», está implícito que, junto con la autopista, cogeré también el coche.
En Agosto, moglie mía non ti conosco, del gran escritor cómico Achille Campanile, se encuentra el siguiente diálogo:

"...Gedeone hizo exagerados gestos para llamar a un coche de caballos estacionado en el fondo de la calle. El viejo cochero bajó fatigosamente del pescante y se dirigió apresuradamente, a pie, hacia nuestros amigos, diciendo:
—¿En qué puedo servirle?
—¡No, hombre, no! —gritó Gedeone, impaciente—, yo quiero el coche.
—¡Ah! —respondió el cochero, desilusionado—, creía que me llamaba a mí.
Volvió atrás, subióse al pescante y preguntó a Gedeone, que no había tardado en ocupar un lugar en el coche, junto a Andrea:
—¿Adonde vamos?
El caballo tendió las orejas, con explicable temor.
—No se lo puedo decir —opuso Gedeone, que quería mantener el secreto sobre la expedición.
El cochero, que no era curioso, no insistió. Durante algunos minutos, todos permanecieron contemplando el panorama, sin moverse. Finalmente, Gedeone dejó escapar un: «¡Al castillo de Fiorenzina!», que hizo estremecer al caballo e indujo al cochero a decir:
—¿A esta hora? Llegaremos de noche.
—Es verdad —murmuró Gedeone—, iremos mañana por la mañana. Venga a buscarme a las siete en punto.
—¿Con el coche? —preguntó el cochero.
Gedeone reflexionó un instante. Finalmente dijo:
—Sí, será mejor.
Mientras se dirigía a la pensión, se volvió de nuevo al cochero y le gritó:
— ¡Oiga, no se olvide! ¡También con el caballo!
— Bueno, como usted quiera —respondió el otro, sorprendido" (3).

El fragmento se nos presenta absurdo, porque primero los protagonistas dicen menos de lo que se debería decir, y luego sienten la necesidad de decir (y hacer que se les diga) lo que no era necesario que el texto dijera.
A veces un escritor, por decir demasiado, se vuelve más cómico que sus personajes. Era muy popular en Italia, en el siglo XIX, Carolina Invernizio, que hizo soñar a enteras generaciones de proletarios con historias que se titulaban El beso de una muerta, La venganza de una loca o El cadáver acusador. Carolina Invernizio escribía fatal y alguien ha observado que tuvo el valor, o la debilidad, de introducir en la literatura el lenguaje de la pequeña burocracia del joven Estado italiano (a la que pertenecía su marido, director de una panadería militar). Y he aquí cómo empieza Carolina su novela El albergue del delito:

"La noche era espléndida, pero muy fría. La luna, desde lo alto del horizonte, iluminaba las calles de Turín, como en pleno día. En el reloj de la estación daban las siete.
Bajo el sotechado de cristales y de hierros se oía un rumor ensordecedor, porque dos trenes directos se cruzaban: uno partía y llegaba el otro" (4).

No debemos ser muy severos con la señora Invernizio: oscuramente intuía que la rapidez es una gran virtud narrativa, pero no habría podido empezar, como Kafka, con «Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto» (5).
Inmediatamente sus lectores le habrían preguntado por qué y cómo Gregorio Samsa se había convertido en un insecto, y qué había comido el día antes. Por otra parte, Alfred Kazin cuenta que una vez Thomas Mann le prestó una novela de Kafka a Einstein, que se la devolvió diciendo: «No he conseguido leerla: ¡el cerebro humano no tiene tal complejidad!» (6).
Aparte de Einstein, que quizá deploraba una cierta lentitud de la narración (pero alabaremos más adelante el arte de la dilación), no siempre el lector sabe colaborar con la rapidez del texto. En Reading and Understanding, Roger Schank nos cuenta otra historia:

Juan amaba a María pero ella no quería casarse con él. Un día un dragón raptó a María del castillo. Juan montó a la grupa de su caballo, y mató al dragón. María accedió a casarse con él. Vivieron felices y contentos para siempre.

