7 de agosto de 2010

CRÓNICA-Skinheads Anti fascistas: el lado rojo de la fuerza.-Alejandro Seselovsky

Publicado en "Argentina crónica.Historias reales de un país al límite". selección maximiliano Tomas. Editoril Planeta. Bs. As. Argentina. 2007.


Allá, a noventa metros –que ahora son ochenta y siete que ahora son ochenta y cinco–, vienen caminando los dos muchachitos atragantados de propaganda, con las caritas malas, los borceguíes ajustados, los pantalones camuflados para una guerra comprada en El Mundo del Juguete.
Ahí vienen los dos, por Diagonal hacia la Plaza de Mayo, buscando unirse al resto de los skinheads neonazis que están parados en la puerta de la Catedral de Buenos Aires para repudiar, junto a lo más simpático de la ultraderecha católica argentina, a todos esos gays-lesbianas-travestis que ahí enfrente festejan otro día de orgullo.
Ahí, a cincuenta metros –que ahora son cuarenta y ocho que ahora son cuarenta y cinco–, vienen Rambito y Rambón a los 16 años, listos para aguantar, seguros de sí mismos, caminando marciales sin sospechar que en la esquina de Diagonal y Bolívar, Tuqui los espera con una Quilmes Bock de litro en la mano y una manopla de hierro en el bolsillo. Treinta metros. Tuqui me dice: “Quedate atrás”. Veinte metros. Tuqui espera y relojea. Diez metros. Por fin los veo bien. ¡Dios, son dos nenes! Cinco metros. Tuqui les sale al cruce. Un metro: Rambito y Rambón se encuentran inesperadamente con el enemigo.
Uno, el más petiso, un morochito que parece salido de un pool de Aldo Bonzi y no obstante lo cual cree fervientemente en la supremacía de la raza aria, se come una patada en el hígado, trastabilla, se repone, corre, escapa; cuando pasa frente a mí, veo que lleva el susto en la cara. El otro, más alto, no espera su turno y corre de entrada. Se le van a Tuqui, que los sigue unos pocos pasos al grito de “¡Rajen de acá, nazis de mierda!”. Y corona la jugada revoleándoles la Quilmes Bock, que baja rápido, creo que porque le quedaba la mitad. El crash del vidrio contra el piso alerta a los productores de un comercial de BMW que creyeron que el sábado 19 de noviembre iba a ser un día tranquilo para filmar en la zona. También alerta a la policía. Cuando el cana se acerca en su moto hasta la esquina donde seguimos parados, me doy cuenta de que ya no seguimos, sigo yo. Tuqui, el pelo rapado, remera negra, ganas de reventar fachos en donde pueda, ya desapareció. Yo me quedo pensando que después de dos meses de andar con ellos, es la primera vez que veo a un sharp en acción.
Tuqui, el Mono, el Moko, el Negro, Mariano, Rodrigo, María, Sofía son algunas de las caras argentinas de un movimiento que, desde finales de los 80, se conoce en todo el mundo como sharp, que quiere decir Skinheads Against Racial Prejudice, que quiere decir Skinheads contra el prejuicio racial, que podría también querer decir skinheads de los otros, antinazis, antifascistas, skinheads que no son lo que los medios masivos y el imaginario social vienen desde hace tiempo llamando skinhead.
La confusión se desvanece con diez minutos de revisión histórica, de comprobarlo cara a cara. El mayor problema que tienen algunos tipos sociales más o menos establecidos (un pelado con borcegos es siempre un filonazi, por ejemplo) es que esos diez minutos no llegan nunca y entonces, ya saben: un pelado con borcegos es siempre un filonazi. Así lo repiten las generaciones de movileros y cronistas, y así se va enquistando el desdibujo que un día se vuelve dibujo pleno sin contrahistoria. Por eso, si les parece, vayamos por esos diez minutos de documentación elemental y les prometo que después seguimos.
