28 de agosto de 2009

TEXTOS TEÓRICOS- Género y cultura. Daniel Link

En: Link, Daniel. Cómo se lee, Buenos Aires, Norma, 2003.

Hace unos años, una de esas intolerables tardes de llovizna buscábamos, mis hijos y yo, un lugar más o menos seco y más o menos divertido donde meternos a rumiar, cada uno de nosotros, separadamente, nuestras desdichas cotidianas. Fuimos, naturalmente, -al-centro de compras más cercano, eso que ellos llaman shopping de manera no diré espontánea, pero sí indeliberada. Buscábamos una película que resultara tolerable para nuestras respectivas melancolías dominicales. Ardua tarea, pensaba, conciliar nuestras ya indeclinables preferencias. Otra vez Jumanji no, rogaba yo al cielo. Naturalmente: en la colección de carteleras cinematográficas que adornaban el centro de compras con sus letreros de colores no había ni una sola película que hubiéramos podido ver los tres, no digo con placer, pero al menos sin irritación. Nos unía el sentirnos excluidos simultáneamente de la oferta cinematográfica de ese rosario de salículas. Pero no fuimos capaces de explotar ese sentimiento (familiar, siniestro) de pertenencia a algo que sólo negativamente podía definirse.
En uno de esos desodorizados ambientes daban una película ganadora en el festival de Cannes de ese año, firmada por Kusturica, un director alguna vez yugoslavo y muy festejado en Berlín y otras capitales europeas del cine. Comenté sólo eso, como quien habla para sí, como quien simplemente constata un hecho, como quien dice "llueve". Dije: "Acá dan Underground de Kusturica". Mis hijos comenzaron a interrogarme inmoderadamente sobre las características de una película que, justo es decirlo, no tenía demasiadas intenciones de conocer y sobre la cual no sabía mucho más que lo que los carteles (multicolores) proclamaban. "No lo digo para que la veamos"', trataba de callarlos yo. "De qué es la película", decían, preguntaban, reclamaban. "Qué sé yo." Si verdaderamente no la había visto y nada había leído sobre ella (las cosas no han mejorado demasiado con el tiempo: sigo ignorante de los contenidos y las formas de esa película que, sin embargo, puedo prever abominable). "Pero de qué es, de qué es." Por fin comprendí: lo que se pretendía que yo sentenciara era si, la película era de aventuras o de amor o de ciencia ficción. La oscuridad del título no contribuía, para ellos, a la dilucidación de una relación de pertenencia como esa. Impaciente (era el día, era la llovizna) contesté: "No es de nada, es una-película de Kusturica. Kusturica es el director. Es todo lo que se puede decir", dije.
Mi impaciencia, claro, chocó con otra impaciencia, que como resultaba de la suma de dos conciencias igualmente impacientadas, devolvió mi malhumor multiplicado como por un espejo de parque de diversiones: monstruoso. "'Toda película es de algo", proclamó mi hija, sentenciosa como sólo yo puedo serlo en mis peores momentos. "Si en una película hay peleas, es de peleas, si hay explosiones es de acción", razonó mi hijo. No menos impaciente, pero sí algo más consciente del papel que debía cumplir, ensayé una microclase a propósito de las diferencias entre el cine de género y el cine de autor. Mi explicación, naturalmente, no terminaba de convencerlos porque era mucha la irritación que habíamos puesto entre nosotros. Por otro lado, se trataba de Kusturica, nada menos: fue mi pereza lo que me llevó a una discusión, o a un intento de pedagogía semejante. ¿De qué género se podría decir que son las películas de Kusturica, que apelan todo el tiempo al arte? Grandes películas como Alien, o como Alphaville, o como Metrópolis o como La ventana indiscreta participan, a su modo, de algún género: son generosas, podríamos decir, con el espectador desprevenido, y también con los niños. No apelan al arte como garantía, aun cuando terminen en el vasto saco del séptimo arte. Pero a Kusturica, a diferencia de Hitchcock, es imposible preverlo. Él es, y lo sabe, un autor. Y un "autor" como toda gran personalidad es impredecible y hasta incomprensible. Después de todo el modelo de las grandes personalidades es Dios, el más incomprensible de los autores hasta ahora existentes.
De modo que mi batalla estaba perdida de antemano por razones climáticas y psicológicas. No obstante intenté explicar que hay películas, el "cine de autor", que se reconocen por rasgos estilísticos y no por la "pertenencia" a una clase más o menos abstracta o convencional. "¿Después de todo, de qué es Quisiera ser grande", pregunté, orgulloso de mi hallazgo, porque se trata de una película que los tres amábamos hasta la náusea. No es de suspenso, ni de acción, ni de ciencia ficción, ni de amor. "¿De quién es Quisiera ser grande", me preguntaron. No lo sabía. "Entonces no es de autor."