Schank —que en este libro se preocupa de lo que entienden los niños cuando leen— le ha formulado algunas preguntas a una niña de tres años:

"—¿Cómo es que Juan mató al dragón?
—Porque era malo.
—¿Qué es lo que tenía de malo?
—Lo había herido.
—¿Y cómo lo había herido?
—A lo mejor le había echado fuego.
—¿Por qué accede María a casarse con Juan?
—Porque le quería mucho y él deseaba mucho casarse con ella.
—¿Cómo es que María se decide a casarse con Juan cuando al principio no quería?
—Ésta es una pregunta difícil.
—Sí, ¿pero tú cuál crees que es la respuesta?
—Porque antes ella no quería en absoluto y luego él discute tanto y le habla tanto a ella de que se casen que entonces a ella le entran ganas de casarse con ella, quiero decir con él" (7).

Evidentemente formaba parte del conocimiento del mundo de esa niña el hecho de que los dragones echan fuego por la nariz, pero no que se puede ceder a un amor no correspondido sólo por gratitud, o por admiración. Una historia puede ser más o menos rápida, o sea, más o menos elíptica, pero su elipticidad debe estimarse con respecto al tipo de lector al que se dirige.
Ya que estoy tratando de justificar todos los títulos que tengo la condenada idea de elegir, permítanme que justifique el título que he elegido para mis Norton Lectures. El bosque es una metáfora para el texto narrativo; no sólo para los textos de los cuentos de hadas, sino para todo texto narrativo. Hay bosques como Dublín, donde en lugar de Caperucita Roja podemos encontrarnos con Molly Bloom, o como Casablanca, donde nos encontramos con Ilsa Lund o Rick Blaine.
Un bosque es, para usar una metáfora de Borges (otro huésped de las Norton Lectures cuyo espíritu estará presente en estas conferencias mías), un jardín cuyas sendas se bifurcan. Incluso cuando en un bosque no hay sendas abiertas, todos podemos trazar nuestro propio recorrido decidiendo ir a la izquierda o a la derecha de un cierto árbol y proceder de este modo, haciendo una elección ante cada árbol que encontremos. En un texto narrativo, el lector se ve obligado a efectuar una elección en todo momento. Es más, esta obligación de elegir se manifiesta en cualquier enunciado, cuando menos en cada ocurrencia de un verbo transitivo. Mientras el hablante va a terminar la frase, nosotros, aunque sea inconscientemente, hacemos una apuesta, anticipamos su elección, o nos preguntamos angustiados qué elección hará (al menos en casos de enunciados dramáticos como «anoche en el cementerio vi...»).
A veces el narrador quiere dejarnos libres de hacer anticipaciones sobre la continuación de la historia. Véase, por ejemplo, el final de Gordon Pym de Poe:

"Pero surgió a nuestro paso una figura humana velada, cuyas proporciones eran mucho más grandes que las de cualquier habitante de la tierra. Y la piel de aquella figura tenía la perfecta blancura de la nieve" (8).

Ahí, donde la voz del narrador se detiene, el autor quiere de nosotros que nos pasemos la vida preguntándonos qué puede haber pasado, y por miedo de que todavía no nos devore la pasión de saber lo que jamás nos será revelado, el autor, no la voz narrante, introduce después del final una nota en la que nos advierte de que, después de la desaparición de Mr. Pym, «se teme que los pocos capítulos que faltaban para completar su narración... se hayan perdido irremediablemente en el accidente que le costó la vida» (9).
De ese bosque ya no saldremos nunca más, y no salieron Jules Verne, Charles Romyn Dake y H. P. Lovecraft, que decidieron quedarse para continuar la historia de Pym.
Pero hay casos en los que el narrador nos quiere demostrar que nosotros no somos Stanley, sino Livingstone, y estamos condenados a perdernos en los bosques haciendo siempre la elección equivocada. Véase Laurence Sterne, y precisamente el principio del Tris-tram Shandy:

"Ojalá mi padre o mi madre, o mejor dicho ambos, hubieran sido más conscientes, mientras los dos se afanaban por igual en el cumplimiento de sus obligaciones, de lo que se traían entre manos cuando me engendraron".

