20 de junio de 2011

CRONICA-Una fantasía medieval. Crónicas desde la historia y desde la penumbra , de Leonardo Moledo

En Medrano y Rivadavia han reinventado el fuego. Bolsas de basura y maderas arden en la calle apenas empieza a oscurecer. A una cuadra, en Salguero, un embotellamiento descomunal. En las primeras cuadras de Castro Barros, como en tantas otras, la oscuridad es escabrosa. Más que escabrosa, es una oscuridad medieval.



No es lo único medieval en este asunto. El gerente de Edesur, al brindar explicaciones, se refiere una y otra vez a los usuarios como “clientes”, como si Edesur fuera un supermercado o una tienda de ropa. Nada de ciudadanos en problemas. Clientes y punto. Pero la relación con una empresa monopólica tiene más bien visos de vasallaje. El feudo, al fin y al cabo, era una concesión. La misma palabra feudo parece provenir del germánico “fief”, ganado que se entregaba en préstamo. El feudo no necesariamente era territorio: podía ser un portazgo, un derecho de aduana, la concesión de un permiso de pastoreo o de leña, es decir, suministro de energía.



Un tipo barbado que casi con seguridad se llama Carlos y cuyo apellido puede inventarse (Marín, Fernández, Aulster, Jacques Bonhomme, Juan), apunta agudamente: “Yo lo resumo así: habría que privatizar Edesur”. Y luego desarrolla una fantasía tecnológica. “En el futuro”, dice, “vas a levantar el teléfono y vas a ver al otro en una pantalla, pero –profetiza– apenas llueva un poco, no vas a tener teléfono”.



Por televisión, el gerente de Edesur expresa públicamente su congoja, afirma que comparte el sufrimiento de quienes están sin luz, y sostiene que no sabe cómo resarcirlos. Sin embargo, desde que se inventó el dinero, el problema de cómo resarcir pérdidas económicas está, por lo menos desde el punto de vista teórico, completamente resuelto.



Pasteur al 300; dos de la mañana; un hombre se lava en la calle con una manguera.



La justificación moral de la ganancia en el capitalismo es el riesgo que corre el capitalista; si pierde, pierde. Pero las grandes empresas no corren ningún riesgo y hasta tienen la ganancia asegurada.



Un auto pretende cruzar la barricada de fuego, pero los campesinos oponen una barrera humana. “No puede pasar”. “Vivo a dos cuadras”, contesta el tipo al volante. “Igual no puede”. “Voy a buscar a mi padre enfermo”, inventa el tipo, y se lanza por el camino de la solidaridad: “Tuvo un ataque al corazón y tengo que socorrerlo”. Un momento de desconcierto, pero la jacquerie se atrinchera en la impiedad y los principios: “No puede pasar”. El hereje retrocede. “Si pasa uno, pasan todos”, concluyen más allá.



Los vasallos rinden pleito homenaje cada vez que pagan la factura. El pago por aquello de lo que no se puede prescindir, como la leña, o la electricidad, no se parece al de una transacción, sino al de un impuesto. Si los vasallos se atrasan, deben pagar intereses medievales, que se suman a la talla y al diezmo.


Teología: fragmento de un discusión: “¿Por qué? Eso no lo sé yo”, dice uno de los flacos que ayudó a reprimir al auto intruso, “porque la verdad sólo la sabe el que está arriba”, y señala con el índice hacia el cielo nublado. “No sé quién tiene la verdad”, dice su ocasional interlocutora, que seguro se llama Alicia, “yo soy atea”. “Yo vivo en Parque Chacabuco y tengo luz” insiste el flaco, “pero vine porque mis amigos están sin luz, pero la verdad”, y continúa con la discusión teológica, “sólo la tiene Dios”. Alicia Mairena se mantiene firme: “No, no yo soy atea”. Uno de sus amigos le grita: “No te dejes melonear”. En la esquina de Rivadavia y Medrano, brillan las hogueras. ¿La verdad sobre qué? Nunca lo sabremos. Pero probablemente, se avecina la Reforma. Lutero está redactando sus tesis en la Universidad de Wittenberg.


Algunos vasallos insultan al rey. Piden una realeza que contenga los excesos feudales. Otros argumentan que la Corte está en retroceso y dominada por los grandes señores. Alguien señala que las extravagancias de Versalles, hacia la época de la Revolución, costaban el 5 por ciento del presupuesto nacional de Francia.


Calle Don Bosco. Oscuridad total. Bultos que se mueven con linternas. De vez en cuando, pasa un automóvil con una antorcha. Aquí, no hay otra luz que la privada.



El feudalismo se caracterizó, por lo menos en su forma clásica, por la privatización de todo el espacio público, y porque todo fue pasible de propiedad privada: servicios públicos, recaudación de impuestos, tribunales de justicia, territorios y poblaciones cautivas.



En la avenida Entre Ríos, la transición de la zona sin luz a la zona iluminada es repentina. En otros barrios, hay salpicones de luz y ambas zonas o regiones están mezclada. De pronto funciona un semáforo. Hay una diferencia abismal entre quienes tienen y quienes no tienen. Una diferencia infranqueable. Como la que existe entre los que van parados y sentados en colectivo lleno detenido en medio de un embotellamiento.



Grandes señores, vasallos. También hay ciudadanos libres que pueden comprar su libertad pagando por un equipo electrógeno, a costa de un ruido infernal, o yéndose a vivir a un hotel.


Medrano y Rivadavia, jueves, 9 y 20. Una mujer golpea uno de los postes con una tapa de olla, “que - ré - mos - jus - tí- cia- que - ré- mos- jus- tí- cia”. Otra, con un yeso en el cuello, bate una cacerola que ya adquirió características complemente planas (lo cual demuestra que no sólo el agua horada la piedra, sino que también los golpes aplastan la cacerola). Grita: “Yo quiero luz y una cacerola nueva”. En la esquina, sobre los restos de la confitería Las Violetas, en sombras, un cartel: Se alquila este local.



Los departamentos de los pisos 15 se convierten en mazmorras invertidas (los castillos las ubicaban en los sótanos). Dejó de existir la libre circulación del capitalismo.



Nuevamente, un auto que viene por Rivadavia quiere atravesar la barricada. La multitud trata de impedírselo; el auto retrocede. Un tipo a mi lado le grita “¡cretino!, ¡judío!”. A otro auto, igual situación, más convencidos, “¡boliviano puto!”. Un rato antes, se había escuchado, “¡chilenos hijos de puta!”.



La cadena de responsabilidades, la confusión de jurisdicciones recuerda la pirámide feudal y su mezcla de competencias territoriales: Edesur, el Estado, el Ente Regulador, la Municipalidad, la Secretaría de Energía.



Una fantasía me asalta: de pronto, me imagino a toda la ciudad sumida en esta situación. ¿Qué haría? Armaría mis petates y trataría de huir y ubicarme cerca del agua. Buscaría el agua, tantearía en busca de un pozo, una pileta, un bidón.



La gente ha salido a las veredas. Algunos se instalan. Los edificios apagados parecen monstruos prehistóricos, gigantes muertos de edades olvidadas. Allí en las sombras pulula gente atrapada. Se cometerán crímenes y robos, habrá muertes, violaciones, estupros, asesinatos, morirán viejos y niños a la luz de las velas y las hogueras. Dicen que mañana, dicen que pasado volverá la luz, dicen que algún día. Camino por Virrey Liniers, doblo por Sarmiento, enfilo por Belgrano, tanteando, encuentro una cortada, me pierdo en ella, sabiendo que esta oscuridad va a durar para siempre.