Había una vez un país que se llamaba Jamaica. Este país logró independizarse en 1962 y, cuando lo hizo, se quedó solito con toda la exclusión y la miseria que su madre patria le había heredado. Había también otro país, uno que se llamaba Inglaterra. A este país le iba bastante mejor, pero también tenía, como Jamaica, una cosa que se llama working class. En los barrios obreros del país Jamaica nacieron grupos de jóvenes negros medio mal llevados, un poco enojados con el estado de las cosas y que escuchaban una música de guitarritas veloces a la que le decían ska. Después las guitarritas no fueron tan veloces, se les coló algo de calypso y ahí le empezaron a llamar reggae. Eran los rude boys (chicos rudos) que después de comprobar la imposible construcción de su futuro, se fueron a vivir al país llamado Inglaterra. Ahí se encontraron con su pares, los mods, chicos blancos de los barrios bajos que tampoco eran gente muy conforme y que escuchaban soul y rhythm & blues. Los rude boys y los mods (algunos, más radicales, se hacían llamar hard mods ) se hicieron muy amiguitos y empezaron a prestarse sus discos y su hastío del mundo. Entrados los 60, escucharon algo de un movimiento blandengue en su felicidad comunitaria que se hacía llamar hippie. Parece que estos hippies usaban el pelo largo, así que los rude boys y los mods, para reaccionar contra tanto poder floral, se raparon las cabezas. Y empezaron a llamarse skinheads.
Tiradores, cierto cuidado por la ropa, motos scooters –Vespas–, pelo muy corto y música negra compusieron lo que se conoció como el Spirit of 69. Quedan ustedes entonces frente a la constatación del skinhead original y su nacimiento, producido por el cruce de dos culturas. O de la cultura de dos razas, como prefieran.
Y sí, la pregunta es inevitable: ¿cómo es que un sujeto social mestizo, mitad blanco y proletario, mitad black power, termina dos décadas más tarde tatuándose una esvástica y reclamando pureza en la pigmentación? La explicación es política.
En la segunda mitad de los 70, el skin, que hasta entonces había mantenido su inconformidad social pero sin intervención política directa, se vio interpelado por la irrupción del punk, y se radicalizó. Algunos partidos de la extrema derecha europea vieron la oportunidad de un reclutamiento en masa y salieron a cazar pelados con ganas de romper cosas. El ultra reaccionario National Front, de Inglaterra, fue el más eficaz. Durante todos los 80, buena parte del movimiento skinhead mundial tomó el desvío hacia el nacionalsocialismo. Detrás, el pulso mediático, multiplicándolo, terminándolo de construir.
Es probable que sin mods y sin rude boys en los 60, Pablo no hubiera podido producir el encuentro y yo no hubiera conocido la media docena de sharps criollos que finalmente conocí, ni estaría ahora charlando con ellos en una calle trasera del Parque Centenario.
La verdad, no creí que fueran a venir. Hubo que esperarlos un rato. Esperarlos y darles algunas garantías: cierto cuidado sobre la identidad, por ejemplo. Desde el crimen de Iván Kotelchuk, asesinado de cuatro puñaladas la madrugada del 12 de junio en la puerta de un bar sobre Avenida de Mayo, los sharps andan con cautela, no pintan, no agitan. Uno de ellos, Ariel Pardal, fue señalado como el asesino.
Se han dicho y publicado muchas cosas de ese crimen. Algunas quedaron en la causa. Otras, no. Como sea, una reconstrucción elemental podría señalar que aquella noche, cerca de allí, tocaba Comando Suicida, una banda que nació punk y con bajista judío pero que después le empezó a gustar mucho lo que decía Seineldín y ya no fue más punk, y se hizo nazi, y ya no tuvo más bajista, no uno judío. Que la Terror Crew, un grupo sharp, fue a pudrir el concierto. Que Ariel Pardal comandaba la Terror Crew. Que cuando vieron a Kotelchuk lo creyeron un skin NS (nacionalsocialista). Que la Terror Crew había prometido al menos un nazi apuñalado. Todo eso dijeron, aunque lo único probado e irrevocable es que Iván Kotelchuk, un chico de 19 años que se había cortado el pelo al ras después de conseguir un puesto en la línea de montaje de la Merdecez-Benz, murió desangrado junto a la escalera del Dark, Avenida de Mayo 912. Y que hoy Pardal vive en una celda del penal de Ezeiza, procesado en una causa caratulada como homicidio agravado por ataque en grupo y que contempla penas de hasta 25 años.
