Para llegar a Chicago tenía
un pasaje de avión de la compañía Delta
que salía de Washington y hacía escala en Cincinnati. Pero en el aeropuerto de
Dulles, nos informaron que el vuelo a Cincinnati había sido cancelado
por los fuertes vientos y que debíamos cambiar de aerolínea. El nuevo vuelo
saldría a las ocho de la noche y era directo. Como la amiga con la que viajaba
habla un perfecto inglés dejé que se ocupara de los cambios de pasaje y no
presté atención a la empresa en que viajaríamos , el objetivo era llegar. No
conocía Chicago, sabía lo que casi todos
sabemos : la ciudad de Al Capone, una de las grandes ciudades del mundo, el blue, Cavallo y los Chicago´ s boys.
El trámite de vuelo cada
vez se complica más; razones de seguridad multiplican los pasos
previos al embarque. Ya no se trata sólo de caminar bajo el arco que pita y
depositar lo que se lleva en mano en la cinta móvil; es necesario disponer cada
cosa, incluyendo los zapatos, en una bandeja separada procurando además que, al hacerlo, no se
formen bultos inadecuados. Si al pasar bajo el arco tiene la mala suerte de que
éste pite, el viajero se convierte en un elemento dudoso y debe apartarse de la
fila. Entonces, mientras los demás pasajeros se escurren silenciosos y a toda
velocidad, el sospechado queda a merced
del guardia que lo investigará. Esgrimiendo el palo pitador el guardia dibuja a
dos centímetros del cuerpo del detenido y con todo detalle, su silueta. Si el
viajero cree que con esto el escrutinio finalizó y se dispone a seguir camino,
un grito perentorio del guardia lo saca de su error : ¡ ponga los dos pies en la línea de la
carpeta! ¡levante un pié! ¡el otro! ¡ levante los brazos!. La lengua apremiante
del guardia suena a alemán, pero es inglés.
La experiencia del terror pasado hace que el miedo viaje en dirección al futuro.
De futuro fue
la sensación que experimenté, pocas
horas después, al llegar al aeropuerto de Chicago, cuando una vereda
automática me deslizó por un pasaje hecho de paneles que variaban sus colores
al compás de una blanda melodía. Sobre mi cabeza se materializaban y
desmaterializaban ráfagas luminosas, que iban creando un efecto de tercer milenio. Todo lo que estaba a la vista era
una bienvenida alegre. Y yo en la vereda – qué raro- iba pensando en la muerte. ¿Sería esto
parecido al túnel famoso del que algunos
hablaban? Después supe que esa idea no había sido fortuita. Lejos de
dejarse engañar por luces de colores, mi subconsciente estaba alerta.
Al salir del aeropuerto nos esperaba un auto
que en nada se parecía a las lujosas limusinas, blancas y negras que aguardaban
a otros pasajeros. Seis o siete fantásticos coches ocupando cada uno el lugar
de cinco autos. Vehículos que no son
fáciles de entender si no se capta la filosofía de un lugar donde el dinero es Dios. Literalmente
Dios. Sin sutileza ni metáfora.
El ojo de Dios
en cada billete de dólar es una muestra
interesante de diversidad cultural, en Latinoamérica nunca ocurrió usar como
billetes estampitas. Igual tampoco era cuestión de cantar victoria, toda
cultura tiene casi siempre un dios, solo que no en todos los casos está tan claro
a quién o a qué le reza. Me quedé mirando las larguísimas limusinas
con vidrios polarizados que obligaban a imaginar quién iba dentro,
¿Michael Jackson?, ¿Richard Gere?,
¿un hipermillonario desconocido? Aunque en Chicago los hipermillonarios son
conocidos. Los pequeños dioses del
éxito.
Chicago tiene un lago, precioso, completamente azul,
y si uno mira el horizonte queda convencido de que lo que está viendo es el
mar, la textura del agua, el oleaje, la imposibilidad de vislumbrar la otra
orilla, como cuando se mira el Río de la Plata pero en versión azul. Además la ciudad
tiene un río que la cruza. Alrededor del río están los grandes edificios. Uno
de ellos es la Sears Tower , señala
orgulloso el guía. El nos muestra, y
durante todo el recorrido habla de cifras. De dinero. Cuanto se ganó, cuanto se perdió, el valor de una
milla, aquí o allá. Diez mil dólares una noche de hotel. El sabe del impacto
que causan en los oídos mortales las cifras desmesuradas. Puede percibir a su
espalda el complacido estremecimiento del visitante. Ahora dice el guía que la Sears Tower es la
construcción más alta del mundo. Es una
preciosa torre negra con una estructura de metal y vidrio y unas antenas
inmensas en toda su altura. Para subir a la terraza y ver Chicago desde esa
cumbre artificial hay que pagar nueve dólares, y pasar nuevamente por una máquina pitadora.