¿Qué habrá hecho el matrimonio Shandy en ese delicado momento? Para dejarle al lector el tiempo de hacer alguna razonable previsión (incluso las más inconvenientes), Sterne divaga todo un párrafo (donde se ve que Calvino hacía bien en no despreciar el arte de la dilación), y a continuación nos revela cuál fue el error de aquella escena primaria:

"—Perdona, querido, dijo mi madre, ¿no te has olvidado de darle cuerda al reloj? ¡Por D-!, gritó mi padre lanzando una exclamación pero cuidando al mismo tiempo de moderar la voz. —¿Hubo alguna vez, desde la creación del mundo, mujer que interrumpiera a un hombre con una pregunta tan idiota?" (10)

Como ven, el padre piensa de la madre lo que el lector está pensando de Sterne. ¿Hubo alguna vez, por muy maligno que fuera, autor que frustrara hasta tal punto las previsiones de sus lectores?
Sin duda, después de Sterne, la narrativa de las vanguardias ha intentado a menudo no sólo poner en crisis nuestras expectativas de lectores, sino incluso crear un lector que espera, del libro que está leyendo, una total libertad de elección. Pero de esta libertad se goza precisamente porque —en virtud de una tradición milenaria, desde los mitos primitivos hasta la moderna novela policiaca— el lector suele estar dispuesto a hacer sus propias elecciones en el bosque narrativo, presumiendo que unas sean más razonables que otras.
He dicho razonables, como si se tratara de elecciones inspiradas en el sentido común. Pero sería trivial dar por supuesto que para leer un libro de ficción haya que proceder según el sentido común. Sin duda, no es lo que nos pedían Sterne o Poe, y ni siquiera lo que nos pedía el autor, si en sus orígenes había uno, de Caperucita Roja. En efecto, el sentido común nos impondría que reaccionáramos ante la idea de que en el bosque hay un lobo que habla. Entonces, ¿qué entiendo cuando digo que el lector debe, en el bosque narrativo, hacer elecciones razonables?
En este punto tengo que remitirme a dos conceptos que he tratado ya en mis libros anteriores: se trata de la pareja Lector Modelo y Autor Modelo (11).
El lector modelo de una historia no es el lector empírico. El lector empírico somos nosotros, ustedes, yo, cualquier otro, cuando leemos un texto. El lector empírico puede leer de muchas maneras, y no existe ninguna ley que le imponga cómo leer, porque a menudo usa el texto como un recipiente para sus propias pasiones, que pueden proceder del exterior del texto, o este mismo se las puede excitar de manera casual.
Si alguna vez han visto una película cómica en un momento de profunda tristeza, sabrán que difícilmente consigue uno divertirse; y no sólo esto, podrían tener incluso la oportunidad de volver a ver la misma película años después, y no conseguir sonreír aún, porque cada imagen les recordaría la tristeza de aquella primera experiencia. Evidentemente como espectadores empíricos estarían «leyendo» la película de manera equivocada. ¿Pero equivocada con respecto a qué? Con respecto al tipo de espectador en quien había pensado el director, un espectador dispuesto, precisamente, a sonreír, y a seguir unas peripecias que no le atañen directamente. A este tipo de espectador (o de lector de un libro) lo llamo lector modelo; un lector-tipo que el texto no solo prevé como colaborador, sino que incluso intenta crear. Si un texto empieza con «Había una vez», manda una señal que inmediatamente selecciona el propio lector modelo, que debería ser un niño, o alguien que está dispuesto a aceptar una historia que va más allá del sentido común.
Después de haber publicado mi novela El péndulo de Foucault, un antiguo amigo de la infancia, que no veía desde hacía años me escribió: «Querido Umberto: no recordaba haberte contado la patética historia de mi tío y de mi tía pero me parece poco correcto que la hayas usado para tu novela».Ahora bien, en mi novela yo cuento unos episodios que conciernen a un cierto tío Carlo y a una tía Caterina, que en la historia son los tíos del protagonista Jacopo Belbo y, en efecto, estos personajes existieron de veras: aunque fuera con algunas variaciones, yo había contado una historia de mi niñez, que atañía a un tío y una tía que se llamaban de otra forma. Le contesté, a ese amigo mío, que el tío Carlo y la tía Camerina eran tíos míos, por lo tanto, tenía el copy right, y no tíos suyos, y que ignoraba incluso que él hubiera tenido tíos. El amigo se excusó: se había ensimismado tanto en la historia que había creído reconocer unos acontecimientos que les habían sucedido a sus tíos. Lo cual no es imposible porque en tiempos de guerra (tal era la época a la que se remontan mis recuerdos) a tíos diferentes les acontecen cosas análogas.
¿Qué le había pasado a mi amigo? Había buscado en el bosque lo que, en cambio, estaba en su memoria privada. Es justo que yo, paseando por un bosque, use cualquier experiencia, cualquier descubrimiento para sacar enseñanzas sobre la vida, sobre el pasado y sobre el futuro. Pero como el bosque ha sido construido para todos, en él no debo buscar hechos y sentimientos que me atañen solamente a mí. Si no, como he escrito en mis dos libros recientes, Los límites de la interpretaciones e Interpretation and Overinterpretation (12), no estoy interpretando un texto, sino usanadolo. No esta prohibido usar un texto para soñar despierto; y a veces lo hacemos todos. Pero soñar despierto no es una actividad pública. Nos induce a movernos en el bosque narrativo como si fuera nuestro jardín privado.
Hay, pues, reglas del juego, y el lector modelo es el que sabe atenerse al juego. Mi amigo se había olvidado por un momento de las reglas del juego y había superpuesto sus propias expectativas de lector empírico al tipo de expectativas que el autor pretendía del lector modelo.
Es cierto que el autor dispone, para dar instrucciones al propio lector modelo, de particulares marcas de género. Pero muchas veces estas marcas pueden ser muy ambiguas. Pinocho empieza con:

