27 de julio de 2010

CRONICA-Dios mío

Por Martín Caparrós

[...] Cuando los leía o los escuchaba en Buenos Aires, antes de salir para la India, los relatos de tantos milagros me resultaban casi verosímiles: me parecía muy difícil que tanta gente tan distinta se decidiera a mentir sobre lo mismo. No estaba seguro de que los hubieran visto, pero casi seguro de que creían que los habían visto. Entonces me preguntaba si Satyanarayanaraju, ahora llamado Srí Satya Sai Baba, el Bhagavan, el Avatar, Swam¡, podía ser algo un poco sobrehumano. Yo no suelo creer en esas cosas, pero me intrigaba de verdad. Y, de todas formas, pensaba que tenía mucho más mérito sí no era un dios. Si lo es, no hace más que serlo, dejarse ser: corresponder a su naturaleza. Nada de lo que hace es difícil para un dios. Si no lo fuera, sería un hombre notable: alguien capaz de mantener la ficción todo el tiempo, desde hace más de 50 años, ante millones de seguidores, sin desmayar ni un momento. Una vida dedicada a su arte: un grande. Uno que, además, entendió que era más útil apostar fuerte y no se presentó como un profeta, sino como un dios. Baba mismo suele decir que "tener en la mira a un león y fallar es mejor que atrapar a un chacal". Pensaba que si Satya Sai Baba no era un dios, era un tipo bastante impresionante.
Cuando llegué a Bombay fue como un golpe de exotismo en la quijada. Horas antes, en el aeropuerto de Frankfurt, pasaban por los altoparlantes una versión Caravelli de un tema de Cat Stevens:
—Morning has broken / like the first morning. / Blackbird has spoken / like the first bird.
Un alemán, un negro norteamericano, un japonés y yo nos miramos y nos sonreímos porque nos dimos cuenta de que estábamos tarareándolo bajito: de que lo conocíamos los cuatro. El mundo, ya lo decía mi abuela, es un buñuelo, más y más. Por eso el Ser18 viaja tan lejos buscando esa diferencia que últimamente llamamos exotismo. La India es un golpe de exotismo en la quijada.
La India ataca al mismo tiempo todos los sentidos: en ningún lugar hay más ruido en las calles, en ninguno el olor es tan fuerte, en ninguno el calor tan pegajoso, en ninguno los empujones tan frecuentes, la comida o el agua tan amenazantes, la visión tan excitante, el aire tan viciado. La India es una experiencia de saturación de los sentidos.
Pero varias semanas después, ya en el viaje de vuelta, comparada con lo que había visto en ese tiempo, Bombay me pareció la última avanzada de Occidente. Ambos errores son correctos: Bombay es la puerta de entrada a la India desde Occidente, y la ciudad más occidental del país, pero nunca deja de ser india: India Gate. Por momentos, Bombay es una especie de Río de Janeiro en versión fea: una gran bahía con edificios altos, muy escenográfica, pero sin morros ni garotas. En otros, es Coventry a menos de un minuto de empezado el bombardeo de los nazis: tan inglesa y pomposa, tan caída. En otros vuelve a ser otras partes de Río: casas de clase media de 20 o 30 años, sin estilo, muy comidas por óxidos del trópico. Y en muchos es la India más profunda: barrios de casas semiderruidas y taperas, mucho animal paseando por la calle, el polvo, la mugre, los olores. Y todo, por supuesto, está repleto.
En Bombay hay espacios de esplendor pero, aun ahí, la pobreza es una intrusa demasiado presente. El Ser camina por una avenida bien soberbia, con inmensos edificios Victorianos falso Renacimiento ornados de escaleras tipo la de Leonardo en Blois, con rascacielos de bancos a lo lejos y el olor a mierda amainando porque cae el sol y, de pronto, una familia medio en bolas aparece bañándose en la siguiente alcantarilla, blancos de espuma y dando gritos. Están en todas partes. Y sin parar, en todo momento, los mendigos atacan.