Salimos del Parque, caminamos en banda. “Ariel no lo mató”, dice alguien y ya. La intención será no volver sobre la cuestión.
A la vuelta del Centenario, los culos en la vereda, las espaldas contra la pared, junto a un supermercado chino que vende las Brahma no muy frías, con un porro lechugón y de sabor terroso mojándose entre las bocas de todos, el grupo se relaja.
El grupo. El Negro, Juan Carlos V., metro noventa y cinco, luchador de Vale Todo, editor –a mitad de los 90– de Golpe Justo, el primer fanzine skinhead antifascista de la Argentina. ¿Esto lo convierte en el pionero de los sharps locales? Un poco, sí, lo convierte. Hacer un zine en la era analógica del correo postal era complicado, pero el Negro trabajaba por entonces en el Correo Central, y zafaba las estampillas que le servían para comunicarse con los sharps del mundo. Fue el comienzo.
El Negro explica que está medio alejado del movimiento skin, que está haciendo apicultura en su casa de José C. Paz, y que a los 30 se siente un poco cansado. Militó en el Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) Aníbal Verón con Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, y, por tratarse de un skinhead que viene del bardo callejero, es un intelectual. Piensa en términos de política estructural y sus intereses no se agotan en ponerle un borceguí en la cara a un nazi de Belgrano. “Si yo sé que rompiéndote la cabeza te cambio las ideas, voy y te rompo la cabeza. Pero la verdad, la violencia no sirve de mucho. Antes de ponerme a preparar un combate contra los fachos prefiero ponerme a preparar un fanzine.” Mientras el Negro habla, se me ocurre que los luchadores de Vale Todo no deberían tener esas inflexiones amables en la voz, ni una sonrisa todo el tiempo cruzándoles las caras. Pero el pibe es así, adonde va lleva la estampa gaucha de un morocho tranquilo. Tiene la cara de los tipos que frenan en las esquinas para dejarte pasar y tal vez lo haría si tuviera auto, pero apenas si tiene trabajo.
–¿De qué estás laburando ahora?
–Hago maquetas de canchas de fútbol y las vendo por Internet: 150 cada una.
–¿Te va bien?
–Zafo.
–¿Cualquier cancha?
–La que quieras.
El fútbol y la cerveza son dos elementos constitutivos de la identidad proletaria del skin. En la puerta del chino, la cerveza se está acabando, y el Negro en un rato se va para San Martín, a ver a Chaca.
Al lado del Negro está el Mono: un hombre breve, la cara india, los pómulos fuertes. “El Negro es mi hermano, mi compañero más cercano”, dice. Tiene 28 años y se vino desde Hudson, su barrio. Hasta hace un tiempo trabajaba en un lavadero donde ganaba 16 pesos por día, pero se peleó con el dueño. Ahora está viendo. Habla con cierta velocidad y en el cuello, debajo de su oreja derecha, lleva un tatuaje que dice “Oi!”, así, las dos letritas y el signo de exclamación, pero no es una invitación a escuchar a nadie. El Oi! es un sub género del punk nacido en las calles del East End y del Hersham, dos barrios bajos de Londres, que se propone relatar la vida obrera del trabajador oprimido y que mezcla birra con bardo con fútbol con birra con violencia con birra con el barrio con los amigos con birra con el empleo con el empleador con la opresión social con birra con vamos todos a la cancha y después nos tomamos una birra. 2 Minutos vendría a ser algo así como la banda del Oi! argentino y si los sharps se pusieran a armar su canon, no debería faltar algo de punk Oi!