"—Pues señor, éste era... —¡Un Rey!, dirán en seguida mis pequeños lectores.
—Pues no, muchachos; nada de eso. Esta vez no era un rey sino un pedazo de madera"
(13).

Este íncipit es muy complejo. A primera vista, Collodi parece avisar de que está empezando un cuento. En cuanto los lectores se han convencido de que se trata de una historia para niños, he aquí que se pone en escena a los niños, como interlocutores del autor, los cuales, razonando como niños acostumbrados a los cuentos, hacen una previsión equivocada. ¿La historia entonces no está dedicada a los niños? El caso es que Collodi se dirige, para corregir la previsión equivocada, precisamente a los niños, es decir, a sus pequeños lectores. Por lo cual, los niños podrán seguir leyendo el cuento como si a ellos estuviera dirigido, simplemente asumiendo que no es el cuento de un rey sino el de una marioneta. Y cuando lleguen al final no quedarán decepcionados. Y con todo, ese principio es un guiño para los lectores adultos. ¿Es posible que el cuento también sea para ellos? ¿Y que ellos deban leerlo de manera diferente, pero para entender los significados alegóricos del cuento deban fingir que son niños? Un principio como ése ha sido más que suficiente para desatar toda una serie de lecturas psicoanalíticas, antropológicas, satíricas de Pinocho, y no todas inverosímiles. Quizá Collodi quería hacer un juego doble, y sobre esta sospecha se basa gran parte de la fascinación de ese pequeño gran libro.
¿Quién nos impone estas reglas del juego y estas constricciones? En otras palabras, ¿quién construye el lector modelo? El autor, dirán en seguida mis pequeños lectores.
Pero después de haber hecho tanto esfuerzo para distinguir el lector empírico del lector modelo, ¿deberíamos pensar en el autor como en un personaje empírico que escribe la historia y decide, acaso por razones inconfesables y conocidas sólo por su psicoanalista, qué lector construir? Les digo en seguida que a mí el autor empírico de un texto narrativo (la verdad, de cualquier texto posible) me importa bastante poco. Sé perfectamente que estoy diciendo algo que ofenderá a muchos de mis oyentes, los cuales, a lo mejor, emplean mucho tiempo para leer biografías de Jane Austen o de Proust, de Dostoievski o de Salinger, y entiendo perfectamente que es bonito y apasionante penetrar en la vida privada de personas verdaderas que sentimos que hemos llegado a amar como amigos íntimos. Ha sido un gran ejemplo y un gran consuelo para mi inquieta juventud de estudioso saber que Kant escribió su obra maestra de la filosofía sólo a la venerable edad de cincuenta y siete años; así como siempre he sido presa de una irrefrenable envidia al saber que Radiguet escribió Le Diable au corps a los veinte años.
Pero estos elementos no nos ayudan a decidir si Kant tenía razón al aumentar de diez a doce el número de las categorías, ni si Le Diable au corps es una obra maestra (lo sería aunque Radiguet lo hubiera escrito a los cincuenta y siete años). El posible hermafroditismo de la Gioconda representa un argumento interesante para una discusión estética, pero las costumbres sexuales de Leonardo da Vinci se quedan, por lo que atañe a mi lectura de su cuadro, en puro cotilleo.
También en las próximas conferencias me referiré a menudo a uno de los libros más bellos que se hayan escrito jamás, Sylvie de Gérard de Nerval. Lo leí a los veinte años, y desde entonces no he dejado de releerlo. Le dediqué, de joven, un ensayo horrible y, de 1976 en adelante, una serie de seminarios en la Universidad de Bolonia; el resultado fueron tres tesis y, en 1982, un número especial de la revista VS (14). En 1984, le dediqué un gradúate course en la Columbia University, y sobre esa novela se escribieron muchos term papers interesantes. A estas alturas, conozco cada una de sus comas, cada uno de sus mecanismos secretos. Esta experiencia de relectura, que me ha acompañado durante cuarenta años, me ha probado lo simples que son los que dicen que si se anatomiza un texto, si se exagera con el close reading, se mata su magia. Cada vez que vuelvo a Sylvie, aun conociendo su anatomía, y quizá precisamente por eso, me vuelvo a enamorar como si lo leyera por primera vez.
Sylvie empieza así:

