27 de julio de 2010

CRÓNICA-UN DÍA EN LA ALDEA DE ABDALLAH WALLO

Por Ryszard Kapuscinski

En la aldea de Abdallah Wallo las primeras en levantarse son las muchachas, que, apenas rompe el alba, salen a buscar el agua. Es una aldea afortunada: el agua está cerca. Basta descender por un declive abrupto, escarpado y arenoso hasta el río. E1 río se llama Senegal. En su orilla norte está Mauritania y en la sur, el país que lleva su mismo nombre, Senegal. Nos encontramos en un lugar donde se acaba el Sáhara y empieza el Sahel, una franja de sabana estéril, semidesierta y tórrida que, siguiendo rumbo al sur, hacia el ecuador, después de unos cientos de kilómetros se convertirá en un territorio de bosques tropicales, húmedo y palustre.
Después de bajar al río, las muchachas cogen agua en altas tinajas de metal y cubos de plástico, más tarde se ayudan a colocárselos sobre la cabeza y así, charlando por el camino, trepan por la pendiente resbaladiza de vuelta a la aldea. Sale el sol y sus rayos se reflejan en el agua que llena los recipientes. El agua centellea, se mece y brilla como la plata.
Ahora se separan, dirigiéndose cada una a su casa; van hacia sus patios. Desde la mañana, desde esa excursión hasta el río, aparecen cuidadosa y esmeradamente ataviadas. Constituye su ropa un vestido de percal con profusión de estampados, amplio y holgado, que llega hasta los pies y cubre la totalidad de su cuerpo. Es una aldea islámica: nada de la vestimenta de una mujer puede sugerir que su portadora pretende seducir a un hombre.
El ruido que hacen los recipientes al ser colocados y el chapoteo del agua recién traída son como el sonido de la esquila de una pequeña iglesia parroquial: despierta a todos a la vida. De las chozas de barro —es que aquí no hay otra cosa que chozas de barro-salen enjambres de niños. Hay muchísimos, como si la aldea no fuese sino una inmensa guardería. Enseguida, en el mismo umbral, empieza la operación de orinar de estos chiquillos, una operación espontánea y refleja, donde sea, a derecha e izquierda, despreocupada y alegre, o bien, aún dormida y malhumorada. Apenas la acaban, corren hacia los cubos y las tinas, a beber. Aprovechando la ocasión, las niñas, pero sólo ellas, se pasan agua por la cara. A los niños ni se les ocurre. Ahora miran a ver qué desayunarán. Es decir, así me lo imagino yo, pues la noción de desayuno aquí no existe. Si algún crío tiene algo para comer, se lo come sin más. Puede tratarse de un pedazo de pan o un trozo de galleta, un poco de cassava o de plátano. Nunca se lo come solo y entero, pues los niños lo comparten todo: por lo general, la niña más grande del grupo se cuida de que todos reciban una ración justa, aunque a cada uno le toque una sola migaja. El resto del día consistirá en un incesante buscar comida. Y es que estos niños andan permanentemente hambrientos. A cualquier hora del día, en cualquier momento, engullirán en un santiamén todo lo que se les dé. Y acto seguido buscarán una nueva ocasión de poder hincar el diente.

