20 de junio de 2011

CRONICA-San Cayetano vs San Perón, de Gabriela Cerruti

Hubo un tiempo en que había tanto trabajo en la Argentina que la discusión era por decidir en qué día se celebraría su fiesta. Empezaba la década del cincuenta, Juan Perón era presidente y la Iglesia Católica le disputaba cada espacio: a San Perón le opusieron San Cayetano, y a la mítica Plaza del 1ª de Mayo, la precesión del 7 de Agosto. Era un a>Guerra Santa, una batalla entre dos religiones, un mal entendido entre obispos y sindicalistas. Los “cabecita negra” se despreocupaban. Obreros, católicos y peronistas, tocaban el bombo y prendía velas. Le rezaba al santo, pero esperaban a Perón.
Cayetano Carbone está viendo todo desde hace cincuenta años. Las marchas, las procesiones, los actos y las misas. Primero fueron las largas y coloridas filas de trabajadores que festejaban, de mujeres piadosas que agradecían y de curas que especulaban. Después llegaron los sindicalistas y se sumaron con desparpajo. Saúl Ubaldini mació del otro lado del arroyo, en Mataderos, y entendió pronto que el “Pan, Paz y Trabajo” de los curas era lo más parecido a una leyenda política que podía levantarse frente a los militares.
Cayetano vio a los osados que en plena dictadura militar levantaba sus espigas de trigo soñado con la democracia y fue testigo de cómo algunos comerciantes del barrio transformaron la carnicería en santería y de cómo otros cambiaron las lechugas por cruces de madera y las berenjenas por estampitas. En 1982, cuando los obispos repartían rosarios en Malvinas, Lorenzo Miguel llegó por primera vez. Ese agosto vio la primera procesión convertida en manifestación política y el párroco tuvo que sumar a la bendición de la foto del santo el pedido por trabajo y democracia.
Con la llegada de los 90, la fila se fue extendiendo hasta lo incontable, y las caras fueron cada vez más tristes y las ropas cada vez más pobres, y la alegría se transformó en desesperanza primero y desesperación después. Ni obreros, ni católicos, ni peronistas, los desocupados redoblarían cualquier bombo o prenderían cualquier vela con tal de que alguien les dé una religión.
La funeraria de los Carbone está justo enfrente de la parroquia de San Cayetano desde hace noventa y un años. El abuelo fue el primer dueño del negocio y el primer bautizado de la iglesia; por eso le pusieron Cayetano. Era otro find e siglo, el anterior, y Liniers era entonces sólo un grupo de casas en las afueras de Buenos Aires. Cayetano Carbone, hijo de napolitanos-como el santo- decidió poner una cochería, pero por aquel entonces no se trataba de trasladar difuntos, sino vivos: el cura, el médico, la partera, todos los que tenían que llegar con alguna urgencia a las quintas de la campaña, del otro lado del arroyo Maldonado. Los Sosa tenían el mercado de frutas, y los Giordano vendían hielo. Ellos tres y el cura de San Cayetano eran el alma del barrio que se insinuaba.
Aprendió la devoción al santo de sus padres italianos, que confiaban en la intercesión de ese letrado de cuna noble que en siglo dieciséis se había vuelto monje y político: es cierto que Cayetano, conde de Thiene, hacía milagros en la Venecia y la Nápoles de los Medici, los papados corruptos y el Renacimiento, pero también que impulsó y lideró la resistencia armada contra los invasores españoles y que fundó el Banco Popular Napolitano para repartir créditos entre pobres y siervos.
En 1912 llegó el tren, y el voto universa y secreto. La cochería cambió vivos por muertos y unificó el punto de llegada: ahora se trataba de trasladar féretros, y siempre hacia el cementerio. El mercado de frutas se convirtió en Mercado de Hacienda, y la campaña en barrio: frigoríficos, fábricas y talleres cambiaron el paisaje, el color del cielo y la composición social de la zona. Más inmigrantes siguieron a los pioneros, y se hicieron obreros y peones: una tarde de octubre de 1945 salieron en columnas desde la parroquia y bajaron por la Avenida Rivadavia hasta Plaza de Mayo para exigir la libertad de un coronel preso en la isla. Cada año desde el último viernes de julio hasta el 7 de agosto, las mujeres llegaban a rezar la Novena al santo de la Providencia, el que garantizaba que hubiera pan en cada mesa y trabajo en cada casa. “Te pedimos, Señor, que les des pan a los que tiene hambre y sed de justicia a los que tienen pan”, oraba el sacerdote. El día del santo la procesión daba la vuelta al barrio y terminaba en el campito lindero con la parroquia, en una explosión de fuegos artificiales que era solo el preludio a la bailanta popular. Si agosto venía benévolo, ese día había asadito y empanadas. Si llovía, pastas o locro.
La hiperinflación llenó la iglesia de pobres, y San Cayetano pasó a ser uno de los centros e ayuda social de la zona. La “revolución productiva” cerró fábricas, y las hileras de trabajadores, que alguna vez bajaron por Rivadavia hacia la Plaza de Mayo para reclamar lo de ellos, anduvieron el camino de regreso para estacionarse en carpas de plástico, de lona o de cartón en las calles que rodean la parroquia, esperando que llegue el 7 de agosto para ser los primeros en arrodillarse frente al santo para que alguien les diga lo que hay que hacer. Los obreros trabajan y s movilizan, los desocupados rezan y obedecen.
Cayetano Carbone narra la historia con monocorde tono de escribano público: imposible adivinar a dónde están apostadas sus emociones o sus pasiones. Sentado en un sillón de mimbre junto a la puerta de la funeraria, deja que el sol le caliente las manos. Es el primer domingo de agosto de 1995, el invierno es frío pero azul, soleado y brillante. Un vecino de gorrita y bufanda saluda y se queda parado, mirando la puerta de la parroquia llena de gente. Entonces señala a algún lugar en el cielo y sonríe: “Por suerte se fue la lluvia.Un día peronista…”, dice. Y los dos festejan la ocurrencia dándose palmadas en el hombro.