"Je sortais d'un théatre oü tous les soirs je paraissais aux avant scénes en grande tenue de soupirant...
Salía yo de un teatro en cuyos palcos proscenio me mostraba todas las noches con galas de rendido adorador..." (15)

La lengua inglesa no tiene el imperfecto, y para verter el imperfecto francés puede optar por soluciones diferentes (por ejemplo, una edición de 1887 daba «I quitted a theater where I used to appear every night in the proscenium...» y una moderna suena «I came out of a theater where I appeared every night...»). El imperfecto es un tiempo muy interesante porque es durativo e iterativo. En cuanto durativo nos dice que algo estaba sucediendo en el pasado, pero no en un momento preciso, y no se sabe cuándo empezó la acción y cuándo terminó. En cuanto iterativo, nos autoriza a pensar que aquella acción se repitió muchas veces. Pero nunca es seguro cuándo es iterativo, cuándo durativo, cuándo ambas cosas. En el principio de Sylvie, por ejemplo, el primer «sortais» es durativo, porque salir de un teatro es una acción que comporta un recorrido. Pero el segundo imperfecto, «paraissais», además de durativo es también iterativo. Es verdad que el texto precisa que el personaje, a ese teatro, iba todas las noches, pero incluso sin esta aclaración, el uso del imperfecto sugeriría que lo hacía repetidamente. A causa de esta ambigüedad temporal, el imperfecto es el tiempo en el que se cuentan los sueños, o las pesadillas. Y es el tiempo de los cuentos. «Once upon a time» se dice «había una vez», «c'era una volta», «il était une fois»: «una vez» puede ser traducido como «once», pero es el imperfecto el que sugiere un tiempo impreciso, quizá cíclico, que el inglés obtiene con «upon a time».
El inglés puede expresar la iteratividad del «paraissais» francés, o bien conformándose con la indicación textual «every evening», o bien subrayando la iteratividad a través del «I used to». No se trata de un asunto de poca monta, porque gran parte de la fascinación de Sylvie se basa sobre una calculada alternancia de imperfectos e indefinidos, y el uso intenso del imperfecto confiere a toda la historia un tono onírico, como si estuviéramos mirando algo con los ojos entrecerrados. El lector modelo en el que pensaba Nerval no era anglófono, porque la lengua inglesa era demasiado precisa para sus finalidades.
Volveré a los imperfectos de Nerval en el curso de mi próxima conferencia, pero veremos enseguida cómo el problema es importante para la discusión sobre el autor, y sobre su voz. Consideremos ese «Je» con el que empieza la historia. Los libros escritos en primera persona inducen al lector ingenuo a pensar que quien dice «yo» es el autor. Evidentemente no, es el narrador, es decir, la voz-que-narra, y el que la voz narrante no sea necesariamente el autor nos lo dice P. G. Wodehouse, que escribió en primera persona las memorias de un perro.
Nosotros, en Sylvie, tenemos que vérnoslas con tres entidades. La primera es un señor, nacido en 1808 y muerto (suicida) en 1855, que, entre otras cosas, no se llamaba ni siquiera Gérard de Nerval sino Gérard Labrunie. Muchos, con la guía Michelin en la mano, siguen yendo a buscar en París la Rué de la Vieille Lanterne, donde se ahorcó; algunos de ellos no han entendido nunca la belleza de Sylvie.
La segunda entidad es quien dice «yo» en el cuento. Este personaje no es Gérard Labrunie. Lo que sabemos de él es lo que nos dice la historia, y al final de la historia no se mata. Más melancólicamente, reflexiona: «Las ilusiones se van cayendo una tras otra, como las cáscaras de una fruta, y la fruta es la experiencia».
Con mis estudiantes habíamos decidido llamarlo «Je-rard», pero como el juego de palabras es posible sólo en francés, lo llamaremos el narrador. El narrador no es Monsieur Labrunie, por las mismas razones por las cuales quien empieza los Viajes de Gulliver diciendo que su padre era un modesto propietario del Nottinghamshire y que a los catorce años lo había mandado al Emanuel College de Cambridge, no es Jonathan Swift, quien, en cambio, había estudiado en el Trinity College de Dublín. Al lector modelo de Sylvie se le invita a conmoverse con las ilusiones perdidas del narrador, no con las de Monsieur Labrunie.