Ahora que recuerdo las mañanas en Abdallah Wallo, me doy cuenta de que no me han acompañado ni ladridos de perros, ni cacareos de gallinas, ni mugidos de vacas. Pues claro que no: en la aldea no hay ni un solo bicho, ningún animal de los que llamamos de granja, ni ganado, ni aves de corral, ni nada de nada. Por eso mismo no existen establos, ni cuadras, ni pocilgas, ni gallineros.
En Abdallah Wallo tampoco hay plantas, ni hierba, ni flores, ni arbustos, ni huertos, ni jardines. El hombre vive aquí cara a cara con la tierra desnuda, las arenas movedizas y la arcilla quebradiza. Es el único ser vivo de estas extensiones tórridas y abrasadas, y todo el tiempo está ocupado en la lucha por la supervivencia, por mantenerse en la superficie. De modo que están el hombre y el agua. Aquí, el agua sustituye a todo. A falta de animales, es ella la que alimenta y mantiene nuestra existencia; a falta de vegetación, que proporciona sombra, es el agua la que nos refresca, y su chapoteo es como el susurro de las hojas de los arbustos y de los árboles.
Me encuentro aquí como invitado de Thiam y de su hermano Yamar. Los dos trabajan en Dakar, donde los conocí. ¿Que qué hacen? Según. La mitad de la gente de las ciudades africanas no tiene una ocupación fija y claramente definida. Compran y venden, trabajan como mozos de cuerda, como vigilantes... Están por todas partes, en alquiler, siempre disponibles, siempre a nuestro servicio. Cumplen el encargo, cobran el precio y desaparecen sin dejar rastro. Pero también pueden quedarse con vosotros durante años. Eso sólo depende de vuestro antojo y vuestro dinero. ¡Y sus ricos relatos de lo que han hecho en la vida! ¿Que qué han hecho? Miles de cosas, ¡de todo! Se aferran a la ciudad porque ésta les ofrece más y mejores posibilidades de sobrevivir, a veces incluso les permite ganar algo de dinero. Cuando entran en posesión de cuatro monedas, compran regalos y se van a la aldea, a casa, a ver a sus mujeres, hijos y primos.
A Thiam y a Yamar los encontré en Dakar precisamente en el momento en que se disponían a viajar a Abdallah Wallo. Me propusieron acompañarles. Pero yo tenía que quedarme en la ciudad durante una semana más. Aún así, si tenía ganas de visitarlos, me esperaban. Podía llegar a mi destino tan sólo en autobús. Debía acudir a la estación al alba, cuando era más fácil conseguir un asiento. Así que, pasada la semana, allí estaba yo. La Gare Routiére es una plaza grande y plana, y suele estar vacía a esas horas tan tempranas. Junto a la verja aparecieron enseguida unos cuantos mocosos, que me preguntaron adónde quería ir. Les dije que a Podor, pues la aldea a la que me dirigía estaba situada precisamente en el departamento que llevaba este nombre. Me llevaron al centro de la plaza, más o menos, y allí me dejaron sin decir palabra. Como no había nadie más en aquel lugar desierto, enseguida me vi rodeado por un nutrido grupo de vendedores que tiritaban de frío (la noche era muy fresca), que intentaban endilgarme alguna de sus mercancías, ya un chicle, ya unas galletas, ya sonajeros para recién nacidos, ya cigarrillos, en cajetillas o por unidades. Yo no necesitaba nada, pero, como no tenían nada que hacer, se quedaron allí, rodeándome. Un hombre blanco, ser caído de otro planeta, es un capricho de la naturaleza tan extraño que se le puede contemplar con suma curiosidad durante un tiempo infinito. Pero, al cabo de un rato, apareció en la verja un nuevo pasajero, y tras él, otros, de modo que los vendedores, en tropel, se abalanzaron sobre ellos.
Al final llegó un autobús pequeño de la marca Toyota. Estos vehículos disponen de doce plazas, pero aquí transportan a más de treinta pasajeros. Resulta difícil describir el número y las combinaciones de todos los suplementos que llenan el interior de un autobús como aquél: barras y bancos de más, añadidos a golpe de soldador. Cuando el vehículo va lleno, para que alguien pueda subir o bajar, todos los pasajeros tienen que hacer otro tanto. La exactitud y estanqueidad de los que se encuentran en su interior equivale a la precisión de un reloj suizo, y cada individuo que ocupa una plaza tiene que contar con el hecho de que las próximas horas no podrá mover ni tan siquiera un dedo del pie. Las peores son las horas de espera, cuando, en un autobús recalentado y asfixiante, hay que quedarse sentado y quieto hasta que el conductor reúna el número completo de pasajeros. En el caso de nuestro Toyota, la espera se prolongó durante cuatro horas, y cuando ya estábamos a punto de salir, al subir, el chófer -un hombretón joven, inmenso, fornido, macizo y que atendía al nombre de Traeré- descubrió que alguien le había robado un paquete de su asiento, que contenía un vestido para su novia. Hurtos de este tipo son, en realidad, el pan de cada día en todo el mundo y, sin embargo, no sé por qué, Traoré había caído en tal estado de rabia, furia, cólera e, incluso, locura, que todos los presentes en el autobús nos encogimos hasta reducirnos al mínimo, temerosos -¡y eso que éramos inocentes!- de ser despedazados y descuartizados. En aquella ocasión vi una vez más que en África, a pesar de que los robos se repiten a cada paso, la reacción ante el ladrón entraña un rasgo irracional, rayano en la locura. Y es que desplumar a un pobre que a menudo no posee más que un cuenco de arroz o una camisa rota es, de verdad, algo inhumano; de manera que su reacción ante el robo también nos lo puede parecer. La multitud, al atrapar a un ladrón en un mercado, una plaza o una calle, es capaz de matarlo allí mismo; por eso, paradójicamente, el trabajo de la policía no consiste tanto en perseguir a los ladrones como, más bien, en defenderlos y salvarles el pellejo.