Espíritu Callejero es, por ejemplo, una banda de punk Oi! Su bajista, Mariano, tiene 30 años, vive en Quilmes, es despachante de aduana y ahora, en la ronda, la piel le brilla en toda la cabeza. Lleva puesta una remera del Manchester United y entre sus hazañas ideológicas se cuenta haber convencido a su hermano de que no se inscribiera en la policía. Dice: “Es cierto, estamos desperdigados por todo el conurbano, pero los sharps tenemos un sentimiento de hermandad que los fachos no tienen. Y nuestra lucha antifascista es hasta el final”.
De pie, la cerveza en la mano, está Rodrigo, 28 años, metro ochenta de cuerpo macizo; la cabeza, una impecable bola lustrosa; los ojos negros y cierto filo en la mirada; baterista de Espíritu Callejero, operario en una metalúrgica de Parque Chacabuco y novio de María. Al lado, María, la primera skin girl que veo en mi vida: hija de un militante montonero, lleva el tatuaje de un skinhead crucificado en su brazo izquierdo y el corte skin girl: la corona de la cabeza rapada con un centímetro y medio de pelo, y el resto, las mechas, el flequillo, cayéndole largo sobre la cara. Rodrigo y María se besan, se agarran de la mano, son una linda pareja skin-tortolitos.
Lástima, hoy no vino Sofía, amiga de María y Rodrigo y Mariano, a quien vamos a conocer dentro de unas semanas en un ensayo de Espíritu Callejero se va a dejar sacar unas fotos y va a contar que antes era punk, que ahora es skin girl, que la expulsaron del colegio María Auxiliadora, que a las monjas no les gustó que le pusiera punteras de acero a sus guillerminas.
Pero eso dentro de unas semanas. Ahora, ahí todos, de cerca, bien mirados, son un ángulo de la violencia en los últimos escalones de las capas medias. Están lejos, lejísimos, del cachimba que entiende la vida en términos de zapatillas y que se compra una bolsa para estar pila pila. Se sienten, en cambio, comprometidos con algo, en este caso menos con un fervor activo en favor de una ideología que podrían creer correcta que con el antagonismo continuo que los lleva a vivir para combatir el pack delirado de la cosmovisión nacionalsocialista. No son pro, son anti. Un grupo de antis que toman cerveza en la puerta de un chino frente al Parque Centenario.
Dice el Negro: “Los boneheads no son el enemigo, apenas son un estorbo. Los pendejos nazis se comen la película de la pandilla, pero después se ponen de novios y se olvidan de ir a pelear”.
Dice el Mono: “En la villa, si ven un pelado creen que es un nazi y no se dan cuenta que los skins compartimos con ellos el origen de clase obrera”.
Otra vez el Negro: “El skin tiene que ser algo más que tomar cerveza, escuchar Oi! e ir a la cancha, tiene que tener un componente político sólido, rebelde, capaz de interpelar a la sociedad”.
Otra vez el Mono: “Paz entre los pobres, guerra entre las clases. Para mí es así. Y salir a cazar fachos es una pelotudez. Los fachos que hay que cazar son tipos como Patti”.
Dice Mariano: “El fútbol y la cerveza siempre están, y siempre van a estar, pero la violencia, con los años, se va apagando”.
Dice Rodrigo: “La mayoría de los nazis no son skins, andan de saco y corbata y están en todos lados. Esos son los peores”.
Dice María: “Los periodistas mandan cualquiera. No pueden entender que seas skinhead y no seas facho”.
A un costado, dueño del porro pastoso que sigue circulando, con unos pocos ejemplares de un fanzine antifascista recién salido de la imprenta, está el Moko. Pero el Moko es otra historia.
–¿Moco con c o con k?
–Es con k, pero escribilo como quieras.
El 12 de junio de 2005, el último día en la vida de Iván Kotelchuk, Esteban Ariel D’Alessandro, el Moko, cumplió 29 años. Dice Esteban que los estaba festejando en una casa del Gran Buenos Aires cuando Iván murió desangrado en el bar Dark. Eso dice y eso les dijo a los tipos de Tribunales el día que se fue a entregar.
–¿Por qué te entregaste?
–Sabía que me estaban buscando, sabía que yo era sospechoso.