Por la ventanilla del taxi, ahora, por ejemplo, un tipo me muestra su muñón a la altura del codo en el izquierdo y, en el derecho, la llaga en el lugar donde podría haber tenido un hombro. Tiene una cara fascinante, entre lastimera y sobradora, como quien dice y a mí me vas a contar. No le voy a contar nada: me hace gestos de plata para comer y yo muero de ganas de sacar la cámara, pero me da vergüenza y saco un billete de cinco. Lo agarra entre el muñón y la boca y gruñe algo.
La India está llena de incompletos, como si al haber tantos cuerpos no tuvieran el tiempo o la manera de ponerles a todos todo lo necesario; ahora se acerca otro a la ventanilla del taxi y me pregunto cómo puedo negarme a un tipo que me pide algo insignificante para comer, y seguir tan tranquilo. A veces, muchas veces, me niego. Entonces tengo que inventarme historias, justificaciones: las historias son siempre justificaciones. Que son una banda, que los chicos se alquilan, que les cortan un brazo para que den lástima, que darles no sirve porque los alienta a ser mendigos. Vivir pidiendo plata debe ser duro, pero además es una forma de estar en el mundo que tiene sus meandros y requiere deliberación y sutilezas. Hay códigos tan diferentes. Están los que piden plata como si hubieran decidido esta mañana perdonarte la vida, darte una chance más y permitirte que le des sentido a tu existencia dándoles dos rupias; los que suponen que la sola muestra de un muñón purulento alcanza para todo; la banda de cuatro o cinco chicos que se ríen y a veces piensan que debe ser horrible pasarse el día sentado en un banco de escuela o tratan de imaginarse cómo será ese lugar tan imposible; los que piden como quien vende estampillas, por rutina; los que sobreactúan el tono lastimero y consiguen hacer de su historia real una mentira; los que amenazan con los ojos rojos y la boca roja de betel; los que cuentan una historia interminable sabiendo o no sabiendo que el guiri no la entiende; los que repiten una letanía donde se destaca la palabra bakshish: los leprosos que siempre tienen una llaga para descubrirte, como una estriptisera que se saca la media; los que piden porque deben pero saben de antemano que no les vas a dar; los que te muestran un chico muy chiquito envuelto en mantas, silencioso, invisible. Un francés que me encontré en Calcutta decía que los bebés que llevan los mendigos siempre parecen muertos.
— ¿Por qué pensás eso?
—Porque muchas veces están muertos.
(…)
Nunca entendí muy bien por qué tantos occidentales creían que tenían tantas cosas que aprender de la India, y venían en manadas a buscar el tesoro. La corriente empezó a fines del siglo pasado, con Madame Blavatsky y su escuela teosófica; después tuvo sus más y sus menos, pero desde que algunos Beatles eligieron al guru Maharishi como su guía espiritual, el flujo no volvió a cortarse.
Las explicaciones abundan: que en este siglo el cristianismo perdió buena parte de su misterio y su capacidad de misticismo y espiritualidad; que el exotismo de una religión lejana y milenaria atrae irresistiblemente; que la posibilidad de tener un guru, un maestro personal, aclara mucho los caminos; que las técnicas para alcanzar la iluminación son transmisibles y están bien codificadas; que la cultura india aparece, a diferencia de la occidental, como desinteresada de lo material y volcada al espíritu y la paz. Es posible. Pero el hecho de que sólo los Gandhi (Mahatma, gran líder nacional; Indira, primer ministro; Rajiv, primer ministro) sean asesinados cuando están en la cima, no hace de la India un país no violento. Mi el hecho de que no más de la mitad de la población sea analfabeta lo hace especialmente educado. Ni el hecho de que cuatro de cada cinco indios pasen hambre, lo hace especialmente espiritual.
De todas formas, la idea de la espiritualidad india sigue presente en cada viaje al ashram, en cada nuevo guru que consigue plantarse en Occidente. Los blanquitos vienen a la India a buscar la espiritualidad que Occidente perdió, y los fundamentalistas del hinduismo acusan a Occidente de introducir en la India un materialismo malsano y disolvente de las tradiciones nacionales. Es curioso que los grupos del fundamentalismo nacionalista que quieren echar de la India a cualquier extranjero postulen la misma India que los blanquitos que vienen a buscar su camino espiritual para escapar de esas sociedades que tanto ellos como los fundamentalistas coinciden en considerar materialistas, exhaustas y corruptas.