Al principio el camino conduce a lo largo del Atlántico, a través de una avenida bordeada por unos baobabs tan imponentes, enormes, altivos y monumentales que nos da la impresión de movernos entre los rascacielos de Manhattan. Como el elefante entre los animales, el baobab no tiene igual entre los árboles. Parecen proceder de una época geológica distinta, de un contexto diferente, de otra naturaleza. Sin parangón posible, no hay nada con qué compararlos. Viven para sí mismos y tienen su propio programa biológico individualizado.
Tras este bosque de baobabs que se extiende a lo largo de muchos kilómetros, la carretera tuerce hacia el este, en dirección a Mali y Burkina Faso. Traoré detiene el coche en la localidad de Dagana, que cuenta con varios restaurantes pequeños. Comeremos en uno de ellos. La gente se reúne en grupos de seis u ocho personas, que se sientan en círculo sobre el suelo del comedor. El chico del restaurante coloca en medio del círculo una palangana llena hasta la mitad de arroz, abundantemente rociado con una salsa picante de color pardo. Empezamos a comer. Se come de la manera siguiente: uno tras otro, todo el mundo alarga la mano derecha hacia la palangana, coge un puñado de arroz, exprime la salsa encima del recipiente y se mete en la boca el apelmazado mazacote. Se come despacio, con seriedad y respetando los turnos, para que nadie salga perjudicado. Hay un gran tacto y moderación en todo este ritual. Aunque todos tienen hambre y la cantidad de arroz es limitada, nadie altera el orden, ni acelera, ni engaña. Cuando la palangana está vacía, el chico trae un cubo de agua, del cual, otra vez por riguroso turno, cada uno de los comensales bebe en una taza grande. Luego se lava las manos, paga, sale y sube al autobús.
Al cabo de unos momentos volvemos a proseguir viaje. Por la tarde estamos en una localidad que se llama Mboumba. Aquí me bajo. Me esperan diez kilómetros de camino de tierra a través de una sabana seca y quemada, de arenas movedizas y tórridas, y de un calor de justicia, pesado y chispeante.

