21 de noviembre de 2012

CRONICA- Las ciudades del futuro. Chicago 2003. Graciela Falbo



 

Para llegar a Chicago tenía un  pasaje de avión de la compañía Delta que salía de Washington y hacía escala en Cincinnati. Pero en el aeropuerto de Dulles,  nos informaron  que el vuelo a Cincinnati había sido cancelado por los fuertes vientos y que debíamos cambiar de aerolínea. El nuevo vuelo saldría a las ocho de la noche y era directo. Como la amiga con la que viajaba habla un perfecto inglés dejé que se ocupara de los cambios de pasaje y no presté atención a la empresa en que viajaríamos , el objetivo era llegar. No conocía Chicago, sabía  lo que casi todos sabemos : la ciudad de Al Capone, una de las grandes ciudades del mundo, el blue,  Cavallo y los Chicago´ s boys.

El trámite de vuelo cada vez  se complica más;  razones de seguridad multiplican los pasos previos al embarque. Ya no se trata sólo de caminar bajo el arco que pita y depositar lo que se lleva en mano en la cinta móvil; es necesario disponer cada cosa, incluyendo los zapatos, en una bandeja separada  procurando además que, al hacerlo, no se formen bultos inadecuados. Si al pasar bajo el arco tiene la mala suerte de que éste pite, el viajero se convierte en un elemento dudoso y debe apartarse de la fila. Entonces, mientras los demás pasajeros se escurren silenciosos y a toda velocidad, el sospechado queda  a merced del guardia que lo investigará. Esgrimiendo el palo pitador el guardia dibuja a dos centímetros del cuerpo del detenido y con todo detalle, su silueta. Si el viajero cree que con esto el escrutinio finalizó y se dispone a seguir camino, un grito perentorio del guardia lo saca de su error :  ¡ ponga los dos pies en la línea de la carpeta! ¡levante un pié! ¡el otro! ¡ levante los brazos!. La lengua apremiante del guardia suena a alemán, pero es inglés.
 La experiencia del terror pasado hace que  el miedo viaje en dirección al futuro.

De futuro fue la sensación  que experimenté, pocas horas después, al llegar  al  aeropuerto de Chicago, cuando una vereda automática me deslizó por un pasaje hecho de paneles que variaban sus colores al compás de una blanda melodía. Sobre mi cabeza se materializaban y desmaterializaban ráfagas luminosas, que iban creando un efecto de tercer  milenio. Todo lo que estaba a la vista era una bienvenida alegre. Y yo en la vereda – qué raro-  iba pensando en la muerte. ¿Sería esto parecido al túnel famoso del que algunos  hablaban? Después supe que esa idea no había sido fortuita. Lejos de dejarse engañar por luces de colores, mi subconsciente estaba alerta.


 Al salir del aeropuerto nos esperaba un auto que en nada se parecía a las lujosas limusinas, blancas y negras que aguardaban a otros pasajeros. Seis o siete fantásticos coches ocupando cada uno el lugar de cinco autos. Vehículos  que no son fáciles de entender si no se capta la filosofía de un  lugar donde el dinero es Dios. Literalmente Dios. Sin sutileza ni metáfora.
El ojo de Dios en cada billete de dólar es  una muestra interesante de diversidad cultural, en Latinoamérica nunca ocurrió usar como billetes estampitas. Igual tampoco era cuestión de cantar victoria, toda cultura tiene casi siempre un dios, solo que no en todos los casos está tan claro a quién o a qué le reza. Me quedé mirando las larguísimas  limusinas  con vidrios polarizados que obligaban a imaginar quién iba dentro, ¿Michael Jackson?, ¿Richard Gere?, ¿un  hipermillonario desconocido?  Aunque en Chicago los hipermillonarios son conocidos. Los pequeños dioses del  éxito.