Pero la religión, en la India, no es patrimonio de los fundamentalistas. Tampoco es solo una cuestión espiritual: "El hinduismo suele tener fama de espiritual y mistérico, pero es tanto una religión como un conjunto de normas y estructuras sociales. Como religión es de lo más terrena: una forma de vivir en un mundo de carne, comida, dinero, gente, enfermedades y penurias. Y siempre recomienda que hay que trabajar y crear riquezas. La India es más materialista que mística, como los banqueros de los gurus pueden asegurar", escribe, en su India File, el inglés Trevor Fishlock.
Esa es otra de las razones por las que ciertas creencias ocupan un lugar importante en la India, seguramente más que en Occidente. Y también sería la razón por la que esas creencias tienen responsabilidad importante cuando se trata de entender la India. La creencia es un mecanismo mucho más complicado y poderoso que la sugestión. Muchas veces, la creencia es la fuerza que hace que las profecías —que uno cree— se cumplan.
(…)
Cuando suena la música, cada vez que la música suena, Baba llega desde detrás de su grueso paredón, donde está su residencia custodiada. Como corresponde a un dios, Baba vive en un jardín inaccesible, prohibido a los mortales. La diferencia con dioses más conjeturales es que cada mañana, o cada tarde, el naranja nos ofrece la esperanza renovada de entrar en su mundo cerrado, de encontrarlo: la famosa entrevista, la que todos quieren más que nada aunque tengan que simular que les importa poco.
Cuando llegue, Sri Satya Sai Baba recorrerá escoltado por tres o cuatro indios de blanco las filas de devotos sentados transidos anhelantes: ellos lo mirarán con infinita sumisión y me cabreará la timidez y el terror con que finalmente se atreverán a alcanzarle una carta, a mirarle la cara, a rozarle la punta del vestido y con que uno, en un arranque de pasión, osará el intento de besarle algún pie; él agarrará sus cartas, mirará sus miradas, revoleará sus caramelos, se dejará besar un pie o tocará como al descuido una cabeza, entregará en el mejor de los casos a un afortunado un puñadito de vibuti pero lo que todos esperan de él es que los llame para la entrevista.
Baba caminará entre las filas de devotos y, de tanto en tanto, como por inspiración divina, elegirá a alguno al que le va a dar entrevista. La entrevista es un rato más tarde, en un salón de su lugar privado, y suele reunir a veinte o veinticinco. A veces, Baba elige a cada devoto uno por uno; muchas, llama a un devoto para llamar a su grupo, que entrará con él. Es curioso verlos pasarse cuando el dedo de Baba los señala: si son franceses se paran muy orondos, como quien dice bueno, por fin te diste cuenta. Si son alemanes saltan como un resorte, con la mayor sonrisa y se miran para decir no puede ser, por qué a mí. Si son indios abren los ojos en una adoración interminable. Si son argentinos miran buscando compatriotas que los miren. Si son japoneses clavan los ojos en el suelo, como si fueran japoneses.
La entrevista es el lugar de los milagros, las materializaciones, los consejos personales: es el espacio del verdadero encuentro corporal, más acá de tantas fantasías. Aunque no puedan confesárselo, para muchos estar en el ashram es esperar la entrevista. No es una postura presentable: aceptar que quieren más que nada esa distinción, ese momento en que Baba los elige entre cientos o miles es una forma de aceptar que no pueden con su ego y que les falta tanto para un desapego más o menos bien hecho. Pero es cierto. Y entonces cada espera del darshan agrega a la emoción de la presencia del naranja la expectativa-timba por saber si hoy será el día. Sospecho que muchos devotos no se quedarían ni la mitad del tiempo si no fuera por la atracción de la entrevista. La entrevista convierte la vida en el ashram en una ruleta sorprendente: mirá si me voy hoy y justo mañana Swami le da entrevista a nuestro grupo. Es la historia del jugador que perdió mil y encuentra en esa pérdida la mejor razón para jugarse otros cien, porque esta puede ser la bola salvadora. Aunque, por supuesto, todo se explique después de otra manera: cuando tengas que verlo, Swami te va a llamar, y si no te llama también te está diciendo algo: que tenés que trabajar más o, quizás, que estás tan bien que no precisás verlo.
