13 de septiembre de 2009

RECURSOS- Si una noche de invierno un viajero. Italo Calvino

En: Calvino, Italo. Si una noche de invierno un viajero, Madrid, Ediciones Siruela, 1993, pp. 19-33.

La novela comienza en una estación de ferrocarril, resopla una locomotora, un vaivén de pistones cubre la apertura del capítulo, una nube de humo esconde parte del primer párrafo. Entre el olor a estación pasa una ráfaga de olor a cantina de la estación. Hay alguien que está mirando a través de los vidrios empañados, abre la puerta encristalada del bar, todo es neblinoso, incluso dentro, como visto por ojos de miope, o bien por ojos irritados por granitos de carbón. Son las páginas del libro las que están empañadas como los cristales de un viejo tren, sobre las frases se posa la nube de humo. Es una noche lluviosa; el hombre entra en el bar; se desabrocha la gabardina húmeda; una nube de vapor lo envuelve; un silbido parte a lo largo de los rieles brillantes de lluvia hasta perderse de vista.
Un silbido como de locomotora y un chorro de vapor se alzan de la máquina del café que el viejo barman pone a presión como si lanzase una señal, o al menos eso parece por la sucesión de las frases del segundo párrafo, donde los jugadores de las mesas cierran el abanico de las cartas contra el pecho y se vuelven hacia el recién llegado con una triple torsión del cuello, de los, hombros y de las sillas, mientras los clientes de la barra levantan las tacitas y soplan en la superficie del café con labios y ojos entornados, o sorben la espuma de las jarras de cerveza con atención exagerada, para que no se derrame. El gato arquea el lomo, la cajera cierra la caja registradora que hace tlin. Todos estos signos convergen para informar que se trata de una pequeña estación de provincias, donde quien llega es al punto notado.
Las estaciones se parecen todas; poco importa que las luces no logren iluminar más allá de su halo deslavazado, total, éste es un ambiente que tú conoces de memoria, con el olor a tren que persiste incluso después de que todos los trenes han salido, el olor especial de las estaciones después de haber salido el último tren. Las luces de la estación y las frases que estás leyendo parecen tener la tarea de disolver más que de indicar las cosas que afloran de un velo de oscuridad y niebla. Yo he bajado en esta estación esta noche por primera vez en mi vida y ya me parece haber pasado en ella toda una vida, entrando y saliendo de este bar, pasando del olor de la marquesina al olor a serrín mojado de los retretes, todo mezclado en un único olor que es el de la espera, el olor de las cabinas telefónicas cuando sólo cabe recuperar las fichas porque el número llamado no da señales de vida.
Yo soy el hombre que va y viene entre el bar y la cabina telefónica. O sea: ese hombre se llama «yo» y no sabes más de él, al igual que esta estación se llama solamente «estación» y al margen de ella no existe sino la señal sin respuesta de un teléfono que suena en una habitación oscura de una ciudad lejana. Cuelgo el auricular, espero la lluvia de chatarra que cae por la garganta metálica, vuelvo a empujar la puerta de cristales, a dirigirme hacia las tazas amontonadas a secar entre una nube de vapor.
Las máquinas-exprés en los cafés de las estaciones ostentan un parentesco con las locomotoras, las máquinas exprés de ayer y de hoy con las locomotrices y locomotoras de ayer y de hoy. Por mucho que vaya y venga, que vague y de vueltas, estoy cogido en la trampa, en esa trampa intemporal que las estaciones tienden infaliblemente. Un polvillo de carbón aletea aún en el aire de las estaciones, aunque haga muchos años que han electrificado todas las líneas, y una novela que habla de trenes y estaciones no puede dejar de transmitir este olor a humo. Hace ya un par de páginas que estás avanzando en la lectura y sería hora de que se te dijera claramente si ésta en la que he bajado de un tren con retraso es una estación de antaño o una estación de ahora; y en cambio las frases siguen moviéndose en el indeterminado, en lo gris, en una especie de tierra de nadie de la experiencia reducida al mínimo común denominador. Ten cuidado: con seguridad se trata de un sistema para implicarte poco a poco, para capturarte en la peripecia sin que te des cuenta: una trampa. O acaso el autor está aún indeciso, como por lo demás tampoco tú, lector, estás muy seguro de qué te gustaría más leer: si la llegada a una vieja estación que te dé la sensación de una vuelta atrás, de una reocupación de los tiempos y lugares perdidos, o bien un relampagueo de luces y sonidos que te dé la sensación de estar vivo hoy, del modo en el cual hoy se cree que da gusto estar vivo. Este bar (o «cantina de la estación» como también se le llama) podrían ser mis ojos, miopes o irritados, los que lo ven desenfocado y neblinoso mientras que nada impide en cambio que esté saturado de luz irradiada por tubos de color relámpago y reflejada por espejos de forma que colme todos los pasillos e intersticios, y que el espacio sin sombras desborde de música a todo volumen que estalla desde un vibrante aparato mata-silencios, y que los futbolines y los otros juegos eléctricos que simulan carreras hípicas y cacerías humanas estén todos en marcha, y que sombras coloreadas naden en la transparencia de un televisor y en la de un acuario de peces tropicales alegrados por una corriente vertical de burbujitas de aire. Y que mí brazo no sostenga una bolsa de fuelle, rebosante y un poco desgastada, sino que empuje una maleta cuadrada de material plástico rígido provista de pequeñas ruedas, manejable con un bastón metálico cromado y plegable.