El Moko (integrante de Acción Antifascista, aunque él jura que nunca de la Terror Crew, liderada por su viejo conocido íntimo Ariel Pardal) quedó detenido y pasó once días en una celda del penal de Ezeiza. Le dijeron que promovía grupos violentos. Le dijeron que era un sharp y los sharps estaban en el ojo de la fiscalía. A la semana, dice, no se bancó más. “Me rocié con agua, me enrosqué un buzo de The Specials al cuello y me colgué. De chico soñaba con que era injustamente encarcelado y me terminaba matando, mi vieja sabe. Estuve dos horas tirado en el piso, inconsciente. Cuando me desperté y me di cuenta de que seguía vivo, grité. Después me llevaron al Borda.”
Desde los 14 años, el Moko trabaja de lo mismo: peón de descarga. “Igual que mi viejo durante toda su vida, somos como mulas. Nos pagan por descargar cosas que nunca vamos a poder comprar”, explica. Actualmente, traslada cajas, después las abre, después reparte los electrodomésticos que hay en esas cajas: lo hace de lunes a viernes, quince horas al día, aunque él dice que quince no, que él trabaja 24 x 24. “Porque dormir también es parte del trabajo. Te despertás y sos un obrero más otra vez”. La changa le sirve para vivir y para juntar los seis mil pesos que le debe al abogado que lo sacó de Ezeiza y que lo sigue defendiendo en la causa por el crimen de Kotelchuk.
Tiene los ojos negros bien negros y una mirada sin tibieza. La boca breve, apretada, la voz áspera, una risa estridente en la que viaja su deseo de hacerse escuchar. Es, como el Negro, un real skinhead, pero la distancia de estilos, métodos y objetivos que hay entre los dos los pone en caminos disímiles para la misma acción militante. Bifurcados, charlan, aunque resultaría difícil que actuaran en conjunto. El Negro es un cuadro estratégico, el Moko es un tipo de choque. El Negro piensa, el Moko te la pone. El Negro siempre fue un antifascista. El Moko, no.
Como Ariel Pardal, el Moko militó entre los skins nazis antes de reconvertirse y saltar al lado tolerante de las cosas. De hecho, el Negro y el Moko, que después de las cervezas en Parque Centenario van a terminar la tarde subidos al asiento trasero de mi auto con rumbo a la cancha de Chacarita, uno sentado al lado del otro, juntas las dos caras en la banda horizontal del espejo retrovisor, fueron enemigos carnales y mantuvieron durante años un enfrentamiento medular. Visto y considerando las últimas noticias, pudieron haberse matado.
“Hay que creerle que cambió”, va a decir el Negro, para mí con más espíritu de estratega que de humanista. Y Moko contestará: “Es que el fascismo es paternalista. Somos la familia, somos los fuertes, tenemos el ejército, te dicen. Y te comen la cabeza. Logran que no pienses en vos mismo”.
–¿Cómo llegaste al nazismo?
–No te das mucha cuenta. Estábamos en el medio de la rebeldía, todo el día en la calle, en busca de adrenalina. Sólo me sentía vivo si estaba con gente como yo. Y me faltaban ideas en medio de ese caos. Entré al nazismo después del asesinato de Marcelo Scalera.
El domingo 28 de abril de 1996, la Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI) organizó un recital en Parque Rivadavia con la intención de repudiar el accionar de la policía y recordar a Walter Bulacio, su víctima histórica. Al Movimiento Nuevo Orden, que después se convertiría en el Partido Nuevo Orden Social Patriótico, uno de los partidos nazis de la Argentina, le pareció que era una buena oportunidad para dar su batalla y llegó con fuerzas de choque a pudrir el concierto. Juntaron palos, piedras y se pararon detrás de la multitud, desafiando algo que no tenían del todo medido. Entonces alguien tomó el micrófono y gritó: “¡Muerte a los skins!”. La gente agarró los palos y las piedras, los nazis retrocedieron, pero hubo uno que no retrocedió lo suficiente. Se llamaba Marcelo Scalera y esa tarde su cuerpo recibió los golpes suficientes como para terminar muriendo diez días después.