Chicago tiene un lago, precioso, completamente azul, y si uno mira el horizonte queda convencido de que lo que está viendo es el mar, la textura del agua, el oleaje, la imposibilidad de vislumbrar la otra orilla, como cuando se mira el Río de la Plata pero en versión azul. Además la ciudad tiene un río que la cruza. Alrededor del río están los grandes edificios. Uno de ellos es  la Sears Tower, señala orgulloso el guía. El nos muestra, y  durante todo el recorrido habla de cifras. De dinero. Cuanto se  ganó, cuanto se perdió, el valor de una milla, aquí o allá. Diez mil dólares una noche de hotel. El sabe del impacto que causan en los oídos mortales las cifras desmesuradas. Puede percibir a su espalda el complacido estremecimiento del visitante. Ahora dice el guía que la Sears Tower es la construcción  más alta del mundo. Es una preciosa torre negra con una estructura de metal y vidrio y unas antenas inmensas en toda su altura. Para subir a la terraza y ver Chicago desde esa cumbre artificial hay que pagar nueve dólares, y  pasar nuevamente por una máquina pitadora. Estaba dispuesta a hacerlo pero algo, que en ese momento no pude explicar, me detuvo. Mis razonamientos fueron triviales: qué voy a ver que no haya visto ya desde un avión, si subí al Empire State, si crucé en auto la cordillera. Lo que no vería desde luego era Chicago desde la altura de la Sears Tower, pero eso no lo tuve en cuenta. De modo que no subí y en cambio preferí que continuaramos con el circuito turístico en el pequeño tranvía multicolor. El tranvía nos dejó en la Milla Magnífica, un lugar donde están las grandes casas:  Los Tíffany (sus vendedores como vestales; sus cristales y diamantes), los Versacce,  los Pucci, y todos los apellidos glamorosos de la moda. Caminamos la ciudad por los puentes de hierro, aguantando la nieve, por las calles del centro debajo de los carriles del subway.


 La casa donde parábamos quedaba en los suburbios. Las  ciudades magníficas también tienen barrios a donde raramente llegan las limusinas. Pero la indigencia casi no se ve en la construcción. Barrios bajos con arquitectura estilo inglés, ladrillo a la vista y aberturas blancas. Los que alquilan en estas zonas en su mayoría son latinos y negros pobres, familias  que se van corriendo a los sitios  más económicos. Las tiendas ofrecen otra clase de productos mexicanos :enchiladas, tortillas de maíz, guacamoles, bananas fritas, frijoles negros, imágenes de vírgenes y santos, tamales o, cuando llega la  fecha, calaveras de azúcar para festejar el día de los muertos. En uno de los edificios que daba a un callejón había un local desocupado y, dentro, una orquesta de negros ensayando jazz, sonaba espléndido, invitaba a  quedarse. Pero en Chicago nos dicen, lo bello se junta con lo peligroso. Los vecinos nos habían alertado sobre  unas  pandillas que merodeaban por la zona atacándose entre sí  y no era necesario confirmar si era o no cierto. Sin embargo no fueron las pandillas ni la idea de las pandillas lo que producía en mí ese miedo vago que me había acompañado como una imagen borrosa durante todo el viaje a Chicago. La tarde  anterior finalizó en el centro, en una librería preciosa, de esas en las que uno podría quedarse a vivir y necesitaría otra vida para  ver la mitad de los libros. Tenía varios pisos, en el último había una confitería con un gran ventanal y uno se sentaba, cafecito en mano, a leer o a mirar pasar la ciudad. Me sentía en Buenos Aires, y me dije: en cualquier ciudad del mundo uno se puede sentir como en su casa. Pero en Buenos Aires no había sentido esta clase de vértigo  impreciso como el que me rondaba allí.


 No fue hasta el día de regreso que comprendí de qué se trataba. Esperaba que llamaran a embarque cuando, detrás de los ventanales que daban a la pista,  una imagen me heló la sangre. Era un avión de United. Ese gris y azul con una  línea roja que lo cruza en el medio, el avión que el mundo entero vio  dos veces, y después miles de veces incrustarse de un lado y del otro de las dos torres. El ícono de lo terrible estaba ahí, vivo, frente al ventanal. Como si un muerto resucitara. Recién en ese momento me di cuenta que la noche que viajamos de Washington a Chicago habíamos volado en uno de esos. En ese momento comprendí porqué me había negado a subir a la torre. La secuencia de los aviones volando cerca del edificio ya estaba impresa en mi mente como una película.


Desde que llegué  a este país, hace unos meses, se fue  acentuando cierta sensación de irrealidad. Mucho de lo que hasta ahora era ficción para mi - visto a través de la imaginación, el cine, la televisión -  lo encuentro ahora como verdad en lo cotidiano, en la convivencia del día a día. Compruebo así de qué modo  cada  grupo: cultura o subcultura va construyendo sus rituales que para otra son acaso incomprensibles.¿Será que de algún modo todos somos la ficción de los otros?
Unos días después, el espantoso atentado de Atocha en Madrid mostró cuál es ahora la realidad que construimos: los grandes conglomerados urbanos, las ciudades hermosas inventadas por los hombres, están bajo amenaza. Eso es real.
¿Las nuevas ficciones  terminarán  por consumirnos? O podrá el futuro imaginar ciudades nuevas, o nuevas formas humanas de vivir.
.