Tú, lector, creías que allí bajo la marquesina mi mirada se había clavado en las manecillas caladas como alabardas de un redondo reloj de vieja estación, con el vano esfuerzo de hacerlo girar hacía atrás, de recorrer a la inversa el cementerio de las horas pasadas, tendidas exánimes en su panteón circular. Pero ¿quién te dice que los números del reloj no asoman por portillos rectangulares y que yo no veo cada minuto caerme encima de golpe como la hoja de una guillotina? En cualquier caso, el resultado no cambiaría mucho: incluso avanzando por un mundo pulido y asequible mi mano contraída sobre el leve timón de la maleta con ruedas expresaría siempre un rechazo interior, como si aquel desenvuelto equipaje constituyese para mí un peso ingrato y extenuante.
Algo me debe de haber salido torcido: un extravío, un retraso, un transbordo perdido; quizás al llegar habría debido encontrar un contacto, probablemente en relación con esta maleta que parece preocuparme tanto, no está claro si por temor a perderla o porque no veo la hora de deshacerme de ella. Lo que parece seguro es que no es un equipaje cualquiera, como para entregarlo en consigna o fingir olvidarlo en la sala de espera. Es inútil que mire el reloj; si alguien había venido a esperarme ya se habrá ido hace rato; es inútil que rabie con la manía de hacer girar hacia atrás relojes y calendarios esperando retornar al momento precedente a aquel en el cual ha ocurrido algo que no debía ocurrir. Si en esta estación debía encontrar a alguien, que a lo mejor nada tenía que ver con esta estación sino que sólo debía bajar de un tren y volver a marcharse en otro tren,
como hubiera debido hacer yo, y uno de los dos debía entregar algo al otro, por ejemplo, yo debía confiar al otro esta maleta con ruedas que en cambio se ha quedado conmigo y me quema las manos, entonces lo único que cabe hacer es intentar restablecer el contacto perdido.
Ya un par de veces he cruzado el café y me he asomado a la puerta que da a la plaza invisible y cada vez el muro de oscuridad me ha rechazado hacia atrás a esta especie de iluminado limbo colgado entre las dos oscuridades del haz de ríeles y de la ciudad neblinosa. ¿Salir para ir a dónde? La ciudad allá fuera no tiene aún un nombre, no sabemos si se quedará al margen de la novela o si la contendrá por entero en su negro de tinta. Sé sólo que este primer capítulo tarda en apartarse de la estación y el bar: no es prudente que me aleje de aquí donde aún podrían venir a buscarme, ni que me deje ver por otras personas con esta maleta embarazosa. Por eso sigo atiborrando de fichas el teléfono público que me las escupe cada vez: muchas fichas, como para una conferencia: quién sabe dónde se encuentran, ahora, aquellos de quienes debo recibir instrucciones, digamos incluso acatar órdenes, está claro que dependo de otros, no tengo la pinta de alguien que viaja por una cuestión personal o que dirige sus propios negocios; se diría más bien que soy un ejecutor, un peón de una partida muy complicada, una pequeña rueda de un gran engranaje, tan pequeña que ni siquiera debería verse; en realidad, estaba establecido que pasase por aquí sin dejar rastro; y en cambio cada minuto que paso aquí dejo rastro: dejo rastro si no hablo con nadie pues me califico como alguien que no quiere despegar los labios; dejo rastro si hablo pues toda palabra dicha es una palabra que queda y puede volverla aparecer a continuación, con comillas o sin comillas.