–¿Esa muerte te convenció?
–Es que fijate, el pibe no grita muerte a los nazis, grita muerte a los skins. Y yo ya era skinhead. Sí, con esa muerte me sedujeron.
–¿Qué siginifica la violencia para vos?
–No lo que significaba antes. Hoy creo que de verdad no sirve. De todas formas, antes de condenarnos, la gente debería estar contenta de que haya personas que limpian la sociedad de nazis.
–¿Qué sentís cuando peleás?
–De las peleas viene el respeto. Y del respeto, la amistad.
–¿Te hiciste amigos de los nazis peleando junto a ellos?
–Más de los pibes que de la dirigencia. Algunos me aguantaron en sus casas y durante mucho tiempo sobreviví comiendo alfajores de diez centavos.
–¿Qué te sacó de ahí?
–La gota que rebalsó el vaso fue cuando tuve que ir a un acto a favor de Emilio Massera. Siempre odié a los militares, desde chico fui anti yuta, pero el sentimiento grupal te va arrastrando. Un día me vi en la foto de un diario apoyando ¡a un represor de la Marina! Yo no tenía una visión amplia, me preocupaba más por las peleas, pero empecé a preguntarme ¿soy skin o soy nazi? Después me fui.
El 12 de junio de 2002, a exactamente tres años de la muerte de Iván Kotelchuk, Esteban Ariel D’Alessandro, el Moko, cumplió 26 años. Ya había roto con los nazis, pero lo que él llamaba “evolución ideológica” sus viejos compañeros empezaron a llamarlo “traición”. Y entonces lo fueron a buscar.
Al frente de un grupete de diez o doce skins NS estaba Sikito, líder del grupo filonazi Legión Negra y guía espiritual para tanto blogger delirante. Se pararon en formación frente a la casa de la familia D’Alessandro y comenzaron tocar el timbre. El Moko no salió, pero sí lo hizo su mamá. Un nazi apresurado se tomó la molestia de golpear a esa señora en chancletas del barrio de Urquiza que salía a ver qué querían los que buscaban a su hijo. La mujer cayó y se metió en la casa. Cuando volvió a salir, ya no estaba sola. La familia D’Alessandro adoptó formación de combate en la puerta de su casa. Esteban, sus dos hermanos, su papá, su mamá y un grito, el grito del anarco frente al avance del fascismo, un grito de stencil, de pintada urbana, el mismo viejo grito: ¡No pasarán!
–Así gritaba yo: “¡No pasarán! ¡No pasarán!” Mi vieja al lado, mis hermanos, estábamos listos para cagarlos a trompadas.
Sikito ordenó avanzar sobre los D’Alessandro. El Moko se metió en la casa y salió con un machete para cortar zapallos.
–Le tiré un machetazo a Sikito con toda la intención de cortarle la cabeza. Te lo juro, mi deseo era decapitarlo.
Sikito se protegió y dice el Moko que sintió cómo el filo del machete pasaba veloz por el antebrazo de su enemigo.
–Ahí los putos se fueron. Quise hacer la denuncia, pero no pude, el herido era él.
Ir para atrás en el tiempo del moko: de sharp a nazi, de nazi a punk.
El papá del Moko completó la escuela primaria y la mamá terminó cuarto grado. Hijos de inmigrantes italianos, soñaban con un abogado en la familia. Pero no. El nene les creció en democracia: Raúl Alfonsín es para el Moko un personaje de la infancia. En los primeros 80 nacieron también las primeras tribus urbanas: hasta entonces no había más que hippies, pero con la democracia llegaron otras variantes y el Moko, el Mokito, se fue acercando al skate punk. Tenía 11 cuando le regalaron su primera tabla y lo mandaron a jugar a la calle. No recuerda por cuántos colegios primarios pasó, pero sí sabe que en quinto grado no tenía edad para estar quinto grado, que escuchaba Sex Pistols, Ramones, andaba en skate y cuando podía se iba a ver a quienes todavía se llamaban Massacre Palestina.