Por último, hay una tercera entidad, que normalmente es difícil de determinar, y es lo que yo llamo, por simetría con el lector modelo, el autor modelo. Labrunie podría haber sido un plagiario y Sylvie podría haber sido escrita por el abuelo de Fernando Pessoa, pero el autor modelo de Sylvie es esa «voz» anónima que empieza la narración diciendo «Je sortais d'un théátre» y termina haciéndole decir a Sylvie «Pauvre Adrienne! Elle est morte au convent de Saint-S..., vers 1832». De él no sabemos nada más, o mejor, sabemos lo que esta voz dice entre el capítulo I y el capítulo XIV de la historia, que se titula, precisamente «Dernier feuillet», último pliego (después queda sólo el bosque, y nos toca a nosotros entrar y recorrerlo). Una vez aceptada esta regla del juego, podemos incluso permitirnos darle un nombre a esta voz, un nom de plume. Habría encontrado uno muy bueno, si me lo permiten: Nerval. Nerval no es Labrunie, como no es el narrador. Nerval no es un Él, así como George Eliot no es una Ella (sólo Mary Ann Evans lo era). Nerval sería en alemán un Es, y en inglés puede ser un It. En español un Ello. Desafortunadamente, en italiano la gramática me obliga a atribuirle un sexo a toda costa.
Podríamos decir que este Nerval, que al principio de la lectura no existe todavía, a no ser como un conjunto de pálidas huellas, cuando lo identifiquemos no será sino lo que toda teoría de las artes y de la literatura llama «estilo». Sí, desde luego, al final el autor modelo será reconocible también como un estilo y este estilo será tan evidente, claro, inconfundible, que podremos entender, por fin, que es con toda seguridad la misma voz de Sylvie la que, en Aurelia, empieza con «Le revé est une seconde vie».
Pero la palabra «estilo» dice demasiado y dice demasiado poco. Deja pensar que el autor modelo, por citar a Stephen Dedalus, permanezca en su perfección, como el Dios de la creación, dentro, o detrás, o más allá de su obra, entretenido en arreglarse las uñas... En cambio, el autor modelo es una voz que habla afectuosamente (o imperiosa, o subrepticiamente) con nosotros, que nos quiere a su lado, y esta voz se manifiesta como estrategia narrativa, como conjunto de instrucciones que se nos imparten a cada paso y a las que debemos obedecer cuando decidimos comportarnos como lector modelo.
En la vasta literatura teórica sobre la narrativa, sobre la estética de la recepción o sobre el reader-oriented criticism, aparecen varios personajes llamados Lector Ideal, Lector Implícito, Lector Virtual, Metalector, etcétera, etcétera, y cada uno de ellos evoca como propia contraparte un Autor Ideal o Implícito o Virtual (16). Estos términos no son siempre sinónimos.
Mi lector modelo, por ejemplo, es muy parecido al Lector Implícito de Wolfgang Iser. Sin embargo para Iser el lector
"hace que el texto revele su potencial multiplicidad de conexiones. Estas conexiones las produce la mente que elabora la materia prima del texto, pero no son el texto mismo, puesto que éste consiste sólo en frases, afirmaciones, información, etcétera... Esta interacción obviamente no se produce en el texto mismo, sino que se desarrolla a través del proceso de lectura... Este proceso formula algo que no está formulado en el texto, y aun así, representa su intención" (17)

Este proceso parece más semejante a aquel del que hablaba yo en 1962 en Obra abierta. El lector modelo del que he hablado en Lector in fábula es, en cambio, un conjunto de instrucciones textuales, que se manifiestan en la superficie del texto, precisamente en forma de afirmaciones u otras señales. Como ha observado Paola Pugliatti,