Quizá por esto el autor acumula suposición tras suposición en largos párrafos sin diálogos, un espesor de plomo denso y opaco en el cual yo pueda pasar inadvertido, desaparecer.
Soy una persona que no llama nada la atención, una presencia anónima sobre un fondo aún más anónimo, y si tú, lector, no has podido dejar de distinguirme entre la gente que bajaba del tren y de seguirme en mis idas y venidas entre el bar y el teléfono es sólo porque me llamo «yo» y esto es lo único que tú sabes de mí, pero ya basta para que te sientas impulsado a transferir una parte de ti mismo a este yo desconocido. Al igual que el autor, incluso sin tener la menor intención de hablar de sí mismo, y habiendo decidido llamar «yo» al personaje, como para substraerlo a la vista, para no tenerlo que nombrar o describir, porque cualquiera otra denominación o atributo lo hubiera definido más que este desnudo pronombre, sin embargo por el solo hecho de escribir «yo» se siente impulsado a poner en este «yo» un poco de sí mismo, de lo que él siente o imagina sentir. Nada más fácil que identificarse conmigo, por ahora mi comportamiento externo es el de un viajero que ha perdido un transbordo, situación que forma parte de la experiencia de todos; pero una. situación que se produce al comienzo de una novela remite siempre a alguna otra cosa, que ha sucedido o esta a punto de suceder, y es esta otra cosa lo que vuelve arriesgado el identificarse conmigo, para ti, lector, y para él, autor; y cuanto más gris, común, indeterminado y corriente sea el inicio de esta novela, tanto más tú y el autor sentís una sombra de peligro crecer sobre aquella fracción de «yo» que habéis transferido atolondradamente al «yo» de un personaje que no sabéis qué historia lleva a las espaldas, como esa maleta de la que le gustaría tanto conseguir deshacerse.
El deshacerme de la maleta debía ser la primera condición para restablecer la situación de antes: de antes de que sucediese todo lo que sucedió a continuación. Me refiero a eso cuando digo que quisiera remontar el curso del tiempo: querría cancelar las consecuencias de ciertos acontecimientos y restaurar una condición inicial. Pero cada momento de mi vida lleva aparejada una acumulación de hechos nuevos y cada uno de estos hechos nuevos lleva aparejadas sus consecuencias, de modo que cuanto más trato de volver al momento cero del que he partido, más me alejo de él: aun cuando todos mis actos tiendan a cancelar consecuencias de actos precedentes y consiga incluso obtener resultados apreciables en esta cancelación, capaces de abrir mi corazón a esperanzas de alivio inmediato, debo tener empero en cuenta que cada uno de mis movimientos para cancelar sucesos precedentes provoca una lluvia de nuevos sucesos que complican la situación peor que antes y que deberé tratar de cancelar a su vez. Debo pues calcular bien cada movimiento para obtener el máximo de cancelación con el mínimo de recomplicación.
Un hombre a quien no conozco debía encontrarme en cuanto bajara yo del tren, si todo no se hubiera torcido. Un hombre con una maleta de ruedas igual que la mía, vacía. Las dos maletas habrían chocado como accidentalmente en el ir y venir de los viajeros por el andén, entre un tren y otro. Un hecho que puede ocurrir por casualidad, indistinguible de lo que sucede por casualidad; pero habría habido una contraseña que aquel hombre me hubiera dicho, un comentario al título del periódico que sobresale de mi bolsillo, sobre la llegada de las carreras de caballos. «¡Ah, ha ganado Zenón de Elea!», y mientras tanto habríamos desencallado nuestras maletas trajinando con los bastones metáli-cos, a lo mejor intercambiando alguna frase sobre los caballos, los pronósticos, las apuestas, y nos habríamos alejado hacia trenes divergentes deslizando cada uno su maleta en su dirección. Nadie lo habría advertido, pero yo me hubiera quedado con la maleta del otro y la mía se la hubiera llevado él.
Un plan perfecto, tan perfecto que había bastado una complicación insignificante para mandarlo a paseo. Ahora estoy aquí sin saber qué hacer, último viajero a la espera en esta estación donde no sale ni llega ya ningún tren antes de mañana por la mañana. Es la hora en que la pequeña ciudad de provincias se encierra en su concha. En el bar de la estación han quedado sólo personas del lugar que se conocen todas entre sí, personas que no tienen nada que ver con la estación, pero que se acercan hasta aquí cruzando la plaza oscura quizá porque no hay otro local abierto en los alrededores, o quizá por la atracción que las estaciones siguen ejerciendo en las ciudades de provincias, esa pizca de nove¬dad que se puede esperar de las estaciones, o quizá sólo el recuerdo de los tiempos en que la estación era el único punto de contacto con el resto del mundo.