A los 12 cayó por primera vez, fue en la comisaría 39ª. Dice que ya era punk.
–¿Cómo sabías a los 12 que ya eras punk?
–El verso de la tribu lo fomentan las multinacionales, que te dicen: “Seguí a tu tribu, no te metas en política”. Y ahí tenés a los cumbiancha, los futuros votantes comprados con choripanes. Somos todos iguales y en la comisaría nos encontrábamos todos: punks, heavys, rastas. Era un época de mucha razzia y empezaba el divorcio.
Grababa casetes en la disquería Rock Show y un día, junto a los amigos del barrio, formó la UPD, Urquiza Punk Desorden.
–Queríamos independizarnos.
–¿De sus padres?
–No, no, de la Argentina. Queríamos que Villa Urquiza fuera un Estado independiente.
–Ah, separatistas.
–Sí, pero de Urquiza nada más.
El Moko pide si podemos desviarnos unas cuadras, un toque, de onda. El Negro pone cara de que no llegamos ni para el segundo tiempo, pero no dice nada. Vamos por Constituyentes, doblamos a la derecha, el Moko se baja, Lorena se baja con él, lo despedimos, vamos a volver a verlo unos meses más tarde, en una parrilla de Luis Guillón, pero no en la marcha del Orgullo Gay, donde dijo que tenía pensado estar, revoleando botellas de cerveza junto al compañero Tuqui.
La glosa de una definición punzante, que algunos punks repiten apenas entrada la charla, dice que, de cerca, el fútbol es fascismo barrial. Puede ser o no, en todo caso el ingenio de la sentencia la libera de tener que ser real. Igualmente, el fútbol es un presencia tan abrumadora que empieza a dejar de notarse, porque todo es fútbol en determinados días y a determinadas horas de esos días. Y hoy es sábado. Y juega la B.
El Moko es de la hinchada de Ferro. El 97 fue el año de su fiebre y siguió al Verdolaga a todos lados y en todas las disciplinas: básquet, fútbol, voley. Puso plata, le pidió entradas al club, esas cosas. Y, ahora, el Negro carajea porque llegamos tarde y la cancha de Chaca cerró las puertas. Adentro hay un partido que no vamos a ver, entonces vamos hasta un choritaxi a dos cuadras de ahí. En una esquina destemplada de Villa Maipú, con un medio tanque en la puerta humeando bajito chorizos marcados, el bar espera a los hinchas. Mientras, adentro, envuelta en un aire espeso de parrilla pasada, una tele transmite en codificado: Chaca le gana a Ben Hur 1 a 0. Faltan quince.
“El verdadero skin Oi! en la Argentina es el rolinga, pibe de barrio obrero, que le cabe el fútbol y la cerveza. Ocupa el mismo lugar social que el Oi! inglés, es su análogo”, explica el Negro y cuenta que además de maquetear canchas y criar abejas, le gustaría editar la Biblia del movimiento, Spirit of 69: a skinhead Bible , de George Marshall. Es un proyecto que, como todos los del Negro, está más cerca de la militancia programática, de la formación de cuadros, que del palo en la cabeza del bonehead. [Bonehead: sust. m. su traducción, no literal, sería la de “cabeza vacía o cabeza hueca”.] Se refiere inequívocamente a los skinheads nazis o fachos. “Los boneheads”, dicen los sharps, los punks, los antifas, y todos sabemos de quiénes estamos hablando. Es muy común llamarlos así. En la tele, Drobandi hace el gol de su vida. Chaca 2, Ben Hur 0, partido liquidado.
Volvemos para la cancha. En la esquina de Mitre y Gutiérrez, a la salida de la popular local, el Negro se para y cogotea. La gente es una marea que nos pasa por los costados, pero no aparece nadie. El Negro espera encontrar al amigo con el que va a viajar hasta Grand Bourg, a escuchar unas bandas punks que tocan en una casona.