Estaba dispuesta a hacerlo pero algo, que en ese momento no pude explicar, me
detuvo. Mis razonamientos fueron triviales: qué voy a ver que no haya visto ya
desde un avión, si subí al Empire State, si crucé en auto la cordillera. Lo que
no vería desde luego era Chicago desde la altura de la Sears Tower , pero eso
no lo tuve en cuenta. De modo que no subí y en cambio preferí que continuaramos
con el circuito turístico en el pequeño tranvía multicolor. El tranvía nos dejó
en la Milla Magnífica ,
un lugar donde están las grandes casas: Los Tíffany (sus vendedores como vestales; sus
cristales y diamantes), los Versacce,
los Pucci, y todos los apellidos glamorosos de la moda. Caminamos la
ciudad por los puentes de hierro, aguantando la nieve, por las calles del
centro debajo de los carriles del subway.
La casa donde
parábamos quedaba en los suburbios. Las
ciudades magníficas también tienen barrios a donde raramente llegan las
limusinas. Pero la indigencia casi no se ve en la construcción. Barrios bajos
con arquitectura estilo inglés, ladrillo a la vista y aberturas blancas. Los
que alquilan en estas zonas en su mayoría son latinos y negros pobres, familias
que se van corriendo a los sitios
más económicos. Las tiendas ofrecen otra clase de productos mexicanos :enchiladas,
tortillas de maíz, guacamoles, bananas fritas, frijoles negros, imágenes de
vírgenes y santos, tamales o, cuando llega la
fecha, calaveras de azúcar para festejar el día de los muertos. En uno
de los edificios que daba a un callejón había un local desocupado y, dentro,
una orquesta de negros ensayando jazz, sonaba espléndido, invitaba a quedarse. Pero en Chicago nos dicen, lo bello
se junta con lo peligroso. Los vecinos nos habían alertado sobre unas
pandillas que merodeaban por la zona atacándose entre sí y no era necesario confirmar si era o no
cierto. Sin embargo no fueron las pandillas ni la idea de las pandillas lo que
producía en mí ese miedo vago que me había acompañado como una imagen borrosa
durante todo el viaje a Chicago. La tarde
anterior finalizó en el centro, en una librería preciosa, de esas en las
que uno podría quedarse a vivir y necesitaría otra vida para ver la mitad de los libros. Tenía varios
pisos, en el último había una confitería con un gran ventanal y uno se sentaba,
cafecito en mano, a leer o a mirar pasar la ciudad. Me sentía en Buenos Aires,
y me dije: en cualquier ciudad del mundo uno se puede sentir como en su casa.
Pero en Buenos Aires no había sentido esta clase de vértigo impreciso como el que me rondaba allí.
No fue hasta
el día de regreso que comprendí de qué se trataba. Esperaba que llamaran a
embarque cuando, detrás de los ventanales que daban a la pista, una imagen me heló la sangre. Era un avión de
United. Ese gris y azul con una línea
roja que lo cruza en el medio, el avión que el mundo entero vio dos veces, y después miles de veces
incrustarse de un lado y del otro de las dos torres. El ícono de lo terrible
estaba ahí, vivo, frente al ventanal. Como si un muerto resucitara. Recién en
ese momento me di cuenta que la noche que viajamos de Washington a Chicago
habíamos volado en uno de esos. En ese momento comprendí porqué me había negado
a subir a la torre. La secuencia de los aviones volando cerca del edificio ya
estaba impresa en mi mente como una película.
Desde que
llegué a este país, hace unos meses, se
fue acentuando cierta sensación de
irrealidad. Mucho de lo que hasta ahora era ficción para mi - visto a través de
la imaginación, el cine, la televisión -
lo encuentro ahora como verdad en lo cotidiano, en la convivencia del
día a día. Compruebo así de qué modo
cada grupo: cultura o subcultura
va construyendo sus rituales que para otra son acaso incomprensibles.¿Será que
de algún modo todos somos la ficción de los otros?
Unos días después, el espantoso atentado de Atocha en
Madrid mostró cuál es ahora la realidad que construimos: los grandes
conglomerados urbanos, las ciudades hermosas inventadas por los hombres, están
bajo amenaza. Eso es real.
¿Las nuevas ficciones
terminarán por consumirnos? O
podrá el futuro imaginar ciudades nuevas, o nuevas formas humanas de vivir.
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