De nada vale que me diga que no existen ya ciudades de provincias y que acaso nunca han existido: todos los lugares comunican con todos los lugares instantáneamente, la sensación de aislamiento se experimenta sólo durante el trayecto-de un lugar a otro, o sea cuando no se está en ningún lugar. Yo justamente me encuentro aquí sin un aquí ni un allá, reconocible como extraño por los no extraños, tanto al menos como los no extraños son por mí reconocidos y envidiados. Sí, envidiados. Estoy mirando desde fuera la vida de una noche cualquiera en una pequeña ciudad cualquiera, y me doy cuenta de que estoy al margen de las noches cualesquiera por quién sabe cuánto tiempo, y pienso en miles de ciudades como ésta, en cientos de miles de locales iluminados donde a esta hora la gente deja que descienda la oscuridad de la noche, y no tiene en la cabeza ninguno de los pensamientos que tengo yo, a lo mejor tendrá otros que no serán nada envidiables, pero en este momento estaría dispuesto a cambiarme por cualquiera de ellos. Por ejemplo, uno de esos jovenzuelos que están recorriendo los comercios para recoger firmas para una petición al Ayuntamiento, sobre el impuesto de los anuncios luminosos, y ahora se la están leyendo al barman.
La novela recoge aquí fragmentos de conversación que parecen no tener otra función que representar la vida cotidiana de una ciudad de provincia.
—Y tú, Armida, ¿has firmado ya? —preguntan a una mujer a la que veo sólo de espaldas, un cinturón que cuelga de un abrigo largo con el ruedo de piel y las solapas levantadas, un hilo de humo que sube desde los dedos en torno al pie de una copa.
—¿Y quién os ha dicho que quiera poner neón en mi tienda? —responde—. Si el Ayuntamiento se cree que va a ahorrar farolas, ¡no seré yo, desde luego, la que ilumine las calles a mi costa! Total, todos saben dónde está la peletería Armida. Y cuando he echado el cierre la calle se queda a oscuras, y se acabó lo que se daba.
—Por eso mismo deberías firmar tú también —le dicen. La tutean; todos se tutean; hablan medio en dialecto; es gente habituada a verse todos los días desde hace quién sabe cuántos años; cada conversación que tienen es. la continuación de viejas conversaciones. Se gastan bromas, incluso pesadas:
—Di la verdad, ¡la oscuridad te sirve para que nadie vea quién va a visitarte! ¿A quién recibes en la trastienda cuando echas el cierre?
Estas réplicas forman un zumbido de voces indistintas del cual podría aflorar incluso una palabra o una frase decisiva para lo que viene después. Para leer bien tú debes registrar tanto el efecto zumbido cuanto el efecto intención oculta, que aún no estás en condiciones (y yo tampoco) de captar. Al leer debes pues mantenerte a un tiempo distraído y atentísimo, como yo, que estoy absorto aguzando la oreja con un codo en la barra del bar y la mejilla sobre el puño. Y si ahora la novela comienza a salir de su imprecisión brumosa para dar algún detalle sobre el aspecto de las personas, la sensación que te quiere transmitir es la de caras vistas por primera vez, pero que parece haber visto miles de veces. Estamos en una ciudad por cuyas calles se encuentran siempre las mismas personas; las caras llevan sobre sí un peso de costumbre que se comunica también a quien como yo, aun sin haber estado jamás aquí antes, comprende que éstas son las caras de siempre, rasgos que el espejo del bar ha visto espesarse o aflojarse, expresiones que noche tras noche se han ajado o hinchado. Esta mujer quizá ha sido la guapa de la ciudad; aún ahora para mí que la veo por vez primera puede decirse una mujer atractiva; pero si me imagino que la miro con los ojos de los otros clientes del bar hete aquí que sobre ella se deposita una especie de cansancio, quizá sólo la sombra del cansancio de ellos (o de mi cansancio, o del tuyo). Ellos la conocen desde que era niña, saben su vida y milagros, alguno de ellos a lo mejor habrá tenido con ella un asunto, agua pasada, olvidada, en suma, hay un velo de otras imágenes, que se deposita sobre su imagen y la desenfoca, un peso de recuerdos que me impiden verla como una persona vista por primera vez, recuerdos ajenos que permanecen suspendidos como el humo bajo las lámparas.