Hace un par de días estuvimos a punto de tener entrevista: Baba pasó al lado de Alberto, un médico cuarentón, neuquino, muy devoto, y se paró: Alberto le dio un fajo de cartas y le dijo: Argentina, Swami. Baba le preguntó how many? Alberto le dijo twenty. Baba siguió de largo. After-darshan Alberto me lo contó y yo dije qué pena, le pareció que éramos muchos.
—Andá a saber.
—Bueno, preguntó cuántos éramos y la cortó ahí.
—Sí, pero las razones de Swami nunca se saben.
Parece que quise usar una lógica para mortales. Si me tienen paciencia, de a poco voy a ir aprendiendo. Por ahora, yo, mi ego y este libro también queremos una entrevista. Quiero preguntarle cómo es ser un dios y saber que tanta gente lo busca y necesita y cree en su figura, palabra, apariciones de la nada. Quiero saber cómo es un dios pero un dios, por supuesto, no da entrevistas a la prensa. Uno de sus exégetas, el psiquiatra americano Samuel Sandweiss, se jacta de eso en uno de sus libros: "Simplemente no quiere publicidad. He visto llegar al ashram a periodistas de muchos países que quieren entrevistarlo o sacarle fotos y permanecen sentados días y días bajo el ardiente sol sin lograr acercarse a Él". A mí me parece muy bien que no dé entrevistas a la prensa; cualquier buen dios haría lo mismo, ni loco les mostraría su casa: es una sumisión que un dios puede evitarse. Me parece muy bien que no dé entrevistas a la prensa: pero ¿por qué tampoco a mí?
(…)
A la mañana siguiente, a las 10, tenía un micro para irme a Madurai, desde donde tomaría un avión a Bombay, Frankfurt y Buenos Aires. Ya había pasado muchos días en la lluvia de Kodaikanal, esperando la entrevista, y no tenía más tiempo. Supuestamente tenía muchas chances de conseguir esa entrevista: unos días antes, en una reunión de los coordinadores de los cuatro subgrupos argentinos, Daniel, el nuevo coordinador general, había propuesto que me dejaran entrar si Baba llamaba a entrevista a cualquiera de los grupos, para que yo pudiera completar mi trabajo. Daniel lo hacía porque quería ayudarme a completar el libro y, sobre todo, porque le daba mucha pena que yo me fuera sin tener mi oportunidad de acercarme a Baba. Solo el grupo violeta, todo de cuarentonas, se negó, pero aun así yo tenía tres veces más chances que cualquiera.
Esa mañana, la cola para el darshan era interminable porque al día siguiente se festejaba el año nuevo tamil y había vacaciones. Era una época de mucha renovación: cada tres o cuatro días caía un año nuevo: tamil, télegu, kannada, bengalí. Los primeros habían llegado a eso de las 4 y se habían bancado el frío y la lluvia para ocupar los mejores lugares. Después de un rato de chapotear en el barro conseguí llegar a la puerta, ser manoseado por muchachos de seguridad y encontrar un lugar al fondo. Un poco más adelante, a mi derecha, un padre de 40 y su hijo de 15 sostenían el cuerpo del abuelo de 60 agonizando. El hombre estaba tirado en el piso, cubierto con una tela anaranjada y tenía la cabeza de canas muy frondosas sobre el regazo de su hijo. De tanto en tanto el hijo le levantaba la cabeza para darle un sorbito de leche en un vaso de lata. Cuando dejaba el vaso en el suelo, el hijo agarraba la mano derecha del hombre con las suyas y se la acariciaba o masajeaba. Con la otra mano, fuerte, grande, temblorosa, el hombre acariciaba la espalda de su nieto sentado a su lado, como quien tiene que agarrarse; en la muñeca de la mano del hombre había un Cartíer de oro. El hombre respiraba muy despacio y por momentos dejaba la boca muy abierta. Su pierna izquierda estaba extendida; la derecha, doblada, con la planta apoyada en el suelo, se balanceaba hacia los lados sin ritmo coherente, como por sacudones. El hombre estaba ceniciento.