"la perspectiva fenomenológica de Iser asigna al lector un privilegio que ha sido considerado prerrogativa de los textos, es decir, el de establecer un «punto de vista», determinando así el significado del texto. El Lector Modelo de Eco (1979) no se presenta sólo como alguien que coopera en recíproca interacción con el texto: en mayor medida —y en un cierto sentido menor— nace con el texto, representa el sistema nervioso de su estrategia interpretativa. Por lo tanto, la competencia de los Lectores Modelo está determinada por el tipo de imprinting genético que el texto les ha transmitido... Creados con el texto, atrapados en él, gozan de toda la libertad que el texto les concede" (18)

Es verdad que Iser en The Act of Reading dice que «el concepto de lector implícito es, por tanto, una estructura textual que anticipa la presencia del receptor», pero inmediatamente después añade: «sin necesariamente definirlo». Para Iser «el rol del lector no es idéntico al lector ficticio retratado en el texto. Este último es simplemente un componente del rol del lector» (19).
Durante estas conferencias mías, aun reconociendo la existencia de esos otros componentes que tan brillantemente ha estudiado Iser, dirigiré sobre todo mi atención sobre ese «lector ficticio inscrito en el texto», dando por supuesto que la tarea principal de la interpretación consiste en encarnarlo, a pesar de que su existencia sea fantasmagórica. Si lo desean, soy más «germánico» que Iser, más abstracto o —como dirían los filósofos no-continentales— más especulativo.
Así es que hablaré de lector modelo no sólo para textos abiertos a múltiples puntos de vista, sino también para los que prevén un lector testarudo y obediente; en otras palabras, no existe sólo un lector modelo para el Finnegans Wake sino también para el horario de trenes, y de cada uno de estos lectores el texto espera un tipo de cooperación diferente.
Desde luego, pueden resultarnos más excitantes las instrucciones que Joyce da a «un lector ideal aquejado por un insomnio ideal», pero igualmente debemos tomar en consideración el conjunto de instrucciones de lectura proporcionadas por un horario de trenes.
En este sentido, tampoco mi autor modelo es necesariamente una voz gloriosa, una estrategia sublime: el autor modelo actúa y se muestra incluso en la novela pornográfica más sórdida, indiferente a las razones del arte, para decirnos que las descripciones que nos ofrece deben constituir un estímulo para nuestra imaginación y para nuestras reacciones físicas. Y para tener un ejemplo de autor modelo que, sin pudor, se muestra inmediatamente, desde la primera página, al lector prescribiéndole las emociones que deberá experimentar, aun en el caso en que el libro no consiguiera comunicárselas, he aquí el principio de My Gun Is Quick de Mic-key Spillane:

"Cuando te encuentras sentado en casa, hundido confortablemente en un sillón ante el fuego, ¿te detienes un momento a pensar en lo que está ocurriendo fuera? Probablemente no. Te pones a leer un libro y experimentas las fuertes emociones producidas por gentes y acontecimientos que no existieron nunca... Es divertido, ¿verdad?... Los antiguos romanos ya lo hacían cuando, sentados en el Coliseo, contemplaban cómo las fieras destrozaban a un montón de seres humanos, deleitándose ante aquel espectáculo de sangre y terror... Naturalmente, la contemplación es algo fantástico. La vida vista por el agujero de una cerradura... Pero recuerda siempre esto. Fuera, sí pasan cosas... Ya no estamos en el Coliseo, pero la ciudad es un anfiteatro mucho mayor y, naturalmente, la gente es más numerosa. Las zarpas no son ya las de las fieras, pero las del hombre pueden ser igual de afiladas y doblemente viciosas. Has de ser veloz y hábil, de lo contrario serás tú el devorado... Pero has de ser veloz y hábil. Si no lo haces así, serás tú el cadáver" (20).
(...)

Notas
1. Lezioni americane. Sei proposte per il prossimo millenio, Milán, Garzanti, 1988 (Seis propuestas para el próximo milenio, traducción de Aurora Bernárdez, Madrid, Símela, 1989, p. 50).
2. Ibid., p. 59.
3. Opere, Milán, Bompiani, 1989, p. 830 (En agosto, esposa mía, no te conozco, traducción de Juan Moreno, Barcelona, Plaza y Janes, 1981, pp. 173-174).
4. El albergue del delito, traducción de C. G. E., Barcelona, Maucci, 1910, p. 5.
5. «La metamorfosis», traducción de Jorge Luis Borges, en La metamorfosis y otros cuentos, Barcelona, Edhasa, 1987, p. 15.
6. On Native Grounds, Nueva York, Harcourt Brace, 1982, p. 445.
7. Reading and Understanding, Hillsdalc, Erlbaum, 1982, p. 21.