El gran pasatiempo de estos clientes del bar son al parecer las apuestas: apuestas sobre sucesos mínimos de la vida cotidiana. Por ejemplo, uno dice:
—Apostemos a quién llega primero hoy al bar: el doctor Mame o el comisario Gorin.
Y otro:
—Y el doctor Marne, cuando esté aquí, ¿qué hará para no tropezar con su ex mujer: se pondrá a jugar al billar o a llenar la quiniela?
En una existencia como la mía no se podrían hacer previsiones: nunca sé qué puede ocurrir en la próxima media hora, no sé imaginarme una vida totalmente hecha de mínimas alternativas bien circunscritas, sobre las cuales se pueden hacer apuestas: o esto o lo otro.
—No sé —digo en voz baja. —No sé ¿qué? —pregunta ella.
Es un pensamiento que me parece que puedo hasta decirlo y no sólo guardármelo como hago con todos mis pensamientos, decírselo a la mujer que está aquí junto a la barra del bar, la de la peletería, con la que desde hace un rato tengo ganas de pegar la hebra.
—¿Es así, entre ustedes?
—No, no es cierto —me responde, y yo sabía que me respondería así. Sostiene que no se puede prever nada, ni aquí ni en otras partes: cierto que todas las noches a esta hora el doctor Marne cierra el ambulatorio y el comisario Gorin termina su horario de servicio en la comisaría de policía, y pasan siempre por aquí, primero el uno o primero el otro, pero ¿qué significa eso?
—En cualquier caso, nadie parece dudar del hecho de que el doctor tratará de evitar a la ex señora Marne —le digo.
—La ex señora Marne soy yo —responde—. No haga caso de las historias que cuentan.
Tu atención de lector está ahora orientada a la mujer, hace ya unas páginas que giras a su alrededor, que yo, no, que el autor gira en torno a esta presencia femenina, hace ya unas páginas que tú te esperas que este fantasma femenino tome forma del modo en que toman forma los fantasmas femeninos en la página escrita, y es tu espera de lector la que empuja al autor hacia ella, y también yo, que tengo otras ideas en la cabeza, me dejo arrastrar a hablar con ella, a iniciar una conversación que deberé truncar cuanto antes, para alejarme, desaparecer. Tú seguramente querrías saber más sobre cómo es ella, y en cambio sólo unos cuantos elementos afloran en la página escrita, su rostro queda escondido entre el humo y el pelo, habría que comprender por encima del pliegue amargo de la boca qué hay que no sea pliegue amargo.
—¿Qué historias cuentan? —pregunto—. Yo no sé nada. Sé que usted tiene una tienda, sin anuncio luminoso. Pero ni siquiera sé dónde está.
Me lo explica. Es una tienda de pieles, maletas y artículos de viaje. No está en la plaza de la estación sino en una calle lateral, cerca del paso a nivel del apartadero.
—Pero ¿por qué le interesa?
-Quisiera haber llegado aquí antes. Pasaría por la calle oscura, vería su tienda iluminada, entraría, le diría: «Si quiere, le ayudo a echar el cierre».
Me dice que el cierre lo ha echado ya, pero que tiene que volver a la tienda para el inventario, y se quedará hasta tarde.
La gente del bar intercambia burlas y palmadas en los hombros. Una apuesta se ha cerrado ya: el doctor está entrando en el local.
-El comisario trae retraso esta noche, vete tú a saber.
El doctor entra y hace un saludo circular; su mirada no se detiene en su mujer, pero con seguridad ha registrado que hay un hombre que habla con ella. Avanza hasta el fondo del local, dando la espalda al bar; mete una moneda en el billar eléctrico. Hete aquí que yo que debía pasar inadvertido he sido escrutado, fotografiado por ojos a los que no puedo hacerme la ilusión de haber escapado, ojos que no olvidan nada y nadie que se refiera al objeto de los celos y del dolor. Bastan esos ojos un poco pesados y un poco acuosos para darme a entender que el drama que ha habido entre ellos no ha acabado aún: él sigue viniendo todas las noches a este café para verla, para dejarse abrir de nuevo la vieja herida, y quizá para saber quién es el que la acompaña a casa esta noche; y ella viene todas las noches a. este café quizá aposta para hacerlo sufrir, o quizá esperando que el hábito de sufrir se vuelva para él un hábito como cualquier otro, adquiera el sabor de la nada que le empasta la boca y la vida desde hace años.
—Lo que más me gustaría en el mundo —le digo, porque ahora da igual que siga hablándole— es hacer girar hacia atrás los relojes.