Apenas salió, Baba fue hacia donde estaba, en segunda o tercera fila, Hugo, un viejo devoto argentino, uno de los históricos, que en estos días había estado varias veces en su casa. Hugo juntó las manos delante de la cara; Baba lo miró, le sonrió y le dijo que fuera a entrevista con su grupo, el grupo verde. A mí también me tocaba entrar.
Fue muy fuerte. Era el último día, mi última oportunidad, y justo en ese momento Baba me llamaba a entrevista. Hace falta mucho menos para que cualquier devoto te hable de los milagros, los juegos y la omnisciencia de Swami. Parecía la historia clásica de la mitad de los devotos: cuando están por perder las esperanzas, Baba los rescata. Daniel, sentado cerca de mí, estaba encantado:
— ¡Qué grande Swami! Te tuvo esperando hasta último momento para que realmente tuvieras que desear la entrevista.
Mientras caminaba hasta la galería de su casa, donde los que van a tener entrevista esperan a que termine el darshan, tenía cientos de pares de ojos envidiosos clavados en la nuca. Iba repitiéndome las preguntas que le quería hacer, y sobre todo la pregunta:
— ¿Cómo es ser un dios?
(…)
Camino hacia la galería de la casa de Baba, donde vamos a esperar la entrevista. Hasta ahora, no pude ver ningún milagro. Pero leí sobre muchos, me contaron muchos y muchas veces les creí. Cuando me los contaban les creía o, por lo menos creía que habían visto eso que me contaban. No serviría para nada discutir los milagros si no fuera porque son una pieza central en la arquitectura del culto Baba. Los milagros no son lo más importante, pero sirven para lo más importante: para que los devotos puedan creer en Baba y se entreguen y usen esa creencia para trabajar sobre sí mismos.
"Se dice que trato de atraer a la gente con milagros. Los milagros no se realizan como una exhibición de poder; simplemente suceden y sirven como evidencia del poder", dice Sai Baba que, ahora, camina entre los devotos y devotas despacio, como si su darshan fuera a durar años, mientras yo llego a la galería de su casa, para la entrevista, justo el último día, justo en el momento de la última oportunidad.
Cuando llegué a la galena, todos los miembros del grupo verde ya se habían sentado, mujeres de un lado y hombres del otro, para esperar a Baba y entrar con él en el salón de su casa. (Unos metros más abajo, el darshan seguía como en otro planeta. Hugo, el devoto veterano, me miró con desconfianza: — ¿Vos sos del grupo verde?
Le expliqué el arreglo que habían hecho los coordinadores de los grupos. Él me dijo que en el grupo verde había diecinueve personas y que en la entrevista no podía haber más de diecinueve.
—Ayer lo arreglé con Swami, cuando me dijo que hoy nos iba a llamar para la entrevista. Él me preguntó cuántos argentinos éramos y yo le dije que cincuenta y ocho, entonces él me dijo que era demasiado y que cuántos éramos en mi grupo y yo le dije que diecinueve. Entonces Swami me dijo: "pero que sean diecinueve, nada más que diecinueve".
Siempre me habían dicho que las entrevistas surgían de la inspiración momentánea de Sai Baba, no de una negociación previa. Parece que no era cierto. Le pregunté a Hugo qué tenía que hacer y me dijo que me fuera. Yo le dije que los coordinadores habían arreglado algo y que sería bueno respetarlo:
—Yo no arreglé con los coordinadores, yo arreglé con Swami.
Dijo él, casi altivo, y yo:
—Bueno. ¿Entonces vos tomás la responsabilidad de impedirme que me encuentre con Swami?