"Es una comedia" (ellos), "Probablemente" (yo), "Entonces a lo mejor Underground también es una comedia", "Lo dudo: Kusturica carece de todo sentido del humor". Pero estaba perdido. Lo sabía entonces y lo sé ahora: contra la lucidez irritada de mis hijos nada puedo. Sólo sentarme a escribir. Y es en esa lucidez, irritada y naturalizadora de las cosas de la cultura, que mis hijos tenían esa tarde, que hay que encontrar los fundamentos de este apartado.
Mis hijos me regalaban, sin saberlo, una puesta en escena de algo que desde hacía tiempo ocupaba mi cabeza: los géneros y su importancia en relación con la producción cultural, la manera natural en que la gente se acostumbra a manejar categorías nada naturales. El primer horizonte de decisión que ellos reclamaban, esa tarde y siempre, es el género: "De qué es", "De qué género es", "A qué genero pertenece". A veces a varios, a veces a ninguno. Y para que esa explicación tuviera algún sentido, en fin, alguna eficacia, yo debía remontarme a las solemnes categorías del arte y del juicio, de la cultura y las funciones sociales de las producciones simbólicas. Así qué gracia. Lo cierto es que gran parte de la cultura del siglo XX, es decir de la cultura que nos importa, se reconoce como producida en relación con modelos genéricos más o menos estables y más o menos hegemónicos. En ese sentido, los géneros funcionan como un sistema de orientaciones, expectativas y convenciones que circulan entre la industria, el texto y el sujeto. No vale la pena remontarse a los griegos. Los niños son impacientes y reclaman explicaciones más al alcance de la mano. Y por otro lado, hasta los niños saben que nuestro mundo, es decir nuestra cultura, nada tiene que ver con la "cultura de los griegos". Dado que la historia no es lineal, no se trata sólo de una distancia temporal, sino de una discontinuidad: todo lo que sobre el mundo sabemos y estamos acostumbrados a pensar, incluso los lenguajes que utilizamos para comunicarnos, es bastante más moderno que la "cultura de los griegos". ¿Qué podrían pues decirnos a nosotros, que no somos ni filósofos, ni historiadores, sobre nuestro presente, esos griegos?
Por ejemplo, la palabra que designa uno de los géneros en los que me detendré más adelante, "melodrama", tiene una evidente raíz griega. Quiere decir "drama cantado", y si tuviéramos que rastrear algo parecido al drama cantado en la "cultura de la Antigüedad" (por otro lado es bien cierto que "la antigüedad" no tiene idea de cultura, sino de civilización), ¡voilá!: eso es la tragedia clásica, ¿o no? Lo cierto es que el melodrama, nuestro melodrama, no era conocido por los griegos. Desde el punto de vista estrictamente histórico el melodrama es un género cuyo origen hay que buscar en el siglo XVIII: es un género de la modernidad y habría que pensar, pues, que (de un modo o de otro) encama sus ideales. En esas discontinuidades (que hacen la historia) fundábamos, esa tarde de lluvia en el centro de compras, nuestra renuencia a re-caer en los griegos.
Toda nuestra cultura comienza en el siglo XVIII y es sólo a partir del siglo XVIII que podemos reconocer nuestra vida cotidiana, nuestra imaginación y nuestra desesperanza, como nuestras. Y es por eso que definimos el género, los géneros, en relación con la industria, el texto y el sujeto, tres categorías que sólo pueden entenderse en el contexto de nuestra modernidad.
Entendamos "texto" como cualquier enunciado en cualquier soporte, con una homogeneidad más o menos reconocible de acuerdo con patrones culturales heredados o adquiridos: una canción, una película, un video son textos en el mismo sentido en que una novela lo es, al menos respecto de nuestras intenciones en este libro.
Hay pues, "textos", y esos textos existen en relación con la industria de la cultura. La industria de la cultura es un gigantesco dispositivo para generar, precisamente, textos, artefactos culturales cuyo sentido se completará en el momento de la lectura. La cultura industrial, podríamos decir, es el contexto de cualquier tipo de textualidad en la que se piense: desde las formas más experimentales hasta las formas más obedientes de la regla, la ley, la previsión.