La mujer da una respuesta cualquiera, como: «Basta con mover las agujas», y yo: «No, con el pensamiento, concentrándome hasta hacer retroceder el tiempo», digo, o sea: no está claro si lo digo realmente o si quisiera decirlo o si el autor interpreta así las medias frases que estoy farfullando:
—Cuando llegué aquí, mi primera idea fue: quizá he hecho tal esfuerzo con el pensamiento que el tiempo ha dado un giro completo; aquí estoy en la estación de la que me marché la primera vez, que ha permanecido igual que entonces, sin ningún cambio. Todas las vidas que podría haber tenido comienzan aquí: está la chica que habría podido ser mi chica y no lo fue, con los mismos ojos, el mismo pelo...
Ella mira a su alrededor, con pinta de tomarme a broma; yo hago una señal con la barbilla hacia ella; ella alza las comisuras de la boca como para sonreír, luego se detiene; porque ha cambiado de idea, o porque sonríe sólo así.
—No sé si es un cumplido, pero lo tomo por un cumplido. ¿Y luego?
—Y luego estoy aquí, soy el yo de ahora, con esta maleta. Es la primera vez que nombro la maleta, aunque nunca dejo de pensar en ella. Y ella:
—Esta es la noche de las maletas cuadradas con ruedas.
Me quedo tranquilo, impasible. Pregunto:
—¿Qué quiere decir?
—He vendido hoy una, una de ésas.
—¿A quién?
—A alguien de fuera. Como usted. Iba a la estación, se marchaba. Con la maleta vacía, recién comprada. Igualita que la suya.
—¿Qué tiene de raro? ¿No vende usted maletas?
—De éstas, desde que las tengo en la tienda, aquí nadie las compra. No gustan. O no sirven. O no las conocen. Y eso que deben de ser cómodas.
—Para mí, no. Por ejemplo, si se me ocurre pensar que esta noche podría ser para mí una noche bellísima, me acuerdo de que debo llevar conmigo esta maleta, y no consigo pensar en nada más.
—¿Y por qué no la deja en alguna parte?
—A lo mejor en una tienda de maletas —le digo.
—También. Una más, una menos.
Se levanta del taburete, se ajusta ante el espejo las solapas del abrigo, el cinturón.
—Si más tarde paso por allí y llamo al cierre metálico, ¿me oirá?
—Pruebe.
No se despide de nadie. Está ya fuera en la plaza.
El doctor Marne deja el billar y se adelanta hacia el bar. Quiere mirarme a la cara, quizá captar alguna alusión de los otros, o sólo alguna risa burlona. Pero ellos hablan de las apuestas, de las apuestas sobre él, sin fijarse en si escucha. Hay una agitación de alegría y confianza, de palmadas en los hombros, que circunda al doctor Marne, una historia de viejas bromas y tomaduras de pelo, pero en el centro de ese jolgorio hay una zona de respeto que jamás es franqueada, no sólo porque Marne sea el médico, funcionario de sanidad o algo parecido, sino porque es un amigo, o quizá porque es desgraciado y lleva su desgracia a cuestas sin dejar de ser un amigo.
—El comisario Gorin llega hoy más tarde que todos los pronósticos —dice alguien, porque en ese momento el comisario entra en el bar.
Entra.
—¡Buenas noches a todos! —-Viene a mi lado, baja la mirada sobre la maleta, sobre el periódico, susurra entre dientes: «Zenón de Elea», después va a la máquina de cigarrillos.
¿Me han entregado a la policía? ¿Es un polizonte que trabaja para nuestra organización? Me acerco a la máquina, como para sacar cigarrillos también yo. Dice:
—Han matado a Jan. Lárgate.
—¿Y la maleta? —pregunto.
—Llévatela. No quiero saber nada ahora. Coge el rápido de las once.
—Pero no para aquí...
—Parará. Vete al andén seis. A la altura del apartadero. Tienes tres minutos. —Pero...
—Esfúmate o tendré que detenerte.
La organización es poderosa. Manda en la policía, en los ferrocarriles. Hago deslizarse la maleta por los pasos a través de las vías, hasta el andén número seis. Camino a lo largo del andén. El apartadero está allá al fondo, con el paso a nivel que da a la niebla y a la oscuridad. El comisario está en la puerta del bar de la estación, sin quitarme ojo. El rápido llega a toda velocidad. Afloja la marcha, se para, me borra de la vista del comisario, vuelve a partir.