8. Narración de Arthur Gordon Pym de Nantuckel, traducción de Julio Cortázar, Madrid, Alianza, 1971, p. 210.
9. Ibid., p. 210.
10. La vida y las opiniones del caballero Trislram Shandy, traducción de Javier Ma
rías, Madrid, Alfaguara, 1978, pp. 5-6.
11. Cf. Lector in Fábula, Milán, Bompiani, 1979 (Lector in fábula, traducción de Ricardo Pochtar, Barcelona, Lumen, 1981).
12. / limiti dell'interpretazio ción, traducción de Helena Lozan terpretation, Cambridge, Cambri
13. Cario Collodi, Aventuras de Pinocho, Madrid, Calleja, 1941, p. 9.
14. Umberto Eco, «II tempo di Sylvie», Poesía e critica 2, 1962 pp. 51-65. Sur Sylvie, número monográfico de VS 31/32, 1982, a cargo de Patrizia Violi

15. Sylvie. Souvenirs du Valois (primera edición en La Revue des Deux Mondes, 15 de julio de 1853; segunda edición corregida en Les filies dufeu, París, Giraud, 1854). Ésta y las siguientes traducciones de Sylvie son de Susana Cantero, Las hijas del fuego, edición de Fátima Gutiérrez, Madrid, Cátedra, 1990.
16. Sobre este argumento remito especialmente, y en orden cronológico a: Wayne Booth, The Rhetoric ofFiction, Chicago, University of Chicago Press, 196! (trad. cast.: La retórica de la ficción, Barcelona, Bosch, 1978); Roland Barthes, «Introduction á l'analyse struc-turale des recits», Communications 8, 1966 (trad. cast,: Análisis estructural del relato, Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1970); T/vetan Todorov, «Les catégories du récit littérai-re», Communications 8, 1966 (trad. cit.); E. D. Hirsch jr., Validity in Interpretation, New Haven, Yale University Press, 1967; Michel Foucault. «Qu'est ce qu'un auteur?», Bulletin de la Société Francaise de Philosophie, julio-septiembre 1969; Michael Riffaterre, Essa/s de stylistique structurale, París, Flammarion, 1971 (trad. cast.: Ensayos de estilística estructural, Barcelona, Seix Barral, 1976), y Semiotics of Poetry, Bloomington, Indiana University Press, 1978; Gérard Genette, Figures III, Paris, Seuil, 1972 (trad. cast.: Figuras III, Barcelona, Lumen, 1989); Wolfgang Iser, The Implied reader, Baltimorc, Johns Hopkins University Press, 1974; María Corti, Principi della comunicazione letleraria, Milán, Bom-piani, 1976; Seymour Chatman, Story and Discourse, Ithaca, Cornell University Press, 1978 (trad. cast.: Historia y discurso, Madrid, Taurus, 1990); Charles Fillmore, Ideal Readers and Real Readers, Mimeo, 1981; Paola Pugliatti, Lo sguardo nel racconto, Bolonia, Zani-chelli, 1985; Robert Señóles, Protoeols of Rcading, New Havcn, Yale University Press, 1989.
17. The Implied Reader, lohns Hopkins University Press, 1974, pp. 278-287.
18. «Reader's stories revlsited», // lettore: mode/li, processi ed effetti dell'interpreta-zione, número monográfico de VS 52/53, 1989, pp. 5-6.
19. The Act of Reading, Baltimore, John Hopkins University Press, 1978, pp. 34-36. La versión inglesa, de la que se cita, es parcialmente diferente de la versión alemana, Der Akt Des Lesens, a partir de la cual J. A. Gimbernat ha realizado la traducción castellana, El acto de leer, Madrid, Taurus, 1987; véanse en ese sentido las pp. 64-66 (N. del t.).
20. Mickey Spillane, My Gun Is Quick, Nueva York, Dutton, 1950, (Mipistola es veloz, traducción de Rosalía Vázquez, Barcelona, Ediciones G. R, 1967, pp. 5-6).