Hay ciertas tradiciones, en particular ciertas tradiciones literarias (después dé todo, la literatura es el arte con mayor tradición teórica y preceptiva) que nos han acostumbrado a pensar en términos de "ruptura": el arte aparecería allí donde algo (una expectativa, un horizonte de lectura, una convención de género) se rompe. Sobre todo en los momentos más clásicos del siglo XX, sucede que la literatura se levanta en contra de modelos puramente reproductivistas de las estéticas genéricas para proponer una "trasgresión" generalizada respecto de todo aquello que sostendría, por lo menos en hipótesis, a un género.
Estamos acostumbrados, pues, a pensar los géneros, por un lado, y el arte, por el otro. Todos los aparatos escolares, podría decirse, se manejan con comodidad con ideas (más o menos heredadas, más o menos originales) sobre el arte. Pero es poco lo que se reflexiona, en esos contextos institucionales, sobre los géneros como instituciones de la cultura y del arte.
Tal vez porque se supone, a partir de la lucidez de cualquier niño o joven promedio (mis hijos) que, de los géneros, se sabe todo, y del arte, por el contrario, nada. También contra una ingenuidad semejante es que estas páginas sobre géneros en general, pero sobre todo sobre algunos géneros en particular, fueron escritas.
Hay que decirlo al principio, hay que detenerse unos minutos en ciertas fórmulas, ciertos preciosismos, ciertas precisiones: la cultura de masas es la cultura industrialmente producida, la cultura de masas es la forma discursiva de una cierta forma de dominación, la cultura de masas funciona sobre la base de la repetición.
Estos enunciados "'problemáticos" merecen, seguramente, una consideración más detenida. Para que haya "género" (es decir: para que haya cultura industrial) debe haber repetición o, lo que es lo mismo: para que haya "clase" (la clase como colección, hay que recordarlo, se opone a la serie) debe haber una cierta recurrencia de ciertas formas que permitan la generalización. Es lógico pues, que toda estética de géneros corresponda a un momento de repetición.
Ahora bien (hay que decirlo, hay que detenerse, es necesario), porque la cultura industrial funciona en y por los géneros es que los géneros funcionan como patrones de reconocimiento cultural, en principio, y modelos de identidad, en última instancia. Los géneros organizan la experiencia (y, por eso, los géneros producen diferencias puras. Las regularidades del género son, ya, un efecto de lectura). Los géneros, en la cultura industrial, organizan la experiencia de las masas, su "vida cotidiana". La complicidad entre género, texto y cultura, pues, garantiza la legibilidad de la vida. Cada género vendría a explicar una parcela de la vida, a garantizar una lectura de esa parcela, a organizar la experiencia (de las muchedumbres) en relación con un tópico o aspecto de la vida. El amor es un naufragio: lo que hace, por ejemplo, el melodrama es, sencillamente, organizar la experiencia del amor, la desdicha, la pena, el abandono. Lo que hace él melodrama es contar literalmente y explotar hasta la exasperación los comportamientos culturalmente asociados al amor. Pero si se introduce la variable dinero en ese universo, todo puede complicarse policialmente, porque aparece (puede aparecer) el delito: un taxi boy que exaspera hasta el crimen a quien lo ama y lo mantiene.
De todos los géneros de la cultura, el más variable históricamente sería la literatura infantil y el más irrecuperable sería el melodrama, porque en la fuerza del abismo que abre en los sujetos parece caber todo salvo la duda. La seriedad (mortal) del amor vuelve obsceno al género. Al mismo tiempo el melodrama sobrevive precisamente por la capacidad que el amor tiene para opacarlo todo: la guerra, el hambre, la enfermedad y el infortunio, todo puede leerse como una forma del amor o de su falta. ¿Es Edipo rey el primer policial o el primer melodrama? Es la historia de un crimen y de su resolución, pero es también la historia de una falta (es la historia, también, y precisamente por eso, de la paranoia de sentido).
Lo que expondré a continuación, pues, no es tanto una historia del género (de los géneros) , sino una analítica y una crítica de algunas de sus formas contemporáneas de aparición).

Notas:
1. Hay muchísima bibliografía sobre género y géneros, como puede suponerse: glosas más o menos astutas de Aristóteles o Lukács o Bajtin o Adorno. Nos abstendremos de mencionar cualquiera de esas glosas porque, invariablemente, la última es siempre la mejor. Me abstendré también de recomendar las recopilaciones (incompletas, luego de cinco años) incluidas en la colección "Cuadernillos de género"» publicada por ediciones la marca, de Buenos Aires, para cuyos volúmenes varios de los textos que siguen funcionaron como prólogos.