Era jugar un poco sucio. Hugo dijo que no, que por supuesto que no y que si quería me quedara, bajo mi responsabilidad. Me senté con ellos y pensé que sería gracioso que de pronto mi libro de Baba tuviera este final. Más de una vez, en estos días, pensé que a todos nos iría mucho mejor si yo dijera que he encontrado al verdadero Dios. De hecho, tengo la tentación de hacerlo. Los últimos días en Buenos Aires, antes de salir, más de un amigo me dijo tené cuidado, a ver si después te convertís, y yo decía, con sonrisa: ojalá. Y a veces también pensaba: ojalá.
Sin tener muy claro de qué se trataba, pero suponiendo que el alivio de una creencia, si conseguía sostenerla de verdad, podía llegar a ser maravilloso. Vine con esa idea confusa: con muy poca esperanza, pero con la extraña idea de que en una de esas descubriría algo que me serviría para vivir más tranquilo y capear los peores miedos. Aunque también era cierto que si algo así llegaba a suceder iba a tener que cambiar demasiadas cosas que me gustan en mi vida. Tampoco estaba muy seguro de poder soportar la sumisión a un dios, pero estaba por verse.
Y ahora, en la galería, mientras espero que termine el darshan infinito, vuelvo a pensar que a todos nos iría mucho mejor si yo dijera que he encontrado al verdadero Dios. Nos serviría a todos: a los babas, porque se verían reconfortados y reclutarían algo más; a mi, porque podría vender 50.000 ejemplares contando cómo un incrédulo viejo —yo— halló el camino del Señor; y a usted, señora, porque encontraría en este libro el impulso para empezar a correr ya mismo hacia el centro Sai Baba más próximo a su domicilio. Nos serviría a todos y de hecho, quizá lo haga: ahora puedo contar mi entrevista con Sai Baba, cómo leyó mis pensamientos más recónditos, cómo me materializó el reloj que yo le había pedido.
En un momento yo le pedí un reloj. Por lo que había leído entendí que a Baba no le parecía mal adquirir devociones por medio de sus milagros. La mayoría de sus devotos cuentan que así fue como se convencieron. Y el milagro de recuperar un objeto perdido es uno de los más referidos, casi una banalidad. Así que, todavía en Buenos Aires, le hice una propuesta razonable: si me devolvía el reloj de mi padre, que me robaron el 10 de diciembre de 1983 en la plaza de Mayo, yo me entregaba a él en cuerpo y alma. Era una prueba, pero Baba siempre dice: "Pruebenmén". No le hablé de nadie de nuestro negocio: si alguien lo conocía siempre iba a poder sospechar una infidencia. Y ahora, en la galería, todo se volvía posible. Fue entonces cuando llegó Baba e hizo entrar a una india viejísima arrastrada por dos jovencitas y a cuatro matronas alemanas. Después le preguntó a Hugo en su inglés indio:
— ¿Cuáles son los diecinueve que me dijiste?
—Acá están, Swami.
—Que se pongan todos en un costado, para contarlos.
Después me dijeron que Baba nunca había hecho esto. Que nunca se había preocupado de que fueran diecinueve o veinticinco, pero esta vez sí, qué nos habrá querido decir Swami. Los diecinueve quedaron de un lado y yo del otro. Los diecinueve entraron y yo no. Yo seguía sentado en el suelo y Baba pasó a mi lado y me miró desde arriba. Yo lo miraba desde abajo y no tenía ganas de decirle nada. Le dije "¿Puedo entrar?" y él no me dijo nada y siguió caminando. Por mucho menos, cualquier devoto dirá que decididamente Baba no me quería ver.
—Debe de ser que no lo necesitás.
Me dijo después un devoto. Debe de ser. En cuanto todos entraron, me levanté para irme pero un seva me dijo que me tenía que quedar sentado hasta que terminara la entrevista. Quince minutos después empezaron a salir los afortunados. Yo caminé hacia la salida y un seva me empujó porque estaba pisando una de las alfombras rojas, tapizadas de pétalos de jazmín, que solo son para los pies de Baba. Mientras salía, vi una camilla que se llevaba al hombre ceniciento. Tenía que apurarme, o iba a perder el micro.
Fue el día en que asumió el mando presidencial Raúl Alfonsín. tras la dictadura militar.
Guardián.