Volvamos a la mañana en Abdallah Wallo. Los niños ya se han diseminado por la aldea. Ahora, de las chozas de barro salen los adultos. Los hombres colocan sobre la arena unas alfombrillas y empiezan sus oraciones matutinas. Rezan concentrados, encerrados en sí mismos, ajenos al ajetreo de los otros: al corretear de los niños y al ir y venir de las mujeres. A esta hora, el sol ya llena del todo el horizonte, ilumina la tierra y entra en la aldea. Deja sentir su presencia enseguida, en cuestión de segundos el calor se vuelve intenso.
Ahora empieza el ritual de visitas y saludos matutinos. Todos visitan a todos. Se trata de escenas que se desarrollan en los patios; nadie penetra en el interior de las viviendas, porque las chozas sólo sirven para dormir. Thiam, después de la oración, empieza la ronda por sus vecinos más próximos. Se acerca a ellos. Comienza el intercambio de preguntas y respuestas recíprocas. «¿Cómo has dormido?» «Bien.» «¿Y tu mujer?» «Pues, igual de bien.» ¿Y los niños?» «Bien.» «¿Y tus primos?» «Bien.» «¿Y tu huésped?» «Bien.» «¿Y has soñado?» «He soñado.» Etcétera, etcétera. La ceremonia se prolonga durante mucho rato, e incluso cuantas más preguntas hacemos, cuanto más largo hacemos el intercambio de fórmulas de cortesía, más respeto por el otro demostramos tener. A esta hora resulta imposible atravesar tranquilamente la aldea, ya que cada vez que nos topamos con alguien tenemos que entrar en este juego interminable de intercambio de preguntas-saludos, haciéndolo, además, con cada cual por separado; no se puede hacer al por mayor: sería de mala educación.
Todo el tiempo acompaño a Thiam en su ritual. Y pasamos un rato muy largo antes de terminar de hacer toda la vuelta. Mientras, noto que los demás también circulan por sus órbitas matutinas; reina un movimiento febril en la aldea, por todas partes se oye el sacramental «¿Cómo has dormido?» y las tranquilizadoras y positivas respuestas de «Bien, bien». En el curso de tal ronda por la aldea se ve que en la tradición e imaginación de sus habitantes no existe la noción de espacio dividido, diversificado y segmentado. En la aldea no hay cercas ni vallas ni empalizadas, ni tampoco alambres ni mallas metálicas ni cunetas ni lindes. El espacio es uno, común, abierto e, incluso, trasparente: no tienen cabida en él cortinas extendidas ni barreras echadas, paredes ni tapias; no se ponen obstáculos a nadie ni se le impide el paso.
Ahora, parte de la gente se va al campo a trabajar. Los campos están lejos, ni siquiera se ven. Las tierras en las proximidades de la aldea hace tiempo que ya están agotadas, yermas y estériles, convertidas en mero polvo y arena. Sólo a kilómetros de aquí se puede plantar algo, con la esperanza de que, si llegan las lluvias, la tierra dé fruto. El hombre posee tanta cuanta es capaz de cultivar; el problema radica en que no puede cultivar mucha. La azada es su única herramienta; no hay arados ni animales de tiro. Observo a los que se marchan al campo. Como único alimento para todo el día, se llevan una botella de agua. Antes de que lleguen a su destino, el calor se volverá insoportable. ¿Que qué cultivan? Mandioca, maíz, arroz seco. La sabiduría y la experiencia de estas gentes les hace trabajar poco y despacio, les obliga a hacer largas pausas, cuidarse y descansar. Al fin y al cabo son personas débiles, mal alimentadas y sin energías. Si alguna de ellas empezase a trabajar intensamente, a deslomarse y sudar sangre, se debilitaría aún más, y, agotada y exhausta, no tardaría en caer enferma de malaria, tuberculosis o cualquiera del centenar de enfermedades tropicales que acechan por todas partes y la mitad de las cuales acaba con la muerte. Aquí, la vida es un esfuerzo continuo, un intento incesante de encontrar ese equilibrio tan frágil, endeble y quebradizo entre supervivencia y aniquilación.
Las mujeres, a su vez, desde la mañana misma preparan el alimento. Digo «alimento» porque se come una vez al día, por lo que no se pueden usar designaciones tales como desayuno, almuerzo, comida o cena: no se come a ninguna hora establecida sino sólo cuando el alimento está preparado. Por lo general, tal cosa se produce en las últimas horas de la tarde. Una vez al día y siempre lo mismo. En Abdallah Wallo, como en toda la zona circundante, se trata de arroz, adobado con una salsa fuerte, muy picante. En la aldea viven pobres y ricos, pero la diferencia entre lo que comen no consiste en una diversificación de platos sino en la cantidad de arroz. El pobre no comerá más que un puñadito exiguo, mientras que el rico tendrá un cuenco lleno a rebosar. Aunque esto ocurre sólo en los años de buena cosecha. Una sequía prolongada empuja a todos hacia el mismo fondo: pobres y ricos comen el mismo puñadito exiguo, si es que, simplemente, no se mueren de hambre.
La preparación del alimento ocupa a las mujeres la mayor parte del día, o mejor dicho, el día entero. Lo primero que tienen que hacer es salir en busca de leña. No hay madera en ninguna parte, hace tiempo que se han talado todos los árboles y arbustos, y el buscar en la sabana astillas y trozos de ramas o palos es una ocupación pesada, ardua y sumamente lenta. Cuando la mujer por fin trae un manojo de leña, tiene que volver a marcharse, esta vez para ir a buscar un barril de agua. En Abdallah Wallo el agua está cerca, pero en otros lugares hay que caminar kilómetros para encontrarla, o, en la estación seca, esperar durante horas hasta que la traiga un camión cisterna. Provista de combustible y agua, la mujer ya puede proceder a la cocción del arroz. Bueno, no siempre. Antes tiene que comprarlo en el mercado, y pocas veces dispone de dinero suficiente como para hacer un acopio y tener en casa una cantidad excedente. En esto llega el mediodía, la hora de un calor tal que cesa todo movimiento, todo se paraliza y petrifica. También cesa el ajetreo alrededor del fuego y las ollas. La aldea se queda desierta a esta hora, la vida la abandona por completo.
Una vez hice el esfuerzo de ir al mediodía de choza en choza. Eran las doce. En todas ellas, sobre el suelo de barro o sobre esteras y camastros, estaban tumbadas personas mudas e inmóviles. Sus rostros aparecían cubiertos de sudor. La aldea era como un buque submarino en el fondo del océano: existía pero sin dar señales de vida, sin voz y sin movimiento alguno.

Por la tarde Thiam y yo nos acercamos al río. Turbio y de color metal oscuro, fluye entre unas orillas altas y arenosas. En ninguna parte se ve vegetación, no hay plantaciones ni arbustos. Claro que se podrían construir canales que regasen el desierto. Pero ¿quién habría de hacerlo? ¿Con qué dinero? ¿Para qué? El río, de cuya presencia nadie se percata ni saca provecho, parece fluir para
sí mismo.
Nos hemos introducido tanto por el desierto que cuando volvemos ya es de noche. En la aldea no hay luz alguna. Nadie enciende un Riego: sería desperdiciar combustible. Nadie tiene una lámpara. Tampoco una linterna. Cuando hace una noche sin luna, como hoy, no se ve nada. Sólo se oyen voces aquí y allá, conversaciones y exhortaciones, relatos que no entiendo, palabras cada vez más espaciadas y dichas en voz baja: la aldea, aprovechando esos escasos instantes de frescor, por unas horas se sume en el silencio y duerme.