Es raro el domingo de un skinhead relajado: de José C. Paz a Parque Centenario. De Parque Centenario a San Martín. De San Martín a Grand Bourg. De Grand Bourg a José C. Paz. Hoy hay dos periodistas de la Rolling con un auto que te llevan y te traen, pero si no (y “si no” es lo habitual) todo es a gamba, pateando, en bondi, enfrentando con calma las distancias feroces del Gran Buenos Aires. La geopolítica finalmente existe, porque que uno viva en el oeste y otro en el sur y otro en Capital y otro en el norte y así, complica la articulación de movimiento horizontal, sin mandos ni jerarquías, y cuyas únicas expresiones organizadas hasta ahora han sido las que concretó Acción Antifascista con sus encuentros en Salón Pueyrredón, pero no más.
Y el Negro, con esa calma, dice: “Si no viene arranco solo”. De pronto, un pibe rolinguita viene del fondo del gentío, saluda y ahí nos quedamos hablando. Parece que unos pendejos de Tigre, medio jugados, colaron y aprovecharon los goles para descolgar un par de banderas. “Después los putos las exhiben como si las hubieran afanado aguantando”, se queja el rolinguita. El pibe no viene, tiene que laburar o algo. Hora y media después, llegamos a Gran Bourg.
La casa es de un chico flaco y de chivita a quien le dicen Muni, un chalecito tranquilo con pasto adelante y unos árboles en la puerta, a diez, quince cuadras de la estación. La entrada cuesta dos pesos y en un rato toca Matacarnero, cuyo bajista va a repartir volantes que me quieren convencer de que hay que apoyar a los trabajadores del Garrahan. El escenario está dentro de un garaje reconvertido en sala de ensayo. En la pared hay un cartel de la Asociación Madres de Plaza de Mayo y su leyenda de siempre: “¡NI UN PASO ATRAS!”. La gente que da vueltas viene de lugares lejanos, hay punks, rastas, la verdad que un sharp queda bien en esa diversidad empática.
Las bandas suben, bajan, se prestan bateristas. No está muy organizado, pero esto es el under y, si lo estuviera, algo andaría mal.
En un costado del jardín, con una bola de sonido difuso llegando desde adentro, el Negro termina el día revelando su proyecto de fondo, el más esencial: irse a vivir al campo. Suena a estación terminal del camino militante, pero está bien. A los 30, el Negro es un antifa veterano, un poco como de vuelta. Nos vamos. El Negro se queda. Una astuta combinación de tren y colectivo lo va a dejar después en su casa, o cerca.
Entre la pandilla, la pelicula, el desvarío, la soledad, el juguete, la fascinación pavota del teenager sin rumbo o el compromiso grave del sueño antiracista , la ilusión de la pertenencia, la descarga, el combate, la reafirmación machita, la escasez, la nada. Ahí se mueven varios de los pibes de uno y otro lado. Ahí se mueven y ahí parecieran irse quedando. ¿Cómo siguen sus vidas? No hay skinheads neonazis que pasen los 30 como no sean los pocos que quedaron como jefes de nuevos niños que llegan felices después de comprarse los borceguíes en la Bond Street. ¿En qué se convierten después? ¿En tacheros que ponen Radio 10? ¿Y los sharps? ¿Todos siguen el camino del Negro? ¿Se van envejecer entre gallinas y de vez en cuando, cuando no les parece demasiado patética, votan a la izquierda?
Que haya pases, que los pases no sean del todo improbables, permite inferir sin demasiada saña que los movimientos también están cruzados por cierta inconsistencia ideológica. En ese hábito pendular se funda también algo parecido a la fragilidad. Quizá no esté mal. Después de todo, tal vez sea preferible: finalmente, un racista es alguien menos cruel que imbécil, y de la maldad hay regreso, pero de la estupidez… Así que si alguien vuelve, por mí, bienvenido.
El proyecto 2005 del Moko fue ocupar, (o mejor, okupar) con Lorena, su novia, una casa deshabitada en Luis Guillón, cerca del cruce de Lomas. Pregunta:
–¿Quién dirías que sos?
– Y, yo soy un producto del arroz hervido y las crisis matrimoniales. No sé ¿vos creés que necesito ayuda?